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I.- Símbolos paganos y crímenes sagrados

Símbolos paganos ocultos en la Catedral de Chartres

Capítulo 1, página 18:

«La conferencia de aquella noche -una charla con presentación de diapositivas sobre la simbología pagana oculta en los muros de la Catedral de Chartres- seguramente había levantado ampollas entre el público más conservador».

[La paginación de El Código da Vinci corresponde a la edición en castellano de la editorial Umbriel, 2003, según papel.]

Lo que insinúa Brown en esta frase resulta capital para la trama de su novela. Según él, en el seno de la Iglesia habrían sobrevivido fuerzas que testimoniaban una religiosidad anterior que, para poder sobrevivir, habrían tenido que ocultarse. Esta religiosidad pagana se manifestaría según él, por ejemplo en la misteriosa inclusión de símbolos paganos en templos católicos. Veamos si es cierto.

En los comienzos de la Iglesia, muchos cristianos no solían guardar excesivo aprecio por todo aquello que rememorara o aun diera a entender una remota valoración de las religiones paganas. Era lógico por muchos motivos. El primero, el recuerdo de las persecuciones. No sólo las de los tres primeros siglos, bajo el Imperio romano, puesto que también después, fuera del Imperio, los cristianos tuvieron que padecer el furor y el celo de los cultos paganos. Pero no se trataba simplemente de ese lógico resquemor. Durante muchos siglos se discutió cuál había de ser la relación entre los cristianos y la cultura pagana. Quienes querían romper todo vínculo con el mundo antiguo insistían en que los productos del paganismo conservaban «la marca de la casa», que hacía evocar un mundo que pretendía tener sentido al margen del Dios único, y que el arte pagano siempre solía estar mezclado con obscenidades y superstición. Para ellos, en la instrucción y en la vida cristiana, la cultura pagana no tenía ningún papel.

Por el contrario, la mayoría de los pensadores cristianos ha sostenido siempre que, exceptuando las obras que sean intrínsecamente inmorales o que no tengan calidad, las obras de la cultura pagana son buenas y útiles para la vida de los cristianos, y que no hay que desprenderse de ellas.

En buena medida esta discusión se suavizó durante la Edad Media: esos mil años en los que el cristianismo recreó la cultura y la vida occidental. En general se vivió un gran optimismo cultural. El paganismo era un recuerdo lejano, no una presencia inquietante. Es durante esta época cuando más libertad adquiere el arte cristiano para sintetizar elementos originarios de tradiciones diferentes, sin por ello introducir mezclas en la religión revelada. Es, pese a que a muchos les suene extraño, el momento en que la razón humana se vuelve más audaz. A nadie le extrañaba ver en templos católicos temas ornamentales tales como grifos, arpías, faunos, y todo tipo de personajes mitológicos, dentro de un plan educativo que nada tenía que temer de estas creaciones de los hombres. Eran muy útiles para ejemplificar actitudes morales o simplemente para dar mayor suntuosidad a la Casa de Dios.

Esta audacia sólo se pierde después del cataclismo de la Revolución francesa. Muchos intelectuales católicos intentaron comprender este varapalo de la historia a la Iglesia y a la sociedad cristiana, y en muchos casos volvieron a incurrir en un excesivo recelo respecto de la cultura pagana.

Lo importante es que Brown sugiere que la presencia de signos paganos en el arte cristiano delata la existencia de una trama subterránea de paganismo dentro de la Iglesia. Para que su afirmación tuviera algún valor debería aportar algún indicio razonable. No basta con decir: «Hay símbolos paganos en las catedrales góticas», para concluir que a los jerarcas católicos «se les pasaron por alto» esas jugarretas de una masiva sociedad secreta, puesto que todo el Occidente cristiano da testimonio de esa libertad creativa. En cambio, la doctrina católica afirma que si bien es cierto que sin la gracia de Cristo el hombre no puede hacer obras meritorias para su propia salvación, sí que es capaz de hacer obras buenas[4]. Siguiendo ese razonamiento, la Iglesia nunca ha despreciado la creación artística, venga de donde venga, a menos que en sí misma conlleve la inmoralidad.

Dante, en su Divina Comedia, introduce personajes mitológicos paganos. El himno Dies irae, uno de los más significativos de la escatología cristiana y medieval, señala que el día del Juicio Final serán testigos «David y la Sibila», es decir, será el día esperado por el mundo pagano y por el mundo de la Antigua Alianza. El mismo San Agustín, uno de los padres del medievo, no ocultaba su admiración por el pagano Virgilio hasta sugerir que en sus versos se profetizaba inconscientemente la venida de Cristo...

Pero San Agustín, el anónimo franciscano que compuso el tremendo Dies irae, y el florentino Alighieri eran bien conscientes de que citaban obras de paganos, y no por ello introducían ninguna sospecha respecto a la veracidad de la doctrina cristiana. Por lo demás el mismo San Pablo no duda en utilizar un altar pagano erigido por los atenienses «a un dios desconocido» para explicarles que ese Dios al que adoran sin conocerlo es Jesucristo[5].

Brown no comprende la teología cristiana y piensa que la única explicación a la presencia de vestigios paganos en Notre Dame o en la Catedral de Chartres se debe a una conspiración clandestina para mantener viva una secreta doctrina. Eso casa mal con la realidad. Pero, además, ¿cómo explica Brown que los celosos guardianes de la ortodoxia cristiana se dejaran meter goles tan clamorosos en todos los rincones de la Cristiandad? No estamos hablando de iglesias contadas, sino de una práctica habitual en todo el medievo, ¡hasta en las catedrales! No parece fácil afirmar que los jerarcas católicos se dormían en los laureles cuando se trataba de pagar a los artesanos que levantaban y decoraban sus iglesias.

