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Tres Navidades

Uno de los hombres a quienes más debe la cultura europea es F.D.E. Schleiermacher, profesor de la Universidad de Berlín, con Hegel como vecino y alternativa. Junto con su primera obra, «Discursos sobre la religión a quienes entre los cultos la menosprecian», nos dejó una traducción de Platón que sigue siendo normativa. Fue traductor y teórico de la traducción, como fue pionero en tantas otras materias: hermenéutica, estética, ética. Su obra «Sobre los diferentes métodos de traducir» figura entre las rompedoras de tierra incógnita. La ha vertido al castellano el néstor de nuestros traductores, don Valentín García Yebra, y se la han copiado los franceses. ¡Será para resarcirse de los hurtos anteriores, en los que tantas obras griegas, alemanas y rusas fueron vertidas al español durante la época moderna, no del texto original alemán, sino desde una previa traducción francesa!

Siendo profesor en Halle, y poco antes de que las tropas de Napoleón invadieran aquellos territorios, Schleiermacher escribió una obrita significativa: «La celebración de la Navidad. Un coloquio» (1805). De su amor por Platón le nació la decisión de poner sus ideas en boca de tres participantes en un diálogo; de su admiración por Novalis, el sesgo poético que le dio. Debían responder cada uno a la pregunta: ¿por qué celebramos la Navidad? Leonardo, Ernesto y Eduardo van haciéndolo desde las convicciones y esperanzas que tanto la cultura como la religión vivían en ese momento en que la Ilustración francesa, la conmoción de las naciones y los soldados de Napoleón, desfilando por toda Europa, removían sus cimientos.

Si hoy tuviéramos que contestar a la misma pregunta, ¿qué respuestas daríamos? Probablemente aparecieran también tres: mito, historia, misterio. La primera sería la respuesta cultural: Navidad es la forma de levantar acta primero de un hecho astronómico y después de un hecho biológico. En el origen estaría el susto que arrastra la conciencia humana hasta el pavor cuando comprueba cómo llegando el solsticio de invierno el sol, hallándose en el trópico de Capricornio, va acortando la luz dentro del hemisferio boreal hasta el día más corto del año. ¿La luz decreciente y la cadencia creciente del astro luminoso no serían un símbolo de la de-cadencia, del ocaso inevitable de la vida humana hasta la extinción? La reaparición del Sol invicto recreciendo a partir del 25 de diciembre habría desencadenado la alegría e instaurado la fiesta a gloria del astro renaciente. Ese sería el sentido primero y último de la Navidad. A él se uniría el asombro que todo nacimiento suscita en el hombre. La vida humana renace eternamente; pervivimos y nos eternizamos en aquellos que engendramos. La sonrisa de un niño, llegando a la vida, alumbra la de todos los demás. Esta respuesta del mito, ¿es suficiente?

Para una generación que ya no pone su confianza en la naturaleza sino en la ciencia, y que por ello no se hace preguntas de existencia sino de historia, una segunda respuesta al porqué y al origen de la Navidad será muy de otro orden. Celebramos esa fecha porque en su origen está el nacimiento de quien removió los solares de la vida en Judea, dos siglos después invirtió el destino del Imperio romano y finalmente provocó un giro decisivo de la Humanidad. Su nombre es Jesús de Nazaret, reconocido como el Mesías esperado del pueblo judío y denominado en adelante con el termino griego Cristo que traduce la palabra hebrea «mesías». La cronología actual deriva del calendario establecido por Dionisio el Exiguo. Los cristianos, que antes habían contado los años según el sistema de Diocleciano, ahora los contarán a partir del nacimiento de Cristo. Cada cultura ha contado los años a partir del acontecimiento que consideraba epónimo: en Babilonia la conquista del país realizada por Seleuco Nicator, en Roma la fundación de la ciudad (ab urbe condita), en el judaísmo la creación del mundo y en el Islam la hégira. La Revolución francesa intentó en 1792 abolir el calendario vigente considerando que ella era el centro para toda la historia anterior y posterior. Cuando uno de nosotros escribe hoy una carta y pone la fecha está implícitamente haciendo un acto de fe: se sitúa a 2004 años del nacimiento de Cristo. Nuestra historia es la era de Cristo. Anno Domini escribían los latinos. Por eso quienes se quieren distanciar de esta implicación teológica eliminan las fórmulas «antes de Cristo» o «después de Cristo» y hablan de la «era común».

