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Ni Adán ni Evo

La aparición de constelaciones de caudillos regionales y locales deseosos de imponer su poder de forma omnímoda, perpetuándose de por vida a lomos de la jaca, es consecuencia del fin de los virreinatos hispanos: todos culpables, sin excepción, incluidos los personajes de novela. Mas, como los medios materiales con que contaba cada uno de estos cabecillas no daban para suplantar directamente al poder español, se conformaron con inventar naciones donde no las había, y no huelga traer a colación que por aquel tiempo andaba Antonete Gálvez, el cartagenero marchoso (de Cartagena, España) dando guerra con su feroz escuadra contra Madrid, Murcia, Jumilla, Chinchilla y lo que cayese. En América tipos como Bolívar, Iturbide o López de Santa Anna intentaron crearse imperios personales de grandes dimensiones, se denominaran o no sus feudos con la egregia palabra. No les salió bien porque, una vez roto el precinto, todos los presentes quisieron pasar de mirones a comensales y surgieron gerifaltes mil, todos caudillos, todos mandando, con unos u otros envoltorios ideológicos o con ninguno: Rosas en Argentina, el doctor Francia en Paraguay, los López en el mismo país o, más tarde, los mexicanos Benito Juárez y Porfirio Díaz.

Junto con los caudillos aparecieron las naciones, de fronteras tan caprichosas e inventadas como los hechos diferenciales (por fortuna para ellos, aún no se había fabricado esta fea expresión), englobando y separando etnias, lenguas, culturas..., con los denominadores comunes de la tutela comercial inglesa, el caudillaje criollo y la esquizofrenia de detestar a España comportándose, no obstante, como lo que eran: los españoles de América. En ese panorama, los indígenas, al principio, se decantaron más bien del lado realista (por ejemplo, el ejército de indios bolivianos mandado por Goyeneche estuvo a punto de dar al traste con la sublevación de las provincias del Plata) y posteriormente se situaron al margen, donde quedaron relegados hasta la segunda mitad del siglo XX. El aplastamiento de los indios por las repúblicas independientes fue, ha sido y es, como mínimo, similar al del tiempo virreinal, y la literatura indigenista (Arguedas, Icaza, Alegría), exageraciones victimistas aparte, constituye un buen reflejo de lo sucedido a lo largo de estos dos siglos, de tal suerte que las sangrantes denuncias que durante el gobierno hispano realizaron infinidad de frailes, cronistas y viajeros (Cieza de León, Diego de Ocaña, R. de Lizárraga, Melchor de Liñán, L. Capoche, etc.) podrían haberse fechado dos o tres centurias más tarde.

Obviamente, los avances tecnológicos, el desarrollo capitalista propiciado desde el exterior, la penetración avasalladora de Estados Unidos en todos los órdenes, la masiva emigración europea y asiática, la liberación de los negros, la gran ampliación de las masas de población mulata y mestiza son factores que modificaron la composición de las sociedades y los comportamientos. Sin embargo, los indígenas siguieron al margen de la política, de la vida y de la historia, incluso en los países en que son minorías numerosas (México, Guatemala), casi mayoritarios (Perú, Ecuador) o resueltamente mayoría absoluta (Bolivia). Hace años, pues, que la irrupción indígena, de inmediato autoproclamada indigenista, estaba cantada. Con los antecedentes de que se parte y el inevitable concurso de europeos y norteamericanos que viven de, por y para el zascandileo multiculturalista, lo que podía -y en nuestra opinión, debía- manifestarse como reivindicaciones sociales y políticas que igualen a los indígenas con sus connacionales de cualquier otro origen racial ha derivado hacia movimientos etnicistas inmersos de hoz y coz en el más puro racismo. A la contra, pero de características idénticas a las que dicen combatir y con una similitud nada sorprendente con el de los negros estadounidenses. Y si muchos de éstos buscan en el islam una idea sobrenatural para oponer a la civilización occidental, los indígenas andinos no necesitan ayudas externas para enarbolar mesianismos redentores con los cuales chocar contra las inconmensurables y horrendas maldades del cristianismo y de la cultura hispánica.

