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¿Quién habla esta noche en Londres?

El jueves pasado por la noche, mi esposa y yo, con otras doscientas personas, entramos en la Tate Gallery para oír la conferencia del profesor Roger Scruton sobre La empresa artística en la actualidad. Como Scruton demolía los méritos de muchas pinturas y esculturas que se presentan en la Tate, su director, Nicholas Serota, monstruo sagrado del establishment del arte moderno de Londres, creyó conveniente estar en Nueva York.

Pero no voy a eso. Lo que me asombró, echando una ojeada al público de personalidades y celebridades, fue que tantas personas fueran a escuchar una conferencia. Y lo mismo está sucediendo en todo Londres, en el National Theatre, la National Gallery, la Royal Geographical Society, el French Institute, la Accademia Italiana y muchos otros ámbitos. La televisión ha muerto: la conferencia pública ha regresado.

Digo "regresado" porque en los siglos dieciocho y diecinueve el público londinense asistía en tropel a las conferencias, con frecuencia pagando sumas suculentas por el privilegio. Asistir a una conferencia se consideraba cívico, civilizado y respetable. Era el equivalente secular de ir a la iglesia. Tom Paine siempre se refería a Dios como el Gran Conferenciante. En una típica velada de junio en la Londres de la Regencia, el entusiasta podía escoger, por ejemplo, entre Samuel Taylor Coleridge, sir Humphry Davy, William Hazlitt y Michael Faraday. Los lugares como la Royal Instritution de Mayffair y la Surrey Instituion del South Bank, estaban repletos.

Una generación después, Thackeray reunía gente con sus famosa serie sobre los cuatro Jorges y los humoristas ingleses. Podían ser funciones prolongadas: no era inusitado que durasen dos horas o más. Con el tiempo, Dickens atrajo públicos de miles de personas en grandes ciudades de toda Gran Bretaña, así que era preciso que las salas más grandes albergaran multitudes. Pero eran lecturas, no conferencias: un síntoma de decadencia, pues ya no se acentuaba el automejoramiento sino el entretenimiento.

Entretanto, habían recogido la antorcha en Estados Unidos, donde en 1829 se fundó el Lyceum Movement, precisamente para convertir la conferencia pública en faro del esclarecimienbto de una sociedad en expansión. No sólo se inauguraron liceos en la desarrollada Costa Este, sino en Cincinnati (1830), Cleveland (1832), Columbus (1835), y luego en todo el Medio Oeste y el valle del Mississippi. La famosa conferencia de Ralph Waldo Emerson en Boston, The American Scholar, fue luego calificada por Oliver Wendell Holmes como "nuestra Declaración de la Independencia cultural", el corte del cordón umbilical cultural con Inglaterra. Al mismo tiempo, una vez que los liceos estuvieron disponibles, celebridades inglesas como Thackeray y Dickens pronto recibieron sumas suculentas para recorrer el circuito estadounidense.

El proceso está en marcha desde entonces. En realidad, me asombra que tantos americanos aún estén dispuestos a asistir. El otoño pasado, cuando di un curso sobre historia de Estados Unidos en la biblioteca Pierpont Morgan de Nueva York, la sala, que tenía capacidad para doscientas personas, estaba repleta, con un público que pagaba su entrada, y tuvimos que acomodar a los sobrantes. Esto no era un tributo a mi atracción sino al apetito intelectual del ambiente cultural de esa ciudad. En Denver, en las Rocosas, me encontré exponiendo en un estadio deportivo ante dos mil personas o más, una experiencia perturbadora. En Estados Unidos se puede ganar mucho dinero con las conferencias, y no sólo las máximas celebridades tipo Kissinger, que pueden percibir honorarios de 50.000 dólares cada vez. Los americanos pagan el equivalente de una entrada de cine para oír a toda clase de personas, y las cintas de audio se comercializan masivamente; es típico que una cinta de tres horas -tres conferencias- cueste 27,95 dólares.

Europa, normalmente ansiosa de imitar las pautas culturales estadounidenses, ha sido lenta para recobrar el hábito de las conferencias. La última gran racha fue durante la guerra, cuando tanto los ingleses como los alemanes asistían con entusiasmo, sobre todo a la hora del almuerzo. Las conferencias organizadas por sir Kenneth Clark en la National Gallery -también había maravillosos conciertos- son las más famosas y mejor recordadas. Clark era un conferenciante notable. Los cursos que dio poco después de la guerra, en el Ashmolean de Oxford, sobre Rembrandt y el Tintoretto, estaban entre los mejores que he oído, a pesar de que en aquellos tiempos había una dura competencia, con nada menos que C. S. Lewis, A. J. P. Taylor, C. M. Bowra y lord David Cecil.

También en Francia hubo una resurrección de las conferencias durante la guerra, que continuó un tiempo durante la paz. Jean-Paul Sartre se convirtió en celebridad con un curso sobre la novela que dio en la Rué St. Jacques en el otoño de 1944. Luego, el 29 de octubre de 1945, lanzó el fenómeno europeo del existencialismo con una famosa o notoria conferencia que dio en la Salle des Centraux en el número 8 de la Rué Jean Goujon, El existencialismo es un humanismo. Esta conferencia fue tan popular que la gente se peleaba en la calle por entrar. Se rompieron sillas, se desmayaron, mujeres y la sesión empezó con una hora de retraso. Al día siguiente, el texto se reprodujo casi completo en los principales periódicos de París. ¡Qué tiempos!

Lamentablemente, la radio y la televisión, al mantener a la gente en su casa y matar la conferencia vespertina, no han logrado desarrollar una versión electrónica de la conferencia tradicional. El único hombre que logró hacerlo, y merced a sus propios esfuerzos, fue A. J. P. Taylor, la gran serie Civilisation de Clark era un documental filmado, algo muy diferente. Siempre me dio pena que los que dan las conferencias Reith de la BBC sean escogidos exclusivamente por el tema, sin que importe si saben pronunciar una conferencia o no. El último, un arquitecto, fue literalmente una lata. Pero ahora que la televisión está en decadencia, sobre todo entre las clases parlanchínas, y la gente vuelve a la sala de conferencias, tenemos una nueva oportunidad de desarrollarlas como la forma artística audiovisual ideal para la élite.

Espero el día en que le tout Londres vaya a una conferencia una vez por semana como cosa habitual, y la pregunta indicada sea: "¿Quién habla esta noche?".

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