Junto con la respuesta de la cultura (mito del sol, mito de la infancia) y junto con la respuesta de la historia (el nacimiento de un judío, Jesús de Nazaret) está la respuesta cristiana. Esta no suplanta las anteriores, incluso cuenta con ellas, ya que la afirmación cristiana conecta con experiencias humanas universales y arranca de hechos particulares, pero los trasciende. Una vez que hemos comprobado la regularidad con el que el Sol vuelve a crecer y que el instinto de reproducción da continuidad a la especie humana, cesa el asombro. Tampoco es suficiente la respuesta histórica: hombres importantes ha habido muchos, judíos han nacido millones a lo largo de la historia y la significación de Jesús de Nazaret no es ante todo cultural, moral o política. La Navidad cristiana surgida como acto de agradecimiento ante Dios que se inserta en nuestra historia ha desencadenado la alegría creativa en cantos y versos, escultura y pintura, folclore y vestidura, vida y muerte. Uno de nuestros poetas tradujo así ese gozo fontal y fundador: «Si hacemos fiesta cuando nace uno de nos, ¿qué haremos naciendo Dios?»

Existir para los hombres es a la vez evidente y sorprendente; lo que tenemos a mano y entre las manos, factible y transformable, pero conocido entre dos absolutos desconocimientos: ¿qué nos precede y qué nos sucede? Suceder como lo que nos acontece, lo que nos recoge en la verdad y en la vida. La existencia es problema, mas no como lo simplemente todavía no resuelto o investigado, sino como lo insuperable. La existencia es misterio. La pregunta ante ella es de naturaleza distinta a la pregunta por los fenómenos constantes de la naturaleza o por los hechos particulares de la historia. ¿Qué nos funda y quién nos vela? ¿Nos precede un rostro amado y nos recoge un corazón diligente? Ese alguien, ¿permanece siempre en su allendidad y mudez o se habrá manifestado dentro de nuestra historia, tan gloriosa como pobre, tan silente como sonora? A nuestro misterio como enigma ¿corresponde otro Misterio como luz de vida y palabra de paz?

En Jesús de Nazaret Dios aparece y se da al mundo en solidaridad de destino y voluntad de iluminación redentora. Con ello otorga al hombre y a la historia confianza, dignidad y gozo máximos. La vida es sana, la historia es válida, la esperanza puede crecer, porque si Dios mismo ha tenido un corazón humano y ha nacido entre nosotros, nosotros podemos renacer a una esperanza absoluta que, manteniendo el mundo en su diaria inquietud, le abre a un horizonte sereno. Navidad nos introduce a un gozo silencioso y contemplativo, porque a Dios sólo se le reconoce en el temblor admirativo y amoroso de quien se sabe mayor que sí mismo, indigente de todo y capaz de todo, de quien no mide el mundo sólo por su dolor o riqueza sino por todo lo que la gratuidad, el amor y el perdón de otros y de Otro le pueden traer.

En su religioso pudor Machado adivinó el misterio de la Navidad: «¡Oh fe del meditabundo! /¡Oh fe después del pensar!/ Sólo si viene un corazón al mundo/ rebosa el vaso humano y se hinche el mar». Esa es la respuesta cristiana: el corazón de Dios se ha introducido en nuestro mar. Sólo quien en silencio es capaz de sosiego y asombro puede celebrar Navidad. Sólo quien convive con el pensar puede habitar en la fe. Entonces percibirá exultante que un corazón, el de Dios, ha latido en el mundo. Su divina plenitud, y sólo ella, hace rebosar de gozo el vaso nuestro, superando la soledad abismática de la existencia. Cuando murió Leonor el poeta clamaba: «Ahora ya estamos solos mi corazón y el mar». Después de que el corazón de Dios se ha insertado en la trama de los mortales, el nuestro se ha dilatado. El mar ya no es el abismo que amenaza, sino lo que nos dilata hasta la orilla misma del Infinito. La alegría es posible. Navidad no es un consuelo mítico ni un mero dato histórico; es el gesto de Dios que nos enciende el gozo y la esperanza.

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