Detrás de gestos folclóricos como el del peruano Toledo adorando al sol en Macchu Picchu, más allá de la retirada de la estatua de Pizarro de la Plaza de Armas de Lima (fundó la ciudad en 1535), o más acá de los delirios de recomponer el Tahuantinsuyo, empezando por el Collasuyo -es decir, el Alto Perú, o sea Bolivia, más o menos-, lo que está latiendo es la transformación en racial de un movimiento que, si se quedara en exigir igualdad de derechos y oportunidades para todos los habitantes, sólo podría concitar nuestra simpatía. Pero, al igual que los chiapanecos, no quieren ser ciudadanos de pleno derecho (mexicanos, bolivianos, peruanos, etc.) sino distintos -y a ser posible, privilegiados- en función de diferencias étnicas y culturales. O religiosas: ¿les suena?

Desconozco si los grandes estrategas de esta subversión a escala continental (Castro, Chávez, Marcos) son conscientes del potencial destructor de la caja de los truenos que están descerrajando para reforzar sus propios intereses (la permanencia eterna) mediante la debilidad general y si se percatan de lo muy inconveniente que es la atomización étnica, cultural, política y religiosa para la prosperidad, el bienestar y la libertad de los iberoamericanos (suponiendo que hagan suyos tales objetivos, que es mucho suponer) e incluso -a fortiori, y ésta sí que es buena- para enfrentarse a Estados Unidos y mantener una relación más justa con ese país. No lo sé, pero sí parece claro el resuelto designio de personajes como Evo Morales, que explotan la eclosión indigenista, para borrar en primer término los dos últimos siglos transcurridos, eliminando el criterio de igualdad ante la ley y el estado de todos los ciudadanos sustituyéndolo por relativismos de dependencia tribal o étnica (por ejemplo, elevando a rango de ley el derecho consuetudinario local) y, por añadidura, liquidar (más aún) los años comprendidos entre 1532 y 1824, erradicando toda huella hispana: de ahí la proclama, mal comprendida de este lado del mar, de acabar con el «pasado colonial». Al populismo incompetente, corrupto y no pocas veces histriónico de próceres como Yamil Mahuad, Bucaram, Menem (de origen árabe los tres), Fujimori, Alan García, C.A. Pérez y un largo etcétera, o de caudillos a la antigua usanza (Chávez), han venido a unirse indigenistas (Toledo, Morales) de apariencia enloquecida pero prestos a servirse de la pobreza y la incultura -de que son responsables, eso sí, los partidos tradicionales y las oligarquías nacionales- para resucitar fantasías místicas que devuelvan América del Sur a la víspera de la entrada española, en busca de un pasado idílico cuya perfección, irrebatible precisamente por inaprensible de hecho, se complace en airear las imágenes del Buen Salvaje y del Paraíso Perdido inventadas por europeos: no se va a salir del subdesarrollo, a conseguir agua potable o a lograr la alfabetización general a base de los cuentos de la Pacha Mama, de mesianismos místicos andinos y con el retorno al hombre primigenio, un Adán previo a la manzana, vaya. Mistificaciones ahistóricas paralelas a la vuelta al islam puro y perfecto de Mahoma que andan predicando los islamistas. Y con la misma meta: eliminar de la faz de la Tierra la civilización occidental, principio y fin de todos los males.

Que Evo Morales revoque o no los contratos con Repsol, o firme con otras compañías, otros países, es secundario (dependerá del volumen de las mordidas). Lo que de verdad ha de preocuparnos es la enorme capacidad destructiva de gentes espoleadas por el hambre y el mal gobierno. Y no será ningún consuelo que a la vuelta de muy pocos años no haya resuelto nada -como Toledo en Perú: siempre por culpa de otros, claro- y sus manifestantes lo corran o abucheen: desatados la irracionalidad, el fanatismo racial y el odio, el desastre será irreparable. Un escenario óptimo para la Alianza de Civilizaciones.

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