«Crímenes sagrados»

Capítulo 2, página 25:

Después de cometer cuatro asesinatos, el monje albino Silas piensa: «Debo purgar mi alma de los pecados de hoy». El narrador explica que «las ofensas contra el Señor que había cometido ese día tenían un propósito sagrado. Hacía siglos que se perpetraban actos de guerra contra los enemigos de Dios. Su perdón estaba asegurado».

El personaje de Silas es el de un hombre con graves trastornos psiquiátricos. Es un terrible criminal sin ningún control sobre su propia vida. Lo extraño es que Brown nos lo presenta como un extremista católico que está preparado para cometer cualquier tropelía si con ella alcanza sus objetivos. Silas es una pieza necesaria para ejemplificar la teoría de la conspiración que bulle en la cabeza del autor. Si la Iglesia está dispuesta a reprimir a cualquier precio a aquéllos que custodian el secreto del «auténtico mensaje de Jesús», es lógico que algún católico en particular se encargue del trabajo sucio. Pero cuando intenta dar forma a un personaje que encarne a un sicario así, Brown se ve forzado a recrear a un lunático. Es comprensible, porque no cabe mayor contradicción con la fe católica. Ningún acto se escapa a la ley de Dios y el cristiano sabe que la deliberada comisión de actos inmorales graves trae como consecuencia la pérdida de la amistad con Dios: es lo que se llama el estado de pecado mortal.

Ahora bien, nada puede justificar la comisión de un pecado grave. El fin nunca, absolutamente nunca, justifica los medios. Cualquier niño que sepa su catecismo es consciente de ello. Entonces: o bien el «pobre» Silas cree erróneamente en su locura que asesinar a los «enemigos de Dios» es algo justo, en cuyo caso no tiene sentido que purgue por un acto virtuoso; o realmente piensa, con razón, que un asesinato es una terrible ofensa al Dios que pretende honrar, caso en el cual no puede esperar el perdón de su pecado puesto que no demuestra auténtico arrepentimiento.

De todos modos, Brown no conoce demasiado la naturaleza del perdón sacramental. Un pecado grave sólo se perdona por la confesión sacramental ante un sacerdote o, si ésta resulta imposible, con un acto de perfecto amor de Dios, un acto de contrición que entre otras cosas excluya el más mínimo afecto por el pecado, aun venial.

No existe ninguna práctica de mortificación o ningún ritual que produzca la recuperación del perdón de Dios. Esto, el pobre monje albino no lo sabe, por lo que parece que recibió una pésima catequesis de Primera Comunión.

[Más parecería que el monje Silas está imbuido del concepto islámico de yihad, de guerra santa. Concepto que no existe en la teología católica, donde se concibe la guerra justa o injusta, pero para la que nada resulta tan repugnante como un «crimen sagrado». Además, en el islam la recuperación de la amistad con Dios después de cometer una falta está vinculada a determinados actos externos rituales que el fiel debe realizar, como las abluciones. ¡Silas parece musulmán!]

En el libro aparecen dos personajes que son miembros del Opus Dei: el demente Silas y el obispo Manuel Aringarosa. Se dice que el Opus Dei es una «prelatura vaticana», o bien una «prelatura personal del Papa», dando a entender que el adjetivo «personal» se refiere al Papa: una prelatura que sería «personal» del Papa, algo así como un ejército personal. Ambas expresiones son erróneas. El Opus Dei es una prelatura personal, lo que hace referencia al tipo de vinculación de los miembros con la institución. Es decir, no es una prelatura territorial, no abarca un determinado territorio. En otra ocasión Dan Brown hace decir al obispo Aringarosa: «Somos una Iglesia católica, una congregación de católicos...». Brown aplica a la Iglesia católica conceptos de «eclesiología» protestante. Para los protestantes, las agrupaciones o congregaciones son Iglesias. Para los católicos, la Iglesia es sólo una, y en su seno existen varias formas de asociación.

Para Brown el Opus Dei resulta controvertido entre otras cosas a causa de «una peligrosa práctica conocida como mortificación corporal». Es cierto que hoy en día la mayoría de los católicos se extraña ante las mortificaciones, aunque también es verdad que existe un extrañamiento general de los cristianos respecto de la doctrina de Cristo. Pero la mortificación pertenece a la vida de la Iglesia, tal como lo recoge el Catecismo de la Iglesia católica (1992), en su número 2015: «El camino de perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (2 Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación, que conducen a vivir en la paz y en el gozo de las bienaventuranzas».

En general, la fantasiosa actuación de los miembros del Opus en este libro resulta una caricatura de lo que, a ojos de alguien con poco conocimiento de la Iglesia, sería un católico fideísta. Dejando al margen los crímenes del perturbado Silas, el Opus Dei aparece como un grupo de católicos para los cuales la fe y la razón no tienen nada que ver, más aún, para los que en asuntos de religión hay que dejar la razón al margen. Esa posición filosófica o teológica es incompatible con la fe católica, que estima la razón humana como una potencia creada por Dios que realmente nos permite conocer la realidad, y sin la cual la fe no sería razonable.

Notas

[4] S.S. Pio VI, Auctoremfidei, condenando los errores del sínodo de Pistoya (Dz 1517).

[5] Hch 17,22-31.

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