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Unos centímetros de tela

La delicada cuestión de las relaciones entre islam y Occidente salta de nuevo a la palestra en un contexto tan sensible como el educativo. En concreto, con ocasión de una reciente decisión de la House of Lords británica (que cumple una función parecida a nuestro Tribunal Constitucional), relativa al derecho de una estudiante musulmana a vestir el jilbab en contra de las normas de vestimenta de su colegio. La Cámara de los Lores revoca ahora una sentencia de la Corte de Apelación en favor de la demandante. Vale la pena explicar los hechos del caso, cuyo interés supera la circunstancia, anecdótica, de que la abogada de la joven musulmana era Cherie Booth, católica, y esposa del «premier» británico Tony Blair.

La protagonista es Shabina Begum, una adolescente nacida en Inglaterra en el seno de una familia originaria de Bangla Desh. Fiel a una interpretación estricta de la shariah, Shabina piensa que el jilbab es la única prenda decente para una mujer musulmana que ya ha pasado su primera menstruación. El jilbab es una larga túnica que cubre el cuerpo entero salvo la cara y las manos, y sirve para ocultar las formas características del cuerpo femenino. Esa prenda no está comprendida dentro de las normas de vestimenta de su colegio -Denbigh High School-, que imponen un uniforme en términos bastante flexibles. Así, las jóvenes musulmanas pueden vestir el shalwar kameeze: un conjunto formado por pantalones y por un vestido en forma de gran camisa que llega hasta media pantorrilla, bajo el cual deben llevar el jersey del colegio. Les está permitido llevar un pañuelo en la cabeza, de color azul marino.

Las estudiantes islámicas que quieren vestir de acuerdo con su tradición religiosa nunca encontraron dificultad para adecuarse a estas normas. Tampoco Shabina tuvo problema alguno durante dos años, hasta que, al cumplir 14 años, decidió que el uniforme escolar era indecoroso porque dejaba al descubierto los tobillos y una parte demasiado grande de los brazos. Por eso, al comenzar el curso en septiembre de 2002, acudió a clase con el jilbab. Iba acompañada de su hermano y de otro joven musulmán, quienes, al parecer, reaccionaron de modo «poco razonable y amenazador» cuando el personal del colegio indicó a Shabina que debía marcharse y regresar vestida con el uniforme. La joven prefirió la confrontación a la búsqueda de soluciones, que incluían la oferta de otros colegios públicos próximos donde hubiera podido vestir como deseaba. El resultado fueron dos años de ausencia de las aulas. Por voluntad propia o por el estímulo de otros, Shabina sirvió de víctima de la causa islámica en Occidente.

Denbigh High School es una compleja comunidad escolar. Estudian jóvenes, de entre 11 y 16 años, que proceden de veinte etnias y diez religiones diferentes. Se hablan cuarenta lenguas distintas. Casi el 80 por ciento de los alumnos se declaran musulmanes, en su mayoría con origen en Pakistán o Bangla Desh. La directora, también de familia musulmana, ocupa su cargo desde 1991. El progreso de la calidad del colegio ha sido notable durante su mandato: de estar muy por debajo de la media nacional, ha pasado a superar con mucho el estándar de los centros con alumnado equivalente. Una de sus prioridades ha sido la política de integración social, dentro de la cual se enmarcan las normas relativas al uniforme. Al determinar las reglas de vestimenta, la dirección del centro mostró una sensibilidad poco frecuente para acomodarse, en lo posible, a la diversidad cultural y religiosa de sus alumnos y a las necesidades de las estudiantes musulmanas. Se consultó a líderes religiosos islámicos afincados en Inglaterra, para hallar un punto de equilibrio dentro de la variedad de interpretaciones existentes en el complejo mundo del islam sobre qué atuendo es decoroso para la mujer.

La sentencia de la Cámara de los Lores reconoce, y alaba, esa positiva búsqueda de un clima de integración y tolerancia. Por eso declara que la dirección de la escuela obró acertadamente al mantener una actitud firme frente a la estudiante. Uno de los jueces -la baronesa Hale- afirma que las normas sobre el uniforme del colegio constituían una medida muy apropiada para conciliar dos intereses opuestos: por un lado, el respeto a la libertad religiosa individual y a la identidad cultural de las minorías; y por otro, la necesidad de asegurar, en la práctica, la libertad de elección de las musulmanas frente a posibles presiones familiares o sociales dirigidas a imponerles una prenda que, para muchos, simboliza el sometimiento al varón. Armonizar ambos intereses resulta importante en el ámbito educativo, que debe enviar el mensaje de que la práctica de la religión ha de ser compatible con la noción occidental de derechos humanos y de igualdad de género.

La pasividad con la que el islam europeo ha recibido esta sentencia contrasta con el entusiasmo que acompañó, hace un año, el fallo de la Corte de Apelación (que dio la razón a Begum no por estar en desacuerdo con el colegio en cuanto al fondo de su decisión, sino porque no se había seguido el procedimiento adecuado). Y es que esta controversia tiene por objeto algo más que unos centímetros de tela. Existe una tensión potencial entre los derechos y libertades reconocidos por el Convenio Europeo de Derechos Humanos, que fue creado hace más de medio siglo por países de Europa Occidental que, en general, compartían la tradición judeo-cristiana, y algunas de las interpretaciones de la fe islámica que se refieren a la posición de la mujer en la sociedad y a otros temas directamente vinculados a las libertades individuales. De hecho, el Tribunal Supremo del «nuevo Afganistán» ha estado enjuiciando estos días, por delito de apostasía, a un musulmán convertido al cristianismo. Y ha sido absuelto no porque se le reconozca un derecho a cambiar de religión, sino por razones procesales técnicas; lo cual demuestra, en el mejor de los casos, la poderosa influencia de los líderes religiosos locales, que exigían su condena a muerte.

Ésta es, a un tiempo, la fortaleza y la debilidad de las democracias occidentales. Poseemos el mejor sistema que históricamente se haya construido para proteger la libertad de las personas, y los poderes públicos deben siempre proporcionar una razón de peso para restringir la libertad de expresar la propia religión. Pero debemos ser muy estrictos en el mantenimiento de ciertos principios, para evitar el riesgo de que ese sistema sea utilizado para permitir el desarrollo de fuerzas que intenten debilitarlo desde dentro.

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