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Palestina, entre la retórica y el realismo

EL 10 de septiembre de 1993 Israel y la OLP daban un paso histórico que llenó de esperanza a las muy cansadas poblaciones judía y árabe habitantes del antiguo territorio de Palestina: proclamaron su reconocimiento mutuo. Antes, en 1991, los acuerdos de Madrid y, posteriormente, los de Oslo, habían ido precedidos de momentos de tensión gravísimos, en un caso la segunda guerra del Golfo y en el otro la enésima confrontación seria en el sur del Líbano. Parecía cumplirse el aserto de que era necesario llegar al límite del empeoramiento para que la insoportabilidad de la crisis forzara a los contendientes a buscar soluciones. Sin embargo, de modo paralelo, en los últimos años cada vez que se ha vislumbrado un curso aceptable -aunque nunca feliz- hacia la paz, ya de manera estable y duradera, aunque costosa e ingrata para ambos (todos atesoran la memoria de agravios fundados) han intervenido de modo eficaz fuerzas dispuestas a mantener la situación en el disparadero, sabedores de que su propia supervivencia de extremistas depende en gran medida de la subsistencia de sus contrarios: el asesinato de Rabin, el rechazo de Arafat del plan de desmantelamiento de colonias judías en Cisjordania o el lanzamiento de la segunda «intifada», ante una Autoridad Nacional Palestina por completo inoperante y desbordada, son los hitos principales del desastre.

Es difícil decantarse por uno de los dos platillos de la balanza sin contribuir a seguir cargándolo de muertos, de infelicidad, de injusticia. Hace mucho que las grandes palabras (justicia, moral, derechos humanos) sobran, secuestradas y monopolizadas por rimbombantes tartufos, tornadas en mero relleno, paisaje obligado y baldío. No es un diálogo de sordos sino la contraposición de monólogos cargados de razón y de razones: destrucción de archivos, de cascos urbanos históricos, voladura de viviendas, bombardeos indiscriminados, usurpación de «nuestras» tierras, y muertos, muchos muertos, dicen unos; amenaza constante de exterminio, terrorismo enloquecido y ciego, negación del derecho a vivir en una tierra en la que ya nacieron nuestros abuelos, argumentan los otros. Si los extremistas judíos agravan la situación con actos inaceptables como la política de asentamientos o la anexión «manu militari» de la ribera del Jordán, sus homólogos árabes les suben la parada y lanzan una campaña de asesinatos masivos contra la población civil que debería avergonzar a cualquier amigo sincero -y no oportunista- de los árabes.

La culpa de todo la tiene siempre el contrario y el intercambio de acusaciones se eterniza, pero los dirigentes árabes se regodean con los muertos ajenos: algazara general («Del Golfo al Océano») el 11 de septiembre; «los israelíes se merecen los atentados suicidas, porque son ocupantes», dictamina el exquisito Asad, presidente-heredero del otro Asad, el carnicero a cañonazos en Hamat y Homs...

Una maraña de acusaciones en que los árabes se agarran al pasado próximo por el hecho incontestable de que allí había pocos judíos a principios del siglo XX, pero de forma sistemática se niegan hasta a mencionar u oír otros hechos no menos incontestables que requerirían un esfuerzo autocrítico en el que jeques, oficiales golpistas trasmutados en presidentes y cabecillas palestinos no siempre santos saldrían muy mal parados y hasta simplemente saldrían : si entre 1948 y 1967 no se estableció un estado palestino en Cisjordania y Gaza no fue porque lo impidera Israel sino Jordania y Egipto; los estados árabes han instrumentalizado, usado y abusado de los palestinos en grados bochornosos, desde las mayores tragedias (septiembre del 70 no fue obra de Israel precisamente, sino de la Legión Árabe jordana) hasta la picaresca de truhanes: en mis primeros tiempos en Egipto, la Liga Árabe donaba bequitas de 15 libras esterlinas a los becarios palestinos -no era para echar barriga- y el gobierno egipcio les aplicaba el cambio oficial ficticio de libra esterlina por libra egipcia, con lo que les esquilmaba tres cuartas partes de sus ingresos. No es edificante referir tales lances pero, ya se sabe, el culpable es quien lo cuenta, no quien lo hizo. Mas dejemos el baúl de los recuerdos para cuando sea menester.

Partidos religiosos extremistas aparte (y los hay de su padre y de su madre) Israel ha dado muestras de racionalidad, ya que no de bondad o largueza, renunciando a aquella quimera boba de «Israel, del Éufrates al Nilo», haciendo la paz con Jordania y Egipto, retirándose del Líbano e intentándolo con Siria. No parece discutible que hasta los miembros más cerrados del Likud son conscientes de la necesidad -y conveniencia- hasta para ellos de establecer un estado palestino. La cuestión es cuál estado, de qué características y con qué orientación, algo que sólo pueden y deben dilucidar en negociaciones entre las partes. Y sería bueno que los palestinos respondieran con idéntico realismo, sacudiéndose de encima a la burocracia corrupta y a los movimientos islamistas obstinados en condenarles a otros cincuenta, cien, doscientos años de sufrimiento (tarea nada fácil, justo es reconocerlo): ¿con qué derecho lo hacen, quién les ha investido del poder de amolar a sus compatriotas a los que tanto dicen amar? Es previsible que Arafat y su interminable clientela se resistan a la retirada, a convocar elecciones libres y a garantizar el fin de la locura criminal de los islamistas (nadie explica por qué entre los suicidas asesinos no hay cristianos) que han conseguido dar un giro peligroso, pero eficaz, al conflicto nacional palestino, convirtiéndolo en un campo de batalla más de su confrontación con Occidente, al tiempo que pasa al limbo de los ilusos la pretensión de conformar un estado laico y aconfesional: no en vano están erradicando el cristianismo de aquella tierra.

La reciente propuesta de Bush arrastra varios inconvenientes, el primero su procedencia; el segundo, el férreo control de la población palestina por una burocracia más atenta a regar el mundo con «embajadas», sabrosos comederos, que a resolver la horrenda situación económica que padecen los palestinos (y no sólo por culpa de Israel); el tercero, la enorme capacidad de resistencia de unas gentes carentes de todo y acostumbradas a una frugalidad para nosotros inimaginable. No somos adivinos para profetizar el futuro, pero tampoco el pasado debe constituir una barrera insalvable, pese a los agravios que todos esgrimen. Todo se puede discutir y transar, hasta Jerusalén. Ojalá.

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