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Crash

La película «Brokeback Mountain» tenía todas las papeletas para ganar los Oscar. Era la favorita del «pensamiento único», y eso es casi imposible de quebrar, salvo que surja un «crash», como así ha sucedido. Los únicos no sorprendidos han sido los que la vieron. La película es tediosa; carece del lirismo propio de una pretendida historia de amor, aunque sea entre homosexuales. Tan sólo narra, en bruto, la historia de unas relaciones sexuales entre dos vaqueros tipo «Marlboro country». El romanticismo brilla por su ausencia. La única concesión al sentimentalismo se produce al final, tras la muerte de uno de los personajes, a consecuencia de la nostalgia que le provoca la caricia de una camisa vaquera. Pero, sobre todo, hay algo que desmerece mucho de las obras de los artistas homosexuales: es una horterada. Porque en lo único que destaca es en expresar con gran naturalismo el lado hortera que tiene una cierta versión del country «tejano jeans». Los grandes artistas homosexuales de la historia, como Leonardo da Vinci, Oscar Wilde o Visconti, generalmente se destacaron por su buen gusto. Podrán ser más o menos barrocos o sensibleros, pero raramente horteras.

¿Qué es lo que sucede para que todos los críticos la hayan alabado como obra de arte? Todas las personas expertas en comunicación conocen de sobra la teoría de la espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Newmann, según la cual la opinión pública dominante exige el consentimiento o, como mínimo, obliga al silencio de los que disienten: por temor a encontrarse en minoría. Esto es lo que ha pasado, pues la película en cuestión es paradigmática de la ideología hegemónica. Con la película, a pesar de lo que parece, no se pretende defender como normal el comportamiento homosexual, que también. La principal intención de la autora de la novela que da lugar a la película no es defender la homosexualidad, sino atacar el «sueño americano». Porque han de saber que el autor no es un homosexual. Es una mujer radical llamada Annie Proulx, cuya obra se caracteriza, según su principal biógrafa (Karen Rood), por ser una lucha permanente contra el llamado «sueño americano». Ya lo consiguió con el premio Pulitzer obtenido con The shipping news. El sueño americano, a pesar de lo que muchos escriben, no es la «conquista imperial» de Irak por la Administración Bush, ni la caza de brujas o de Bin Laden; ésta es, más bien, la pesadilla.

Por el contrario, el American Dream es la idea más querida de la llamada izquierda reformista americana, como atestigua la obra de Dewey o Walt Withman, para quienes los términos Estados Unidos y democracia van unidos en una vision utópica y edénica, predestinada en el tiempo a constituir el nuevo paraíso de la libertad. Pero también es la idea más odiada por lo que Richard Rorty denomina la izquierda radical, en contraposición a la izquierda reformista. Ésta última es aquélla que realizó los programas de reforma social durante las épocas en que gobernó el Partido Demócrata americano. Y que piensa que, cambiando las leyes, las democracias constitucionales, con el tiempo, podrán llegar a proporcionar la mayor justicia social posible. Ésta es, también, la izquierda del periodista Edward R. Munrrow, que defendió el sueño de la democracia americana frente a las brujas del Macartismo, como cuenta la película de George Clooney, que competía con los vaqueros.

Por el contrario, los radicales -desencantados del sistema a raíz de la guerra del Vietnam- sospechan que los mecanismos de las democracias constitucionales no permiten lograr sus objetivos, y buscan otros sistemas. La izquierda radical, más que en política, se ha convertido en cultural, que, como dice Rorty, «se toma más en serio las motivaciones psicosexuales profundas que la codicia descarada y evidente... creen que lo que hay que cambiar es el sistema y no simplemente las leyes». Esta izquierda es a la que pertenece A. Prouxl. Éste es el modelo de izquierda que comparte nuestra nueva izquierda radical.

En nuestro país ha sucedido algo parecido con la ley de matrimonios entre personas del mismo sexo. Como el mismo Pedro Zerolo reconocía (León 2004), ésta no ha sido una conquista de los homosexuales, sino una conquista de las feministas radicales que controlan el PSOE. No se trata de otorgar derechos a los homosexuales, puesto que el matrimonio no es ningún derecho, es una institución. Se trata de acabar con el matrimonio como la institución que secularmente proporciona una ordenación jurídica a la realidad de la procreación, con el fin de asegurar la continuidad de la especie: como se deduce de la palabra matris-munium, cuidado de la madre. Que no es un invento del Derecho Canónico, sino del Derecho Romano. Pero sucede que el paso definitivo del feminismo radical es acabar con la maternidad, que, como entendía Simón de Beauvoir, es la condición biológica de la que debe emanciparse la mujer para ser plenamente igual al hombre, acabar con la distinción de sexos e instaurar la teoría de género: la doctrina más querida por el «socialismo feminista radical» que nos gobierna. De ahí que en el Registro Civil se haya intentado suprimir la condición de madre o de padre. Lo que significa que ya no hay sexos sino «géneros», o tendencias; libremente elegidas en razón del «rol» social que a cada uno corresponde.

Es una pena que la cultura, el cine, sean un puro instrumento de la ideología hegemónica y todo el mundo entre en la espiral del silencio. Admitir como normal la homosexualidad, o la erradicación de la maternidad, sólo dará lugar a la calvicie de todos en poco tiempo. Será preciso recordar, como lo hacia E. Murrow -también en marzo, pero de 1954- que «Casio tenía razón: la culpa, mi querido Bruto, no se halla en las estrellas, sino en nosotros mismos».

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