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Los nuevos republicanos y cómo enfrentarse a ellos

El príncipe de Gales al fin ha logrado algo: ha recreado el movimiento republicano en Gran Bretaña. A pesar de los esfuerzos de Tony Blair, cada vez hay más parlamentarios laboristas que expresan en privado sentimientos antimonárquicos, y cabe esperar que sus opiniones sean cada vez más públicas. El Independent y el Guardian se han vuelto republicanos. Sospecho que la gran mayoría de los medios de comunicación los imitarán oportunamente, no oficialmente, sino con los comentarios y materiales que publiquen.

Los ingleses aún son abrumadoramente monárquicos, y también los sindicalistas del Ulster, a su extraña manera. Pero sospecho que una mayoría de escoceses y galeses hoy rechazan la monarquía, o al menos la dinastía actual. Esta corriente de opinión crecerá al continuar la cuestionable conducta de algunos Windsor, y cuando la gente común comprenda que ya no es tabú manifestar opiniones antimonárquicas.

El príncipe de Gales tiene la culpa porque tomó la decisión de vivir en tándem con su esposa y su amante. La princesa Diana ha resultado ser mucho más fuerte de lo que él pensaba y no se prestó a semejante abuso. Allí está el origen de los actuales problemas de la dinastía. Carlos, en vez de buscar la conciliación con su esposa, que a ella le habría agradado, y que habría restaurado la popularidad del príncipe, insiste en una disolución formal del matrimonio, aumentando así su error original. Será uno de los divorcios más complicados de todos los tiempos. La princesa de fenderá cada palmo de terreno y obtendrá los plenos derechos que, tanto moral como legalmente, son legítimamente suyos.

La amargura pública no terminará con el divorcio. Los Windsor, con todo su poder, dinero y arrogancia, no pueden arrebatarle nada: ella es la madre de un futuro rey, y una madre excelente, sabia y resuelta, a quien el pequeño príncipe Guillermo ama al punto de la idolatría. Así que seguirá siendo una pieza central en esta partida. La dinastía no puede tratarla como trató a la duquesa de Windsor y reducirla a la condición de nulidad desterrada. Tiene que convivir con ella, y si la trata cruelmente Diana será el foco del descontento republicano.

Si se desea salvar el trono, se requieren decisiones drásticas, y pronto. La dificultad radica en que la reina no tiene a quien recurrir para pedir consejos sensatos e imparciales. Y los necesita. Es una excelente monarca constitucional en lo concerniente a cuestiones de rutina, pero la experiencia demuestra que no puede manejar a su propia familia. No tiene imaginación ni originalidad y no puede pensar constructivamente a largo plazo. Sólo quiere hundir la nariz en sus cajas rojas, esperando que los problemas se evaporen. Es inútil recurrir a John Major. Es un palurdo en estas cuestiones, y en todo caso, no sabe pensar en nada, salvo en prolongar su gestión un poco más. La familia no cuenta con ningún anciano notable. El duque de Edimburgo se lavó las manos tiempo atrás, pues sufrió reproches y salvajes recriminaciones en el pasado, no tanto por parte de la reina como de quienes la rodean.

Se echa de menos al conde Mountbatten. Tal vez fuera frivolo en muchos sentidos pero en otros podía ser imaginativo y perspicaz. A fin de cuentas, predijo que Carlos, a menos que lo guiaran bien, se metería en un berenjenal y quizá "siguiera el mismo camino de su tío abuelo David". Pero Mountbatten ha muerto y no tuvo sucesor. Ninguno de los cortesanos sirve de mucho. El último cortesano inteligente era Martin Charteris, y me temo que hoy nadie se fija mucho en él. Así que la carroza real anda sin rumbo y a la buena de Dios, y corre el peligro de salirse del camino.

Los ingleses comunes de todas las clases desean instintivamente que la monarquía permanezca, y su instinto es sensato. El argumento esencial a favor de una corona, en vez de un presidente electo, es que la corona inspira deferencia aun en los poderosos. Un primer ministro puede tener la simpatía popular, carisma y una voluntad de hierro, pero el principio monárquico lo obliga a humillarse, a someterse con una genuflexión a una figura monótona cuya posición deriva del nacimiento. Los plebeyos más poderosos de nuestra historia -Pitt padre, Gladstone y Winston Churchill- aceptaban esto como axiomático, y nadie respetó el trono más que ellos tres.

La monarquía constitucional es, por definición, una defensa valiosa contra el autoritarismo. Esto es algo que la izquierda inglesa nunca ha podido entender. Si, por un funesto giro de los acontecimientos, expulsáramos a la realeza, no sería sencillo reemplazarla por un político jubilado como jefe formal del Estado. Tendríamos que reformar todo nuestro sistema político, introducir una constitución escrita, períodos limitados y un presidente elegido por sufragio universal. Terminaríamos con algo similar al sistema estadounidense. A muy pocos les gustaría, y menos a los idiotas ahistóricos que hoy reclaman una república.

Es mucho mejor afinar el sistema actual alterando la sucesión. No estamos obligados a perpetuar la actual dinastía. Hay muchos candidatos potenciales entre la vieja nobleza que desciende de los Plantagenet, los Tudor o los Estuardo. El Parlamento tiene derecho a oír sus reclamos si decide que los Windsor son incorregibles, tal como puso en el trono a su antepasado Hanover, Jorge I. Pero no es preciso ser tan drásticos. Una solución es que el Parlamento se salte una generación y designe al príncipe Guillermo como sucesor de la reina. Así eliminaría al necio e impopular Carlos y conquistaría al público. Otra consiste en escoger a una de las mujeres de la generación intermedia. La princesa Ana o la princesa Alejandra serían excelentes monarcas constitucionales, y es innegable que este país siempre anduvo bien cuando reinaban mujeres.

Hay muchas posibilidades que se deben evaluar y debatir. Pero no debemos continuar con este catastrófico derrumbe, con miembros de la familia real arrancándose los ojos, azuzados por periodistas desenfrenados e irresponsables. Eso sólo puede beneficiar a los republicanos.

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