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El deshilachamiento

No es fácil hacer una simple enunciación siquiera del descenso y deshilachamiento de la cultura en la vieja Europa que parece decidida a disolverse en la modernidad de la nada, y mucho menos si pensamos en la España que más bien parece interesada en disolverse a sí misma; pero lo que no podría dejar de decirse a propósito del primer asunto es que ese tiempo de descenso es como una gran procesión funeraria.

Es largo ya el tiempo de los funerales de casi todo, o de todo realmente, desde el día en que Nietzsche vio al loco gritando en el mercado de la ciudad y en las iglesias, ante los perplejos habitantes de la ciudad, que Dios había muerto hacía ya doscientos años; y luego todo fue una cadena de noticias mortuorias del pasado, aunque también un festival por esto mismo, y por la aurora que amanecía con ello para la humanidad entera. Pero podríamos señalar un principio de todo esto, cuando ya estaba claro, en el festival de entreguerras de los ismos artísticos y literarios. Es decir, cuando el rostro y el cuerpo humano, pero también cualquiera otra de las hermosísimas formas del mundo animal y de la naturaleza fueron sustituidas por las visiones de cada subjetividad o la pura geometría. Pongamos que el día en el que el urinario pintado por el señor Marcel Duchamp recibió la misma honorabilidad que la de una virgencita de Filippo Lippi o una estancia de Vermeer. O, más bien mayor, porque sobre este viejo arte, corrompido y obsceno, como gustaban decir los surrealistas y otros istas, se alzaba el nuevo; y Cuanto más prusiano y bolchevique, mejor, decía el grito de guerra de los sepultureros de aquel viejo arte, literatura, pensamiento.

En los antiguos palacios que adquirían los nuevos ricos, ya no había capilla ni biblioteca, y su excelencia comenzó a medirse por la proliferación de los cuartos de baño; y la cortesía y la bondad comenzaron a ser síndromes de gentes enemigas del pueblo, y, desde luego, el amor gratuito a ser puesto a irrisión o explicado por las ciencias sociales de la bajeza mental y moral, únicas de recibo y honorables. Y así todo quedó -el hombre mismo- tan aligerado y convertido en puro útil, que Walter Benjamin comenzó a quejarse de que ya no había nada que contar del hombre nuevo; como años atrás Melville había advertido de que de las pulgas no puede hacerse historia, pero sólo porque no se había percatado de que al hombre nuevo lo que menos le importarán son la historia y las historias, las fábulas antropológicas que decían los darvinistas finiseculares, llenos de encono contra el alma; y prusianos y bolcheviques llegaron luego para poner en práctica todo ismo, y pero no en pinturas y construcciones, sino en la carne humana, convertida en material experimental de los sueños de esos señores de la Granja Humana, con la llave del nacer y el morir, la salud y la enfermedad en sus manos, y enrolando a la misma muerte como factor de progreso. Plenitud de los días nuestros.

Porque de lo primero que hay que hablar acerca de este asunto de la cultura que desciende y se disuelve es de las víctimas que esas ideas devoran y consumen en su asentamiento en Europa, de los miles y miles de europeos imbuidos por la vieja cultura, y que por eso mismo fueron eliminados por los dos grandes totalitarismos; mientras el poder era ocupado por gentes que a esa cultura odiaban, y hacían temblar a Gorki, que no era hombre de muchos escrúpulos, al solo pensamiento de que la civilización en sus manos se dirigía a su fin, porque sólo podrían generar mentira y fuerza bruta. Pero es más melancólico aún el otro pensamiento de que la transmisión cultural de generación a generación comenzó a hacerse imposible por la ausencia de los eliminados, y porque las víctimas y los muertos nunca han importado a la barbarie -que fue lo que Bajtín contestó a sus jueces para explicarles por qué no podía estar al lado del poder soviético-, y no son escuchados. De manera que ya no amenazaba a la humanidad aquella cultura media de la que hablaba Goethe como un mal, sino que esa humanidad se instalaba necesariamente en la nada, aunque esta nada no enseñe sus fauces y parezca una deliciosa estancia en lo banal.

Cada día oímos el ritornello de la pérdida y ausencia de valores, como si se tratase del problema del ama de llaves que, de repente, no es capaz de saber dónde ha puesto su llavero o que quizás lo ha perdido. Y hasta hay quienes piensan que hay que ir a la búsqueda de esos valores y retornarlos, que sería como poner cerraduras nuevas, pero para aquellas llaves viejas. Porque ¿acaso los famosos valores que se echan de menos no son precisamente los que se disolvieron con tanto gozo en la fiesta de la modernidad, y en sus invocaciones a los prusianos y a los bolcheviques? La fiesta ha sido un éxito, y prusianos y bolcheviques acudieron a la invocación y a la cita tan vehementes, y la Gran Ecuación ha sido realizada: ni mal ni bien, ni víctima ni verdugo, ni justo ni injusto, ni fealdad ni hermosura, ni ignorancia ni saber, ni verdad ni mentira, ni virtud ni vicio o crimen; todo es lo mismo y pura circunstancia, y el crimen, simple iniciativa de la subjetividad regida por las misma fuerzas que llevaron a Beethoven a crear su obra, y sólo descaminada por la perversidad social, de manera que sería injusto y perverso su castigo. Los famosos valores que se dicen echar de menos, y nos permitían distinguir la mano derecha de la izquierda, y nos impedían ser un vile pecus, eran la herencia de los padres que todos hemos rechazado y rechazando, y puesto, y seguimos poniendo, a irrisión pública. ¿Sembramos peras y queremos recoger cerezas? Ya estábamos avisados ciertamente de lo que sembrábamos, y seguimos sembrando.

Y, entonces, entre tantos avisadores de todo esto se recuerda, por ejemplo, a Baudelaire diciendo: «Exijo a todo hombre pensante que me muestre qué queda de la vida. Aunque, la ruina generalizada no se mostrará únicamente o de manera especial por las instituciones políticas o por el progreso generalizado o como se llame. Se mostrará en la bajeza de los corazones». Y podría decirse que, por lo tanto, en el comportamiento, ya sólo etológicamente previsible, y cada vez más determinable, de altos simios de psique algo compleja en las Granjas de aluminio y cristal.

Pero sabemos que, aunque la pretensión de la cultura de la modernidad es la de decir la última palabra tras la cual no habría respuesta, la realidad es que hay hombres que no han recorrido los senderos que llevan a esa última palabra. Europa y España pueden haber decidido suicidarse, y ello se veía venir de lejos. El Viernes Santo de 1913, un tío abuelo, por cierto, de Jean Paul Sartre, abandona Europa para irse a África. Se llama Albert Schweitzer, y estaba familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad -ya sin disfraz- que impregnan el continente. Pero quizás ya sólo hay miedo y fascinación del fin, de un final divertido.

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