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Laicismo y socialismo real

EL fallecimiento de John Rawls ha suscitado una ola de comentarios que subrayan los aspectos de su obra más relevantes desde la óptica y circunstancia de sus autores. Vaya por delante la mía: un profesor de filosofía del derecho que, tras haberle dedicado para bien o para mal algunas páginas, contempla las aguerridas reacciones provocadas en España ante la posible constatación en un futuro tratado de la Unión Europea de su bien conocida herencia cristiana, e incluso de alguna mención a Dios.

Puesto a no reiterar diagnósticos tópicos, me permitiría catalogar a Rawls como uno de los más interesantes autores post-iusnaturalistas del recién acabado siglo. Ciertamente, en su búsqueda de un «pluralismo razonable», expresó la convicción de que no cabría llegar a un acuerdo «respecto de los dictados de lo que algunos consideran como la ley natural»; aunque admitiera a la vez que «instituciones que garantizan para todos los ciudadanos los valores políticos incluidos en lo que Hart llama «el contenido mínimo del derecho natural» pueden estimular también una adhesión generalizada».

Mi catalogación responde al convencimiento de que Rawls -al igual que su obligado contrapunto europeo Habermas- no hace sino abordar problemas a los que, desde sucesivos marcos históricos y filosóficos, se había intentado dar respuesta recurriendo a ese derecho natural que uno y otro no consideran posible fundamentar: qué es la justicia, cómo establecer la frontera entre moralidad privada y deberes públicos o en qué términos llegar a establecer un derecho de gentes interestatal.

Rawls aborda, por ejemplo, el viejo problema de esa adecuada relación entre libertad e igualdad en que toda teoría de la justicia acaba consistiendo. Lo hace apostando por una «igual libertad» de todos los ciudadanos, desde una perspectiva bien distinta a la del socialismo real de cuño marxista. No suscribe una descalificación de las libertades formales, que sólo se convertirían en «reales» una vez eliminada la desigualdad previa. Alineado con el peculiar liberalismo de la izquierda americana, tan diverso del europeo, admite la posibilidad de desigualdades legítimas. Su «principio de diferencia» va, por una parte, más allá de las meras desigualdades sociales, al analizar también las derivadas de la dotación originaria fruto de la «lotería natural»; pero dará luego vía libre a toda desigualdad de la que cupiera derivar ventaja indirecta para los menos favorecidos. Ofrece con ello una aprovechable receta a los que desde la transición nos vienen proponiendo teóricamente, con más que dudosa coherencia práctica, que «socialismo es libertad».

Evita así la rancia querencia a igualar por abajo propia de la izquierda europea, que, al convertir en prioritario el logro de resultados homogéneos para todos, se inclina a expropiar o restar libertad a los más dotados. Buena muestra de ello sería la conversión en quicio del sistema educativo de la «comprensividad», consistente en que todos estudien lo mismo obligatoriamente durante el mayor tiempo posible, para evitar nefandas diferencias por arriba. La receta, tiempo ha abandonada por quienes la experimentaron, fue importada luego entre nosotros con el retraso habitual por los progresistas de turno.

A estrategia no menos periclitada responden los actuales intentos de amalgamar socialismo con laicismo; baste recordar recientes reflexiones de Solé Tura o Barón a propósito de las, para ellos indigestas, raíces cristianas de Europa. También en esto Marx y Rawls van cada uno por su lado. La crítica del primero a las libertades formales se plasma, en «La cuestión judía», en un encadenamiento de paradojas coronado por la oferta de libertad religiosa a quienes necesitaban ser liberados de la religión. Para Rawls, por el contrario, un ámbito público sin religión resulta tan poco pensable como sin filosofía o sin convicciones morales: «doctrinas comprehensivas de todo tipo -religiosas, filosóficas y morales- forman parte de lo que podríamos llamar el «transfondo cultural» de la sociedad civil». Pretender instaurar una «razón pública» depurada de todo elemento de procedencia religiosa sería, pues, tan absurdo como aplicar tal actitud inquisitorial a lo filosófico o a lo moral.

No suscribirá, pues, una posible imposición de la asepsia laicista por esa autoconvencida minoría que la considera condición indispensable de la «libertad real» inseparable del socialismo. El problema consistirá para él, por el contrario, en cómo articular una pluralidad de doctrinas (religiosas, filosóficas o morales...), capaz de englobar de modo no sesgado a los capaces de razonar. Convencido como está de que «todos los ciudadanos abrazan alguna doctrina comprehensiva con la que la concepción política está de algún modo relacionada», parte sin mayor escándalo «del supuesto de que algunas de las principales doctrinas comprehensivas existentes son religiosas». Constatar que determinados ciudadanos secundan en el ámbito público un magisterio de orden religioso, sugeriría sólo una obviedad: «dadas la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos». «La razón pública no exige a los ciudadanos erradicar sus convicciones religiosas y pensar acerca de cuestiones políticas fundamentales como si partieran de cero, poniendo entre paréntesis lo que en realidad consideran premisas básicas del pensamiento moral». Cuando se opta por la libertad, el problema no es cómo liberar de la religión al ámbito público, sino cómo mantenerlo a salvo de toda inquisición: también la de esa minoría que pretende imponer a la mayoría su exclusión profiláctica.

Todo ello me vino a la cabeza cuando hace unos días, en el variopinto marco del Movimiento Europeo, el Abogado del Estado español ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estraburgo tuvo a bien recordar que la bandera europea, a diferencia de la norteamericana, no incrementa sus estrellas cada vez que se integra un nuevo Estado. Continúan siendo siempre las doce que en el Apocalipsis rodean a la mujer vestida de sol, con la luna a sus pies, de obvia referencia mariológica. Pretender, a la vista de tan sospechosa procedencia, que Europa cambie de bandera, sería tan absurdo como exigir a los países escandinavos que eliminen la cruz presente en todas las suyas; pero en España hay quien quiere seguir siendo diferente. Universidad hubo que, movida por «el celo sacerdotal de los incrédulos» que temiera Machado, consideró irracional la presencia en su escudo de la mujer vestida de sol... Por lo visto, la tarea está aún por completar. Con un respeto a la libertad similar al de los fenecidos defensores de la España portadora de valores eternos, algunos pretenden convertirla ahora en su más celosa erradicadora. A Rawls no le habría parecido nada razonable...

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