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Ética para demócratas

Hablar de ética y, sobre todo vivirla, implica una idea del hombre. Si no es así, las reglas de juego establecidas se vuelven contra la persona, la familia y la sociedad. Acaban en totalitarismo del que domina. Por ejemplo, la encíclica Veritatis Splendor advierte sobre el riesgo que corren los derechos fundamentales de la persona humana cuando se preconiza una alianza necesaria entre relativismo ético y democracia. La definición del bien y el mal, sin referencia a una verdad objetiva, procederá exclusivamente de la voluntad del más fuerte o del más astuto. En Centesimus annus se condena el totalitarismo que es fruto de negar la dignidad trascendente de la persona humana. Se puede argüir que todo esto es una visión católica del tema. Y es así. Pero no es menos cierto que nadie más experto en humanidad que la Iglesia: su doctrina social no hace sino explicitar lo racional. Es verdad que el cristianismo, sobre todo, constituye una doctrina y una camino de salvación, pero para un hombre que vive solícitamente todas las vicisitudes de este mundo, y sabe que la razón puede captar lo esencial del bien y del mal a través de la ley natural, que es la más democrática de las leyes: igual para todos y sin envejecimiento, es la Carta Magna de la humanidad.

Escuchar el Magisterio de la Iglesia es, al menos, una medida de prudencia para no legislar o decidir, en cualquier ámbito, contra el hombre. En cualquier caso, el hombre es lo que es, y, además, no puede comprenderse plenamente sin Dios. No puede ser cambiado, pero sí que se puede emborronar su ser, difuminarlo o maltratarlo. Ese magisterio también aporta mucho a los no creyentes, para descubrir la maltratada ley natural, que explica las reglas de funcionamiento de la persona, porque, para trabajar por las gentes -como decía Juan Pablo II a la Asamblea General de las Naciones Unidas- «es esencial que nos encontremos en nombre del hombre tomado en su integridad, en toda la plenitud y multiforme riqueza de su existencia espiritual y material». Allí mismo insistía en que toda actividad política procede del hombre, se ejerce mediante el hombre y es para el hombre. Si esa actividad no tiene en cuenta qué es la persona humana, acaba siendo un fin en sí misma -modo de vida, poder, dinero, ideología, etc.-, pierde gran parte de su finalidad y puede acabar en algo extraño al hombre o contra él mismo.

Este tiempo nuestro -con tan valiosos avances técnicos, científicos, económicos- ha podido perder de vista las verdades más evidentes y los principios más elementales, tales como el derecho irrenunciable a la vida del no nacido y del anciano, la realidad de que fuimos creados hombre y mujer, el democrático respeto a la libertad de las minorías en diversos campos, la necesidad de la paz y, en consecuencia, de parar la carrera y fabricación de armamento; el uso adecuado del sexo, la lealtad y fidelidad en el matrimonio aun a costa de sacrifico; el cumplimiento de la palabra dada, la honradez con los demás, la sinceridad en las acciones públicas o privadas, de modo que no estemos en el gran teatro del mundo, en el que una cosa es lo que se escenifica y otra, muy distinta, la realidad, etc, etc.

Hoy día hay una conciencia muy viva de la libertad. Sin embargo, existen serias dudas de que esa libertad sea usada y atendida para el perfeccionamiento del hombre. Cuando la libertad no se relaciona con la existencia de una verdad objetiva, y ésta, a su vez, con la conciencia de cada uno, suelen aparecer síntomas alarmantes y contradictorios: se da un libertarismo en materias relativamente accesorias para el que manda -fundamentalmente sexo, consumo y egolatría- a la vez que se pierde libertad en temas capitales -por ejemplo, familia, religión, educación, creatividad, capacidad de influencia de las sociedades menores, etc.-, de modo que puede acabar sucediendo aquello que afirmaba León XIII en su encíclica Libertas: «El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres». En efecto, la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos podría desaparecer por una simple decisión mayoritaria, porque, a menudo, se legisla más concitando las necesarias voluntades, que con el uso de la recta razón.

Es precisamente la razón quien puede percibir la ley natural instalada en lo más profundo del ser humano, aunque pueda captarse también por la Revelación de Cristo. Así lo ha recordado la Conferencia Episcopal Española en una magnífica instrucción pastoral emanada en su última plenaria. Esa misma instrucción volvía a decir que el juicio de la conciencia no establece la ley moral, sino que afirma su autoridad, al ser percibida como norma objetiva e inmutable, e impulsa al hombre a hacer el bien y evitar el mal. Cuando se oscurece ese juicio, la conciencia se cierra a la verdad, es muy fácil que la persona actúe contra su propia dignidad y acabe creyendo que la norma moral es creada por costumbres o leyes humanas.

La falta de aprecio a la ley natural corrompe la misma democracia, reducida al puro juego de mayorías que pueden componer su verdad con la mitad más uno de los votos, sin más consideraciones. Así se han decidido guerras y genocidios; así se instaló Hitler en el poder; así hubo un tiempo en que los hombres de color americanos no eran personas; así llegó el aborto. Algo falla en nosotros, de manera que la negación de la esencia del hombre crea un vacío existencial presuntamente colmado con una exaltación falsa del yo, que es su propia tumba. Ese hueco se llena con la ilusión del dinero, del poder y del goce, de consumo, alcohol, droga, sexo..., pero sin tino ni norte, creándose un círculo vicioso que entierra lo más noble de la persona. Y, además, so capa de libertad. Una sociedad que no se articule en torno al bien común, sino sólo según las orientaciones de la mayoría gobernante, ya no es para todos, deja fuera a minorías diversas. Una verdadera democracia -se lee en Veritatis Splendor- sólo puede nacer y crecer si se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes. Y ese sólo es posible cuando se aceptan unas normas morales universales que, lejos de humillar la libertad, dignifican al hombre libre. Esas normas son de carácter racional y, por tanto, universalmente comprensibles y comunicables.

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