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Un Compasivo sin compasión

Si Angela Merkel, Condoleezza Rice, Donald Rumsfeld y otros imperialistas similares no lo hubieran evitado, un afgano de nombre ´Abd ar-Rahmán habría muerto dentro de pocos días a pedradas. Denunciado por su familia -como es natural-, las autoridades de su país, tras juzgarle y exhortarle a que depusiera su extravío (haberse convertido al cristianismo), le habrían sometido a la preceptiva y salutífera, por aleccionadora en casos como éste, pena de muerte. La apostasía (radd, irtidád) en el islam significa la extinción de la personalidad civil del individuo y según todas las escuelas jurídicas es forzoso aplicar la máxima pena al reo, si bien dándole la oportunidad de retractarse; y todo ello a pesar de que el Corán no indica expresamente tal castigo, limitándose a duras condenas morales y amenazas para la otra vida. Las legislaciones penales de los distintos países islámicos oscilan, pues, en la punición: desde tres o cuatro años de cárcel (Marruecos, Túnez) a lapidación (Arabia, Afganistán), pasando por la muy frecuente alternativa de que la comunidad, por propia iniciativa y sin más preámbulos, se tome la justicia por su mano. La inexistencia de una sola cabeza y una jerarquía que elabore la doctrina y las normas de comportamiento de modo unificado y coherente provoca una disparidad de sanciones, en especial en aquellos estados donde la shari´a, al menos en apariencia, no funciona como ley civil y código penal. Por supuesto, el culpable carga con penas adicionales: disolución de su matrimonio y nulidad de su testamento. Y si el disidente consiguió poner en cobro su vida, de la pérdida de sus bienes no le salva nadie. La muy autorizada conclusión de F.M. Pareja cierra el panorama: «...puede sacarse la importancia que la ley de la apostasía tiene para la conservación del cuerpo del islam. Que el porcentaje de los que se salen sea tan exiguo, puede deberse al temor, ciertamente no infundado, de que trasluciéndose el intento, haya dura reacción en el medio familiar y social en que se vive; por la misma razón se evita entrar en averiguaciones con representantes de otras religiones, y los pocos que se lanzan a dar el paso saben que se lo juegan todo».

El Esclavo del Misericordioso, o el Siervo del Compasivo (eso significa ´Abd ar-Rahmán en árabe) ni es el único ni el primero que se enfrentaba a una persecución pareja: en el norte de África desde hace unos años la prensa local, con ecos muy insuficientes en la europea - ¿por qué será? -, da testimonio de su ira y escándalo a causa de los modestísimos intentos de pastores protestantes que pretenden cristianar a unos poquitos moros. El catolicismo, ya en los tiempos coloniales franceses (Marruecos, Argelia, Túnez), renunció al proselitismo precisamente para conseguir, de favor, una cierta tolerancia para con los católicos, todos extranjeros, que por una u otra razón por allá recalan. Pero los evangélicos son más peleones, o se saben más respaldados por grandes organizaciones y hasta por organismos estatales de sus países, y hacen lo que deben: tratar de extender el mensaje de la Verdad, tal como ellos lo conciben, igual que actúan los musulmanes en Europa, aunque no gozan como éstos del palmoteo multiculturalista. Consecuencia inevitable es una ristra de acosos, detenciones, procesos, expulsiones..., patentizándose un estado de opinión que demuestra, por la vía más cruda, que reciprocidad e islam son conceptos antitéticos: los casos de los pastores Dean Malan, Jack Wald o Chris Martin ejemplifican bien la situación, en Marruecos, de ambigüedad calculada y abierta a todo género de arbitrariedades. Como lo documenta un cúmulo de noticias de los últimos tiempos: «Cuatro muertos en los disturbios anticristianos en Alejandría», «Seis hombres decapitan a tres estudiantes en Indonesia por ser cristianas», «Siete cristianos (indios) son liberados en Arabia Saudí con la condición de renunciar a su fe», «Detienen a cinco personas en Marruecos por llevar Biblias», «Los integristas imponen el velo entre las cristianas indonesias», etc.

