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Los derechos de los animales y los deberes humanos

El profesor de zoología del New College ha vuelto a las andadas. Defendiendo el aborto, arguye (en una carta al Spectator del 15 de abril, "¿Son sagrados los chimpancés?") que no existe "la santidad de la vida humana", pues según la teoría darwiniana esto implicaría que "a lo largo de la cadena de doscientas mil generaciones africanas, nació un niño, cuya vida era sagrada, de padres cuya vida no lo era". Nuestro zoólogo desecha la noción de valores y moralidad absolutas como "un sustituto inadecuado del pensamiento".

Ojalá pudiera tener la misma certeza que estos científicos acerca de lo que sucedió hace doscientas mil generaciones, supongo que se refiere a hace seis millones de años. Lamentablemente, siendo historiador, confieso mi ignorancia. En realidad, nuestros conocimientos razonablemente seguros no se remontan hasta más allá del 6000 antes de Cristo, en lugares como la antigua Jericó, donde tenemos algunos materiales para trabajar y medios para fecharlos aproximadamente. En la más profunda antigüedad son raras las pruebas fehacientes. A menudo son cuestionables en períodos posteriores. Hasta hace poco tiempo, algunos eruditos afirmaban que Jesucristo sólo era un mito, pero tenemos mucha más documentación contemporánea o cuasi contemporánea sobre él que sobre figuras eminentes de la historia secular romana cuya existencia nadie ha puesto en duda.

Cuando yo escribía mis libros sobre el antiguo Egipto y Palestina, adquirí una inquieta conciencia de la medida en que nuestras confiadas descripciones de lo que sucedió, por ejemplo, en el Antiguo Reino egipcio en el 2700 antes de Cristo, se basaban en suposiciones, deducciones e hipótesis, que a menudo variaban drásticamente de una generación de historiadores a otra, y lecturas tentativas de textos antiguos cuyo idioma comprendemos imperfectamente. Me temo que hasta cierto punto gran parte de nuestra comprensión de la antigüedad se basa en una serie entrelazada de lo que podríamos llamar estafas honestas.

Y, por supuesto, cuanto más retrocedemos, más grandes son las incertidumbres. La evolución de la vida humana seguirá siendo un misterio para nosotros en este mundo. Me resulta extraño que los científicos físicos, acostumbrados a trabajar con pruebas absolutas en sus especialidades, declaren tan sueltos de cuerpo, sin más pruebas que superen la suposición deductiva, que un hecho específico sucedió hace seis millones de años -el tránsito del mono al hombre- simplemente porque concuerda con sus nociones de evolución darwiniana. Esto es fe, no conocimiento. Y si hablamos de fe, prefiero la historia de que Dios creó al hombre "a su imagen y semejanza" en un acto deliberado, siendo plenamente consciente de ello y previendo las infinitas consecuencias de este acto. En ese sentido no hubo nada accidental ni evolutivo en la creación del hombre. Fue un acto absoluto que necesariamente introdujo nuevos absolutos morales, incluida la santidad de la vida humana.

La vida humana es sagrada porque somos una imagen, si bien defectuosa, de la Bondad Absoluta. Pero, en cierto sentido, toda vida creada es sagrada. ¿Qué quiero decir con esto? Como muchas personas, al envejecer, miro más atentamente las formas de vida, pues pronto perderé la mía. Una mosca doméstica me parece un producto viviente maravilloso que ya no puedo destruir, por fastidioso que sea, y me tomo grandes molestias para echarla por la ventana. Lamento decir que aún mato mosquitos, porque me han tomado como su blanco, pero espero el día en que esté dispuesto a perdonarlos aun a ellos. Entretanto me desplazo lenta pero inexorablemente hacia la alimentación vegetariana.

Nada de ello me hace dudar por un segundo de que el hombre tiene un valor singular. Las criaturas vivientes de toda clase son valiosas precisamente porque nos hacen pensar en la naturaleza extraordinaria de la creación, cuya corona es el hombre. Y como el hombre es la corona, las demás criaturas orgánicas vivientes están sometidas a sus necesidades. Eso significa que puede matar y comer. Pero debe hacerlo con inteligencia, y así como usa su inteligencia para reducir su dependencia respecto de la fuerza bruta, también debe eliminar gradualmente de su alimentación las criaturas superiores cuya sensibilidad las hace indeseables como fuente de alimentación. La defensa moral del vegetarianismo se basa en que una creciente cantidad de opulentos humanos ya no necesitan comer carne ni pescado, ni siquiera leche, huevos y otros productos animales. Podemos mejorar nuestra altura moral como gobernantes y protectores del reino animal usando nuestro ingenio para hallar alternativas prácticas frente a esta forma de canibalismo. No dudo que con el tiempo comer animales de cualquier clase se considerará tan atroz como el canibalismo humano.

Ello no significa que los animales tengan derechos. Dudo que alguien tenga derechos, excepto Dios. Y si los humanos tienen derechos, es sólo porque tienen, ante todo, deberes. No hay posibilidad moral de que los animales posean derechos a menos que sean conscientes de sus deberes. Y lamentablemente los deberes de los animales deben ser impuestos por el hombre: ningún animal tiene un sentido autónomo del deber. Si a veces parece así, como en el cuadro El principal deudo del viejo pastor, es por antropomorfismo sentimental. La campaña por los derechos de los animales es un disparate moral, y no es sorprendente que esté degenerando en salvajismo.

Los que creen que los animales necesitan más protección deberían cambiar el énfasis, subrayando los deberes humanos en vez de los derechos de los animales. Nuestros deberes hacia los animales son muy claros, y están bellamente expuestos en el nuevo Catecismo papal, 516-7. El séptimo mandamiento exhorta a respetar toda la Creación. Toda la vida orgánica está destinada al bien común del universo creado, pasado, presente y futuro, cuya cumbre es la humanidad. El uso de estos recursos por parte del hombre no se puede divorciar de los imperativos morales. El dominio del hombre es relativo; a él se le ha encomendado el planeta, pero no para actuar a su antojo, y todos sus actos deben estar limitados por la preocupación por el prójimo, incluidas las generaciones venideras, y un respeto religioso por la totalidad de la Creación. Hacia los animales tenemos el deber del cuidado providencial y la amabilidad. Es contrario a la dignidad humana causar sufrimiento o provocar la muerte innecesaria de los animales, y eso incluye el deber de impedir la reproducción excesiva. También es indigno gastar dinero en ellos cuando la prioridad debería ser el alivio del padecimiento humano. Podemos y debemos amar a los animales, pero es pecaminoso profesarles el afecto que sólo se debe a las personas.

Todo esto es muy sensato y no hay motivo para que los granjeros, los transportistas concienzudos y otros no lo cumplan. Pero si el hombre continúa adhiriéndose a los absolutos morales, como debe hacerlo para sobrevivir, no veo futuro a largo plazo para la cría de ganado.

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