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Ha estallado la guerra mundial de las mujeres

La Guerra de las Mujeres entró en una nueva fase la semana pasada. Germaine Greer inició su contracolumna en el Times, y su enemiga Suzanne Moore, a modo de represalia, y en respuesta al alarde de Germaine de que sólo ella es capaz de escribir sobre música pop y tópicos similarmente sórdidos, contestó con una larga pieza sobre las Necesidades de la Juventud. Como cabía esperar, era para morirse de aburrimiento (por usar una de sus expresiones). Germaine estaba bien en el Times, donde ha sustituido a una espantosa socialista llamada Anne Robinson, cuyo único punto a favor es que se parece un poco a Barbara Castle.

Sin embargo, preferiría tener a Greer en el Guardian. Es su habitat natural, así como Mogg pertenece al Times, Perry al Sunday Telegraph y Melanie al Observer. El Guardian es mi periódico matinal favorito. Disiento con cada una de sus palabras pero sé que no se debe tomar demasiado en serio. A Hugo Young le apetece su champán con caviar como a todo el mundo, así que, de los seis o siete periódicos que compro al día, es el que abro más ávidamente, para montar en una saludable cólera matinal.

Ningún redactor del Guardian me daba más satisfacción que Greer. Mi única queja era que aparecía una vez cada quince días en vez de una vez por semana. Para empezar, su dominio del lenguaje, que abarca desde las más leves burlas hasta el abuso grosero y directo, no tiene parangón. Ningún periodista vivo tiene más habilidad para clavar venenosas flechas verbales en la carne humana, con la excepción del gran Keith Waterhouse. Además Greer, como la mayor parte de nuestra tribu, es culta. Ha leído mucho, y ha reflexionado sobre lo que ha leído. Es singular entre nosotros, los escribas, en su capacidad para resucitar un texto muy hojeado -Romeo y Julieta por ejemplo- y darle nueva vida y estímulo por mera agudeza de su imaginación. Además, sabe argumentar. La perversidad de sus conclusiones deja que desear, pero la robusta destreza con que llega a ellas es fascinante. Es como escuchar, hipnotizado, uno de esos brillantes discursos donde Tony Benn demuestra que todos deberíamos caminar de cabeza.

Por todas estas razones me perturbó enterarme de que había renunciado al Guardian, así que telefoneé a su nuevo director, Alan Rusbridger, que ha mejorado muchísimo el periódico desde que el pobre Peter Preston ascendió, y dije que temía que fuera a cometer su primer error. «Oh, no hay nada que yo pueda hacer -dijo-. Germaine está explotando de rabia y sabes que puede ser muy irracional aun cuando está tranquila.» «Sí, pero todos los buenos escritores son lunáticos y es tarea de un director seguirles la corriente.» Yo hablaba por experiencia. Cuando me hice cargo del New Statesman en 1964 descubrí que J. B. Priestley había tenido una discusión con mi predecesor, John Freeman, y se negaba a escribir para nosotros. Como Freeman era la razón personificada, la riña era sin duda culpa de Priestley. Pero no se trataba de eso. Se trataba de que era un redactor de genio. Nadie escribía mejor su sección. Así que me dispuse a enviarle una carta halagüeña. Mi madre, que era de Lancashire hasta la médula y detestaba a la gente de Yorkshire -su lema era los extranjeros comienzan en los Pennines- siempre decía: «Si quieres adular a un hombre de Yorkshire, no seas moderado. No tienen la piel muy sensible y les encanta». No fui moderado, y ojalá conservara una copia de esa carta absolutamente hipócrita. Priestley se calmó. «Siempre pensé que usted era un individuo perceptivo», respondió. No sólo volvió al redil sino que se hizo muy amigo mío y así permaneció hasta que falleció en la víspera de su nonagésimo cumpleaños. Así que le dije a Rusbridger que le escribiera a Germaine una carta astutamente efusiva y él aceptó.

Lamentablemente, esa noche la señorita Greer apareció en un programa de televisión y atacó al Guardian como sólo ella puede hacerlo, y su director entendió que el honor no le dejaba más alternativa que reaccionar violentamente. Fue como el comienzo de una anticuada guerra mundial. Él publicó no uno sino dos artículos denunciando a Greer, que así cobró precedencia sobre Bosnia, los problemas irlandeses, China, etcétera, demostrando que por una vez el Guardian tenía un sentido adecuado de las prioridades. Más aún, añadió un insulto final al referirse a ella como "doctora Greer", con la intención de exasperarla aún más. Comenzaron a sumarse las demás naciones, es decir, columnistas. Simón Jenkins, escribiendo en nombre del establishment, entendió que Germaine, siendo mayor y más sabia, debía tener su apoyo considerado. Julie Burchill hizo causa común con Suzanne Moore, pensando que los columnistas sórdidos debían estar en el mismo bando, y también entendiendo, como nueva seudolesbiana autoproclamada, que debía respaldar a la mujer más joven. Minette Marrin, Mary Kenny, Peter McKay, Taki, lord Deedes, Frank Johnson y demás han tomado partido, un poco como Italia y Rumania en 1914. Kenneth Rose aún no nos ha informado sobre la perspectiva que se tiene del conflicto en el cuerpo diplomático y el Colegio de Heraldos. Calculo que respaldarán a Germaine, al menos porque ella es una dama a pesar de sus esfuerzos, y todavía estamos esperando que la deliciosa y brillante Zoé Heller nos informe si Estados Unidos se propone seguir su política aislacionista o sumarse a la contienda. Pero nadie puede dudar de que la lucha continuará y se difundirá. No es una guerra que habrá "concluido para Navidad".

Entretanto, ¿qué hay de esos "zapatos borrados por interjecciones"? Esta expresión fue nueva para mí, y supongo que para muchos otros. Desde luego fue una sorpresa para mi amiga italiana Carla Powell, que tiene la mayor colección de zapatos de Londres, noventa y seis pares según la última cuenta, y que está justamente molesta de que sus poderosos asesores de calzado la hayan dejado en ignorancia de esta importante nueva tendencia. ¿Qué hace Ferragamo? ¿Por qué Bally está invisible? ¿Northampton duerme? Como dice Carla: «Debo tener un par di questi zapatos». No estoy seguro de qué son, y no es fácil averiguarlo. Uno no puede acercarse a alguien en una fiesta y preguntarle si los zapatos que está usando se pueden describir como tales. También fue nuevo para mí un "peinado con forma de nido". Pero en este caso entiendo qué significa, y cómo introducirlo en la conversación. «Vaya, qué espléndido y llamativo peinado con forma de nido tiene usted». «Eso espero. Me costó cien libras en John Frieda's.»

Por eso me gustan estas riñas. Así como las guerras mundiales aceleran el desarrollo de los inventos técnicos, un intercambio público de opiniones entre damas de talento hace maravillas para nuestro vocabulario.

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