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Los sexopolitas

Los llaman "metrosexuales" más que nada porque los anglicismos de origen americano deslumbran al personal. Lo de "metro" viene de metrópoli, ya que hablamos de urbanitas, de gentes de ciudad que se emperifollan como animalitos en celo, para estar sexualmente disponibles las 24 horas. Kloster y yo sin embargo preferimos llamarlos "sexopolitas" o "sexopolitanos" por dos razones: la primera, para llevar la contraria; la segunda, porque este vocablo está compuesto con los mismos elementos que el anterior, pero los coloca en su orden lógico: primero el sexo, por supuesto.

La semana pasada me tropecé con uno al salir de casa. Podría tener sesenta o setenta años. No puedo ser muy preciso, ya que me dio vergüenza lanzarle más que una breve mirada de reojo. Por otra parte sus patas de gallo y demás intersticios cutáneos aparecían sepultados bajo la cascarilla cobriza de un maquillaje reseco, que impedía calcular su edad sin recurrir a la prueba del carbono 14. Más llamativa aún era su camisa, o, mejor dicho, su generoso despechugue tipo pecho-lobo, a pesar de que estábamos a cinco o seis grados de temperatura, y, a determinadas edades, no sea prudente, por razones higiénicas y estéticas, descubrir demasiado pellejo. Tal vez llevaba peluca o tal vez no; pero entre tintes, implantes y prótesis había logrado una cabellera de aliño con reflejos acervezados. Portaba, como casi todo el mundo, un móvil pegado a la oreja, y mientras charlaba con alguien del sexo femenino a quien llamaba repetidamente "cariño", caminaba como una grulla dando pequeños saltitos. Por eso me fijé en sus zapatos: eran blancos y negros y se apoyaban en unas plataformas de quince centímetros de altura, malamente disimuladas bajo el vuelo de unos pantalones ocres que llegaban casi hasta el suelo.

Siempre han existido personajes atildados, y me temo que la cursilería y el amaneramiento son una plaga. Pero no es éste el caso: los sexopolitas no buscan la belleza con mejor o peor gusto. A ellos les interesa exclusivamente la atracción física y una inequívoca provocación sexual en dos direcciones.

Muchos de ellos son viejos grotescos, ancianos, que bien podrían llamarse "necrosexuales", como el que he descrito en el párrafo anterior. Pero el virus está contagiando también a lo más jóvenes.

Lo que ocurre es que los chavales nunca hacen el ridículc como los viejos. Una carita adolescente, con o sin granos, y una piel de albaricoque resiste cualquier indumentaria o adorno por muy hortera que sea. A los dieciocho años uno puede dejarse una melena molona (quién pudiera) o afeitarse al cero la calavera sin perder la dignidad. Incluso es capaz de despechugarse coram populo como mi amigo Luis, mientras echa un pitillito en la calle, entre clase y clase, rodeado por tres o cuatro niñas del curso.

Lo que no entiendo, querido Luis, es qué necesidad tienes de dejar que caiga el pantalón a media ladera para exhibir veinte centímetros de un calzoncillo floreado, que ni siquiera es de marca. -Tampoco es para tanto -me dice-. Yo pienso que sí lo es. Los sexopolitas, jóvenes o viejos, coinciden en una cosa: en que lo son a jornada completa. Viven (perdonadme) en celo sexual permanente. Y éste es un grave problema.

Ahora que se acerca la primavera volveré a salir al campo para ver pájaros. Y comprobaré que Jos machos ya han afinado sus trinos y han mudado el color de la pluma para atraer a las hembras una vez al año. Los seres humanos no estamos sujetos a estas leyes: somos espíritu y carne, y nuestro modo de amar, con alma y con cuerpo, es infinitamente más rico y más libre. Pero la libertad puede corromperse. Y hay que estar ciego para no ver la epidemia que nos ha caído encima.

No hablo sólo de castidad o del sexto mandamiento. Hablo de la esclavitud del sexo hortera, y de recuperar la libertad, de aprender a ser hombres o mujeres capaces de mirarnos a los ojos.

Seguiré con este tema no sé cuándo. Sólo tengo una duda: ¿seré capaz de mantener la sonrisa y el tono desenfadado de este pensar por libre?

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