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Tú y la integración de los inmigrantes

INTEGRAR a los inmigrantes es incluirlos en la ciudadanía como otros más de nosotros. Si la ley les concede derechos más o menos restringidos pero nosotros requerimos que tengan los mismos que tenemos nosotros junto a todas nuestras obligaciones, se debe a que hablamos en nombre de nuestra cultura de derechos humanos, esa parte tan sustancial de nuestra cultura que les interesa a ellos y la necesitan. Y el hecho de que se lo ofrezcamos ya es un cambio cultural para muchísimos de ellos. El hecho de que vengan a nosotros a mejorar, también indica por sí mismo que ya han efectuado cierta ruptura con moldes tradicionales de esperar que alguien o alguna fuerza misteriosa mejoren las duras condiciones de vida en su tierra. Emigrar es ya un gran dispositivo cultural de cambio pues significa abordar la vida propia con esperanza, abrirla a un futuro incierto pero mejor, con la capacidad individual y cierta audacia personal.

La integración está planteada como un poliedro de múltiples caras. Todas deben formarse para que se configure como hecho social. Y todas se forman en la interacción cotidiana; y eso lleva tiempo y cuesta también nuestro esfuerzo. Las caras se refieren a los múltiples aspectos de la vida social, desde los laborales hasta los convivenciales en el barrio o la comunidad de vecinos, desde los jurídicos hasta los psicológicos. Pero no es la inmigración la que realiza en su conjunto o en supuestos bloques, compartimentos o fratrías étnicas esa operación de integrarse, sino que son los inmigrantes, uno a uno considerados, quienes deben ir venciendo cada día la dificultad jurídica, la laboral, la de encontrar vivienda digna y asequible a sus medios, la de una escuela que atienda a sus hijos y los eduque o una sanidad que, además de curar, entienda la somatización de múltiples conflictos psicológicos de una vida cotidiana difícil. Cada inmigrante, cada familia inmigrante es un poliedro singular desde su debilidad económica, su capacidad de trabajo, su resistencia y afán de superación. Por eso la integración tiene un costo humano, singular y concreto en cada inmigrante así como en cada vecino de inmigrante y en cada vecindario de inmigrantes. Vecindario que suele ser más bien de clase media para abajo, formado generalmente por paisanos que no siempre lo tienen fácil, ni económica ni socialmente. Por eso esa integración tiene mucho que ver con la mejora económica y social de la propia ciudadanía española, la más desvalida profesional y socialmente sobre todo, para que no se resienta al ver que otra gente pobre aspira a mejorar y compite con ella en la búsqueda de los recursos. Por eso, invertir en nuestros jóvenes sin trabajo o con precariedad contractual es invertir en integración social. Invertir en vivienda asequible para todos o invertir en las madres con hijos es invertir en integración social. Invertir en mediadores culturales y aulas-puente en los colegios, así como en inmersión lingüística de los trabajadores es invertir en integración social. Invertir en recursos sociales en los barrios más desasistidos es también configurar la mejora de los inmigrantes.

Pero ¿cómo asociarles a nuestra vida diaria sin aprender a fiarnos de ellos? Ese es nuestro primer y mayor aprendizaje, que lograremos cuando desechemos múltiples costumbres nuestras, producto de haber mirado siempre de reojo al extranjero, al pobre y al gitano. Asociarles a nuestra vida no es pasar de ellos, dejando que ahí se las compongan ellos o se marginen, sino que es intervenir en su vida, preguntarles algo cuando te cruzas en la escalera de casa o en el ambulatorio, saludarles cuando recogemos al niño del colegio y hasta compartir el asiento del autobús en lugar de ponerte a buscar algún otro. También es alquilarle el piso a un emigrante como si fuera un español cualquiera, pues fiarse del inmigrante es no importarte de dónde viene ni cómo es sino únicamente que ha venido hacia ti. Y tú le hablas de tu miedo a que te destrocen el piso y razonas con él. Y confías en que te pagará la renta y te tratará bien el piso. Y se lo expresas con buenos modales. El gueto inmigrante lo fabrican también nuestros silencios con él, nuestras huidas de él y nuestros desprecios hacia él. Su etnización la construimos nosotros mismos desde el momento en que no nos interesa nada suyo, salvo al sentirnos molestos por alguno de sus rasgos o hipócritamente escandalizados por algunas prácticas suyas que incluso han sido también nuestras hasta casi ayer mismo. ¿No fue precisamente el no fiarse de ellos lo que promovió la guetización en reservas de los indios americanos? ¿Alguien cree todavía que la centenaria segregación de los gitanos se debe únicamente a que a ellos les gusta vivir así? ¿No fue el miedo y el horror a mezclarse con el negro lo que fortaleció el gueto afroamericano?

Asociarles a los inmigrantes a nuestro proyecto ciudadano no es, sobre todo, hablar de ellos solamente cuando se presenta algún conflicto. Como cuando a diario informa la prensa sobre inmigración, que lo hace con una actitud de irritante impertinencia o generalización abusiva de algún rasgo circunstancial e incomprendido, como fue lo del pañuelo de una niña en el colegio. La tarea de asociar a los inmigrantes exige que nuestra sociedad y, en especial, los medios de comunicación asuman la información relativa a ellos desde la perspectiva de aproximarlos a nuestras instituciones políticas y culturales y de aproximarnos a entender sus problemas diarios. Hablar o informar de un conflicto con inmigrantes implica hacerle comprender al lector o televidente que algo que funciona mal puede ser solucionado con algún tipo de medida o actitud que está en nuestras manos. ¿No son sintomáticamente escasas las informaciones sobre algunas de las miles de muestras cotidianas de inmigrantes insertándose laboral y culturalmente, esforzándose en cumplir nuestras leyes, en aprender español, en imitar nuestras costumbres, en contactar con españoles para ser otro cualquiera más de ellos, en ir al colegio, en contraer hipotecas de vivienda, en conocer la legislación y los derechos, en promocionarse profesionalmente, en comprometerse y casarse con ciudadanos españoles? ¿Por qué todo eso no llega a ser noticia?

Integrar a cada inmigrante supone relacionarte con él como con cualquier otro ciudadano. En eusquera, el término «relación» se dice har-eman, es decir, «coger-dar», significando que lo característico del enganche humano es la reciprocidad, el «quedarse» uno con otro porque el otro me aporta algo. La relación entre humanos es siempre algún tipo de interés. La reciprocidad, que es también que le pagues como manda la ley a tu asistenta de hogar o a tu empleado y que éstos cumplan contigo y con la ley implica que un inmigrante deje de serlo y se vuelva ciudadano que vota en el municipio, interviene en la Autonomía y participa en los comicios para la elaboración de las leyes y el buen gobierno del país. Visualizar la integración de los inmigrantes consiste, en consecuencia, en que los aceptemos ya como bastante más que trabajadores. Es hacer lo que hicieron, por ejemplo, nuestros antepasados que, dejando su provincia, se fueron para Madrid, Bilbao o Barcelona a vivir, juntarse y mirar para adelante.

Los programas públicos orientados a la igualdad del reparto de derechos y bienes sociales son absolutamente necesarios, pero no suficientes, porque además se te requiere a ti como parte de la buena práctica ciudadana que evite discriminar; y también se te requiere a ti en la deliberación y debate públicos.

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