Pero el caso del afgano ´Abd ar-Rahmán es más grave por ir implícita la pena de muerte al tratarse de un apóstata. La trágica paradoja de que su nombre porte la idea de «compasión» roza los terrenos del humor negro: Allah -tan adjetivado de Clemente, Misericordioso, Apiadable, Compasivo, etc. - es implacable en este mundo con sus adeptos, si no se arrepienten, por añadidura a cuanto pueda suceder en el Otro. Mas como de la Ultratumba no hay nada seguro, parece conveniente irse adelantando en los castigos. Obviamente, no es Allah o Dios el inclemente y vengativo, sino sus representantes e intérpretes terrenos, reales y bien visibles. Así, un jeque, ´Abd ar-Ra´uf -cuyo nombre también significa «Siervo del Compasivo»-, con fama de «moderado» por haber sido encarcelado en tiempo de los talibanes (a saber por qué), proclamaba que si el Gobierno afgano no actuaba, él mismo se encargaría de enviscar a las turbas para que lo mataran. No parece que tales dicterios provengan del amor al prójimo sino del apego a la hisba, un término no coránico que, entre otras cosas, sirve para indicar el deber de todo musulmán de «ordenar lo correcto y prohibir lo censurable» (al-amr bi-l-ma ´ruf wa-n-nahy ´an al-munkar): ya sólo falta que nos pongamos de acuerdo en los sentidos respectivos de correcto y censurable, tarea excitante para antropólogos relativistas y aliados civilizatorios de toda laya.

Un último aspecto nada baladí es la actitud de nuestros multiculturalistas, eternos cazadores de pruebas para sus experimentos, conducentes siempre al mismo puerto, el de la pasividad y la inacción ante la brutalidad por mor del respeto a todas las culturas, tomadas en pie de igualdad: ejemplos como el de ´ Abd ar-Rahmán demostrarían el fracaso de Estados Unidos en su invasión de Irak y Afganistán. Si, en un lapso de tiempo muy corto y en estado de guerra permanente, el burka persiste o las mujeres continúan aplastadas, o se sigue aplicando la pena de muerte por apostasía, la conclusión es clara: la intervención no ha servido para nada, con lo cual habría sido preferible abstenerse y dejarlos en su paraíso preindustrial. La falacia del argumento es notoria, porque sólo mediante el contacto generalizado y sostenido desde posiciones de fuerza (económica, cultural), que faciliten la evolución interna, desaparecerán a medio y largo plazo estas prácticas inhumanas. Pero los multicultis son clarividentes: las gentes del Tercer Mundo deben mantenerse en su papel de parque temático de pintoresquismos y folclore, para nuestro disfrute esteticista y viajero, algo muy bien comprendido e interpretado por la actual vicepresidenta del Gobierno español en su reciente gira turística por el este africano. Si en el mundo hay unos cien millones de mujeres destrozadas por la clitoridectomía -la inmensa mayoría musulmanas de Egipto, Sudán y Somalia-, no hay por qué enturbiar los divertidos pases de modelos enfrentándose al horror y conviene ignorarlo, de la mano de la ministra local de Sanidad -¡y premio Nobel de la Paz!- Wangari Maathai, ferviente partidaria de la mutilación, identidad nacional de Kenya.

Por fortuna, nos llegan voces de por allá (Wole Soyinka, Ayaan Hirsi Ali, Salman Rushdie, Bassam Tibi), aunque con frecuencia refugiadas por acá, que nos piden cuentas por tanto escapismo y cobardía frente a tradiciones indefendibles y reclaman nuestro apoyo para combatir el salvajismo, peor que mejor enmascarado de color local. Apoyo que, por fortuna, ha servido de algo al Siervo del Compasivo. Y uno no deja de preguntarse si las tropas españolas -Rodríguez y Moratinos con el ramillete de nardos amarrado a la cadera-, en aras de la Alianza de Civilizaciones, se hallan tan lejos para apuntalar un sistema sociocultural cuya característica principal es la barbarie. No estamos hablando de que huyan, como en Irak, sino de que su presencia sirva, de consuno con los otros aliados, para ir aliviando un tantito a una sociedad tan infeliz, tan reprimida.

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