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La huella colonial es alargada

Es difícil imaginar la exigua dimensión que representa la palabra «nada». Y, sin embargo, Mauritania existe, como prueba de que las ficciones matemáticas o literarias pueden tener un aeropuerto, una bandera y más de un millón de kilómetros cuadrados: el doble de España, para que el lector se percate del calibre que adquieren a veces los intereses políticos y económicos de las potencias que son o que fueron, en este caso la grandeur francesa.

En un punto de la costa atlántica se cruzan las supuestas avenidas Abd el-Naser y De Gaulle, de hecho meras carreteras cubiertas de arena, en el no menos supuesto centro de un lugar llamado Nuakchot. Las cabras triscan y ramonean a su aire en montones de basura sin más aliciente nutritivo que los plásticos. La embajada de Francia -verdadera Casa de Gobierno- se yergue aislada, marcando las distancias, mientras las demás se apiñan en una sola manzana, codo con codo y a la defensiva. El país sólo produce mineral de hierro que los franceses extraen por el ferrocarrilito que construyeran, en gran ángulo, eludiendo el ex Sahara Español, desde las minas de Tazidit hasta el mar. La pesca es cosa de extranjeros, el puerto de Nuakchot (casi vacío) lo hicieron los chinos y para ir en coche desde la capital a Nuadhibu (segunda ciudad) es preciso circular por pista playera a lo largo de 400 kilómetros. La Sharia, de modo más o menos explícito, se aplica con el rigor implacable de los convencidos: pedir una indigerible cerveza sin alcohol (otra no hay) fabricada en Canarias te convierte en tipo sospechoso a ojos de los camareros.

De repente dan fruto los cuantiosos ríos de dinero que durante muchos años regara Sadam Husein por el mundo, en especial en los países árabes de Oriente o en los arabizados de Occidente. Un ex militar con unos cuantos blindados y el caldo de cultivo proislamista de una población que vive en chabolas (perdón, bidonvilles: estamos en territorio de Francia) hace tambalear al Gobierno, más profrancés que prooccidental.

Nunca hemos creído que la invención de países en territorios cuyas poblaciones jamás tuvieron, ni dejaron de tener, la noción de independencia política como colectividad organizada fuese a redundar en bien de esos seres humanos. No obstante, en la década de los sesenta, ingleses y franceses se lanzaron a una carrera de promoción de entidades nacionales sin pies ni cabeza y sin otro fin que perpetuar el control de las metrópolis, con distinta suerte y resultados, porque la partida no la jugaban solos, también participaban EE.UU. y la URSS. Un juego siniestro del que salieron engendros como Níger, Malí, Alto Volta, Nigeria... o Mauritania. En 1960, De Gaulle -aún maniatado por la insurrección argelina- alumbró un estado más, con la salvaguarda del hierro y del control político sobre la nueva nación. Que careciese de base económica alguna, de cohesión cultural o de tradición política de ningún género no fue óbice para encomendar a un cabecilla tribal -Mojtar Uld Daddah- la fundación de una entelequia en la que los beduinos árabes (las mismas tribus del Sahara Español, el sur de Marruecos y el oeste del actual mapa de Argelia) no aceptaron, ni aceptan, que los negros del Sur, musulmanes o cristianos y de siempre sometidos como se somete en África, son sujetos de derecho y de derechos iguales a ellos. De ahí las recurrentes matanzas masivas de negros que ensangrientan la margen derecha del río Senegal, sin que casi nunca tales noticias alcancen a Europa. Y no sólo por conveniencia del Gobierno mauritano: France Presse no parece muy interesada en difundir tales inoportunidades. Como en Costa de Marfil, Ruanda, Sudán (¿saben de los dos millones de muertos ocasionados por la represión islamista?). Un largo etcétera, el de las guerras sin manifestación ni pegatina.

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