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El circuito de cócteles del norte de Londres

El obispo de Oxford estaba feliz en la fiesta anual de la Biblioteca Británica. «Ja -tronó-, la gente de los medios de comunicación se equivocó muchísimo en cuanto a la elección de Major. Y digo a mis reverendos hermanos en Cristo que hay una lección para la querida Iglesia de Inglaterra en el futuro: debemos ignorar las exhortaciones de los medios.» «De acuerdo, obispo, respondí, aunque espero que usted no siga ignorando las exhortaciones de Dios Todopoderoso.»

El obispo es una de esas figuras de la élite que parecen creer que la victoria de John Major se obtuvo por encima de la prensa conservadora además de John Redwood. Es la línea que han adoptado el duopolio de la radiotelevisión y la prensa izquierdista, el Guardian, el Independent y demás. El fallo del argumento es que Major en realidad perdió las elecciones, habiendo reunido sólo ciento setenta votos el martes por la mañana. Sólo se aferra a su puesto en virtud del trato corrupto que hizo con su enemigo más acérrimo, Michael Heseltine, más tarde ese día. Esta es la realidad, y no ha sido comunicada por el periodismo oral ni escrito, que no quiere creer lo que sucedió.

Entre esos periodistas está la curiosa figura de sir Nicholas Lloyd, quien se pavonea -según cita el Observer- diciendo que "el Express dio la victoria a Major", lo cual implica que él se encargó personalmente del trato Major-Heseltine. Claro que no es así. Major puede agradecer el apoyo del Daily Express, y periódicamente invita a Lloyd a un trago condescendiente en el número 10, pero no comparte sus confidencias con este hombre. Lloyd, como decía, es una figura rara que no encaja en la galería de arquetipos canallescos de Fleet Street. En los días en que el Express era un gran periódico, su propietario, lord Beaverbrook, llamaba en plena noche para preguntar a gritos quién estaba a cargo. Hoy la respuesta sería "un mequetrefe".

Lo mejor de Lloyd es su esposa, Eve Pollard, que tiene todo el seso, el estilo y las agallas de la familia. Dirigía el pobre Sunday Express notablemente bien cuando cayó en descrédito de su seudopropietario, lord Stevens. Digo "seudo" porque Stevens, una especie de financiero minúsculo de origen gales, controla el grupo pero posee apenas una pizca de sus títulos. Valora enormemente sus invitaciones al número 10, y cuando la vigorosa presentación de la noticia hecha por Pollard los puso en jaque, él la echó. Entretanto, su esposo sigue pisando la línea Major-Stevens, sea cual sea, y la circulación del Express sigue cayendo, más rápidamente que la de cualquier otro periódico nacional en la Historia. En consecuencia, esta semana el Express anunció que tendría que despedir al quince por ciento de su mano de obra. Hace algunos años, Lloyd me pidió que escribiera una columna en su periódico, y acepté el intento porque sentía pena por él. Pero al cabo de un mes pedí que me excusaran: nadie que yo conociera lo leía y era como arrojar guijarros en un pozo sin fondo: no se oía el chapoteo. Hace muchos años que no me cruzo con un lector del Express, aunque tales personas aparentemente existen, si bien en un número rápidamente menguante. Lo interesante es que mientras los periódicos que se oponen a Major adquieren cada vez más lectores, los pocos que lo respaldan, como el Evening Standard, los pierden a montones.

Lloyd, ex director de News of the World, fue ascendido -o descendido- para dirigir el Express y tiene una actitud nerviosa frente a periodistas que a su entender han tenido más ventajas que él. En esto se parece a Andrew Neil, que tiene una teoría conspiratoria acerca de lo que él llama la "mafia del Garrick Club". Lloyd no cree en esa fantasía. Tiene una propia, llamada el "circuito de cócteles del norte de Londres". Cree que William Rees Mogg es miembro del circuito, al igual que Dominic Lawson y Simón Heffer. Y yo no sólo pertenezco sino que "paso el tiempo allí, embriagándome de champán y mojigatería". Me agrada esta visión, que en algunos sentidos suena aún más interesante que la mafia del Garrick. «¿Adonde vas, muchacho?» «Al circuito, claro.» «Qué suerte. ¿Qué hay esta noche... ¿champán o mojigatería?" «Ambos, amigo.» «Válgame Dios.»

Lo cierto es que nunca he pisado el norte de Londres, ni bebo champán, así como nunca he pertenecido al Garrick. Es una zona borrosa para mí, aunque supongo que debo haber pasado en coche por allí. Creo que Lloyd me confunde a mí, y a los demás, con el famoso Henry Fairlie, un célebre seductor de esposas jóvenes que se jactaba diciendo: "Puedo conseguir una cena caliente en cualquier parte del norte de Londres".

La izquierda a favor de Major es un interesante ejemplo de la máxima "El enemigo de mi enemigo es mi amigo". Es un impulso poderoso, como redescubrí por mí mismo recientemente, cuando los franceses se ensarzaron con Greenpeace. Aunque me disgustan los gobiernos franceses, odio aún más a Greenpeace, y me encontré elevando un Vive la France!, cuando su barco bestial fue capturado. El odio por la prensa conservadora funciona de la misma manera. Nadie, ni siquiera Hugo Young del Guardian, puede admirar a Major por su talento o su chispeante personalidad, pero como víctima de los magnates de la prensa conservadora tiene una santidad digna de Balduino.

Naturalmente, hay sujetos más avisados que respaldan a Major por motivos más sólidos. Stewart Steven, el astuto director del Evening Standard, es simpatizante laborista y ansia que Major permanezca en el poder porque es el dirigente conservador más fácil de derrotar. Tony Blair opina lo mismo. Incluso hay rumores -tal vez originados en el circuito de cócteles del norte de Londres- de que la triunfal exposición de Major poco antes de las elecciones fue posible porque la oficina de Blair asesoró al primer ministro sobre las preguntas que Blair se proponía hacer.

Sea como fuere, vivimos en una época degenerada. Como la gran reina Isabel I lo expresó en sus años crepusculares: "Ahora el ingenio del zorro está por doquier, y apenas se puede encontrar un hombre virtuoso o leal". Pero en la corrupta Gran Bretaña de John Major no todos son estafadores, crápulas, matones e ineptos. Todavía hay políticos honorables en ambos lados de la cámara, y aún más fuera de ella, y es posible que su hora esté por llegar. Los que anhelamos un regreso a la honestidad y la rectitud en la política británica esperamos las elecciones con ansiedad.

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