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Meditación oxoniense bajo el hechizo de las torres de Magdalen

Primer sábado de Cuaresma. El diluvio de febrero en su peor momento: caudalosos torrentes intensificadas por chubascos y un par de haces de engañosa luz solar. ¿Puede Oxford seducir en tales condiciones? Sí, puede. Me senté bajo una chorreante planta exótica del jardín botánico para dibujar las grandes torres de Magdalen.

Mientras mi pluma seguía la estructura de este milagro del gótico perpendicular tardío, la antigua magia regresó al instante. Estaba el orgullo de mi viejo colegio, tal como solía dibujarlo casi medio siglo atrás: restaurado en los 70, sí, pero todavía afirmando confiadamente la fe de la Oxford medieval en Dios Todopoderoso y el estudio. Se completó en la primera década del siglo dieciséis, en vísperas de la Reforma, cuando el mundo de la vieja Oxford se derumbó. Pues fue Cambridge la que optó por el protestantismo y el poder, y fueron hombres de Cambridge los que dirigieron la Inglaterra isabelina; la reina, en cierto modo, era una muchacha de Cambridge.

Aun así, Cambridge no tiene nada comparable a las torres de Magdalen. Era lo que yo más amaba cuando llegué allí a los diecisiete años, y apenas necesito mirarla para dibujarla. Conozco cada viga y tejado de memoria. A veces me siento culpable porque en mi juventud no supe valorar Oxford como se merecía. No recuerdo haber pisado el jardín botánico, por ejemplo, fundado en 1621 como primer herbolario de Inglaterra. Un par de generaciones después fue suntuosamente decorado -en memoria del rey mártir, Carlos I- por Danby, un truhán rapaz y el único político que fue enjuiciado dos veces en los Comunes, pero, aun así, hombre de buen gusto. Amaba Oxford. Sus antiguas torres son hipnóticas porque irradian el afecto de muchas generaciones de hombres inteligentes y con talento, a menudo de carácter dudoso, como Wolsey, Harley y Laúd, cuya abrumadora pasión por la universidad fue la expiación que redimió sus vidas.

Como la lluvia había cesado, esquivé el tráfico del Magdalen Bridge para echar otro vistazo al colegio. La gente afirma que los coches y el progreso han destruido Oxford, pero no estoy de acuerdo. El núcleo está intacto, y callejas como Magpie Lañe, Catte Street y el Turl aún recorren el conglomerado de edificios más bello de Europa, con pequeñas tiendas que parecen eternas. Compré algunas corbatas en Hine's, al pie de la calle mayor, y juraría que el afable anciano que me atendió era el mismo que me vendió mi primera corbata estudiantil en 1946.

Hace una generación la gente de Magdalen construyó, en la otra orilla del río, una abominación llamada Waynflete Building, donde dos hijos míos cumplieron sentencia. Pero el colegio se ha redimido gracias a un nuevo cuadrángulo en Longwall, una obra maestra de inspirada modernidad tradicional. El parque de ciervos está tal como lo conocí en los años 40, cuando Gilbert Ryle, apoyado contra la baranda, me señaló una elegante figura que visitaba los edificios nuevos: " Es A. J. Ayer. Pudo haber sido un gran filósofo. El sexo lo echó a perder." Pasé por los Cloisters y por Kitchen Staircase, donde el pobre Oscar Wilde supo tener una magnífica morada repleta de sus exquisitos objetos. En mis tiempos aún estaba destinado a los estudiantes, si uno podía pagarlo. Hoy es una sala defunciones.

Addison's Walk, en torno de los prados, es muy similar. En 1801 alguien que se adelantó a Pugin en su entusiasmo por el gótico quiso mejorarlo con un par de ermitas, pero los profesores tradicionalistas se resistieron y han continuado ahuyentando a quienes desean transformar ese lugar encantador en una muestra de patrimonios. En Oxford, el patrimonio cultural está en la mente, el lugar que le corresponde. Y no es que Addison fuera metafísico o antiurbano. En 1711 se j actaba en el Spectator. "He sacado la filosofía de tertulias y bibliotecas, escuelas y colegios, para llevarla a clubes y asambleas, a mesas de té y cafés". Realicé este paseo guiado por C. S. Lewis, un hombre amable y siempre ansioso de compartir información, quien me contó la asombrosa diferencia que habría significado para la literatura inglesa si Wordsworth y Coleridge hubieran ido a Oxford en vez de a Cambridge. Y yo caminaba por allí para asistir a las clases de A. J. P. Taylor en un aislado edificio llamado Holy well Ford, más allá del río. En el jardín había una caravana, donde la insidiosa esposa de Taylor, Margaret, retozaba con el poeta Dylan Thomas, que se revolcaba en su repelente ingratitud. Taylor lo odiaba, como cabe esperar, aunque no lo demostró en el momento. En aquellos días el adulterio, y la amargura que engendraba, se ocultaban cuidadosamente, aunque recuerdo que me señalaron al doctor Martin Ridley, privado de su cátedra "por ser pillado in flagrante delicio en el colegio". Fue la circunstancia que terminó de condenarlo.

Eché un vistazo a la capilla del colegio, que estaba desierta salvo por un organista que ensayaba. Se cuenta que Oliver Cromwell robó el órgano del colegio y lo usó para su deleite privado en Hampton Court, donde lo poseía con su título de protector. Pero el colegio lo recobró; con el tiempo lo usaría sir John Stainer, director del coro del colegio en la década de 1870, cuando concibió la idea para mi oratorio de Pascua favorito, The Crucifixión. En la antecapilla hay tumbas y placas de viejos y polvorientos sujetos. Magdalen es famoso por sus presidentes longevos, como sir Herbert Warren, que fue elegido en 1885 y sobrevivió en su puesto hasta 1928, un reinado de cuarenta y tres años. Cuando yo estudiaba allí, algunos profesores aún lo recordaban, claramente, y no siempre con afecto, "aunque nos trajo al príncipe de Gales en 1911. Era alguien que tenía ojo para la institución". Aún más larga fue la presidencia de Martin Routh, que duró 63 años hasta su muerte en 1854, y que dejó pasmado a Macaulay al referirse a la Gloriosa Revolución de 1688 como "los recientes disturbios".

¿Pero qué tienen de malo los profesores muy ancianos que recuerdan tiempos mejores? La esencia de Oxford es el examen del pasado con el prisma de las mores modernas. Mientras esperaba bajo la despiadada lluvia de febrero, me divirtió el comentario que una mujer le hacía a otra: "Es increíble. ¿Qué habría dicho Kant de ella?".

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