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No son los tártaros

En estos días, gentes sin mucha creatividad están comparando a G. Bush con un cow-boy, a J.M. Aznar con un lacayo, a Francia con la Libertad con gran mayúscula y así por el estilo. La falta de imaginación -indigencia cultural, en definitiva- que está demostrando una vez más la izquierda española es pavorosa. En los países árabes, empezando por la prensa iraquí, es moneda corriente comparar a los actuales norteamericanos con los mongoles que en 1258 expugnaron y arrasaron Bagdad dando muerte al último califa abbasí, en tanto al presidente americano se le parangona con Hulagu, conquistador de la ciudad y paradigma de exterminador entre los árabes. Tampoco se exprimen mucho las neuronas.

Sin embargo, la realidad previsible a partir de este momento -dejando aparte las vicisitudes militares que no son de nuestra competencia, pero que en todo caso no han de prolongarse demasiado, dada la descomposición y endeblez del Estado iraquí pese a todas las soflamas- apunta hacia un panorama poco similar al de la conquista tártara. Los detalles, los matices en suma, componen la esencia de las cosas y las diferencias no sólo estriban en la mayor capacidad de destrucción de las tecnologías empleadas en nuestro tiempo, también en los móviles de fondo y en los modos de comportamiento de los eventuales vencedores. Si el sufrimiento adicional para la población durante el ataque se consigue reducir al mínimo y es el último que provoca Sadam Husein, quizá pueda pensarse que valió la pena arrostrar la campaña internacional contraria y los costes materiales y humanos de ambos bandos.

Dentro de unos días tal vez se presente ante un tribunal internacional al clan que aplasta al Iraq desde 1968: suerte será para ellos no caer en manos de los mismos iraquíes, más directos y menos contemplativos que los occidentales.

Pero también se dará la primera ocasión de organizar el país según criterios y objetivos democráticos, de ayudarle económicamente sacándolo del agujero donde lo metió la megalomanía torpe del dictador y de comenzar en Oriente Próximo una línea de redistribución de fuerzas que frene al islamismo con una cuña prooccidental entre Irán y Arabia Saudí, verdadero foco central del problema. No es una carta a los Reyes Magos, sino una necesidad ineludible que los Estados Unidos deben tener muy presente si de verdad quieren legitimar su intervención, más allá de sus plausibles resquemores frente a un tirano dispuesto -y no de nuevas- a utilizar armas de cualquier tipo. Democratizar Iraq, establecer un equilibrio justo entre sus comunidades étnicas y religiosas sin abusos de nadie y convertirlo en un país digno del respeto internacional no son buenos deseos, sino un imperativo ético y político. Y tranquilícense los del «Sangre por petróleo»: el Iraq cobrará sus exportaciones de crudo a precio de mercado.

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