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Desenchufe la máquina, enfermera

Cuando uno pasa los sesenta y cinco años, ciertos asuntos comienzan a requerir atención. ¿Un testamento? Ya lo he redactado. ¿Mejoramiento moral? Estoy trabajando en ello. El otro día un amigo sugirió un tercero: «¿Ya has pensado tus célebres últimas palabras?» Admití que no lo había hecho, y me puse a meditar sobre ello.

Huelga decir que las mejores líneas de despedida son las no premeditadas. Mi amigo Simón Fraser, que murió hace un año de un ataque cardíaco, sentado en su caballo mientras dirigía la cacería local, dio con la nota perfecta para un deportista apasionado: "¿Dónde están los sabuesos?". La leve ambigüedad es un toque interesante: el cielo tiene sus sabuesos, al igual que la tierra. También el tono inquisitivo, que me recuerda la despedida perfecta, que por supuesto pertenece a Henry James: "Conque aquí está, al fin, esa cosa gris y difusa".

Es justo suponer que las últimas palabras más memorables son premeditadas, o bien adornadas o inventadas por testigos piadosos, o totalmente apócrifas. No creo ni por un minuto que Renán se fuera con ese alarde de triunfalismo ateo -"Perecemos. Desaparecemos. Pero la marcha del tiempo continúa eternamente"-, que suena aún más pomposo en francés. Tampoco creo que las últimas palabras de John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, fueran "¡Independencia para siempre!". Sin duda un propagandista cristiano acuñó la presunta despedida de Julián el Apóstata: "¡Me has conquistado, oh galileo!". En otra anécdota similar, John Fox, el gran divulgador protestante del siglo dieciséis, dice que San Lorenzo, quemado en una parrilla en el 258 de nuestra era, dijo a sus torturadores: "Este lado ya esta tostado, así que hacedme girar. Come, tirano, y comprueba si mi carne es mejor cruda o asada".

Los que asistieron al lecho de muerte de Disraeli dicen que sus últimas palabras, penosamente susurradas, fueron en hebreo. Es posible que ese viejo zorro, que desde luego no demostró ningún conocimiento de hebreo en vida, hubiera planeado cuidadosamente su partida. Y creo que las últimas palabras de Napoleón Bonaparte fueron Tete d'armée. Son demasiado espontáneas y pulcras para considerarlas un invento. También acepto que el pobre Hazlitt expirase con un "En fin, he tenido una vida feliz". Había tenido una vida tan espectacularmente infeliz, y su ironía era tan aguda, que el dicho encaja.

Muchas últimas palabras famosas suenan verdaderas porque fueron totalmente accidentales y no tienen nada que ver con la muerte o con la síntesis de una vida. No sé cuáles fueron las últimas palabras oficiales de Winston Churchill. Su biógrafo Martin Gilbert no las consigna, y sus últimos catorce días pasaron en un silencioso coma, pero James Cameron cenó con él poco antes de que falleciera. El viejo león no dijo nada. Pero James, al marcharse, estrechó la mano de sir Winston con excesivo vigor. Churchill despertó airadamente, con ojos llameantes, y gruñó: "¡Maldición!".

Tennyson murió después de pedir las obras completas de Shakespeare. Se las entregaron y sus últimas palabras fueron: «Lo he abierto». Dickens dijo misteriosamente: «Sí, en el suelo». Goethe: «Luz, más luz». Grotius: «Sé serio». Enrique VIII se fue con «¡monjes, monjes, monjes!», aunque esto podría ser una invención papista. Luis I exclamó: «¡Fuera, fuera!». A Oliver Goldsmith le preguntaron piadosamente si su espíritu estaba en paz; protestó «No, no lo está» y murió. Sospecho que la mayoría de las últimas palabras reales han sido simples expresiones de fatiga, como el "estoy muy cansado" de Macaulay o el "ahora debo dormir" de Byron. Los que mueren violenta o inesperadamente, sólo profieren exclamaciones o gritos. Marat: «¡Socorro, socorro!». Gustavo Adolfo: «¡Dios mío!». Ricardo III: «¡Traición!». Gibbon, hablando en francés -afectado hasta el final-: «Mon Dieu!». Richard Brinsley Sheridan dijo: «¡Estoy deshecho!», que supongo que es lo que cuadra a un hombre de teatro.

Un tercer grupo de frases finales creíbles viene de hombres famosos agobiados por excesivos cuidados. John Locke estaba harto de lady Masham, que le leía los Salmos, y rugió: «¡Basta!» Voltaire: «¡Por favor, dejadme morir en paz!». La princesa Carlota, hija del príncipe regente, a quien su incompetente médico llenaba desesperadamente de coñac: "Me f estás emborrachando. Por favor, déjame en paz". Muchas airadas protestas finales aluden al deseo de los agonizantes de que los sacerdotes, monjes, frailes y demás salgan de la habitación.

Personalmente, me gustaría contarme entre los que se van con una broma, premeditada o no. Un viejo juez, lord Tenterden, se sentó de repente, anunció: «Caballeros del jurado, pueden retirarse», y expiró. Otro juez, lord Thurlow, exclamó: «Que me cuelguen si no creo que me estoy muriendo». Otra versión de esta broma es el final de Palmerston: «Morirme, querido doctor, es lo último que haré». Robert Burns pidió: «No dejéis que el torpe pelotón dispare sobre mi tumba», un dicho jugoso, ben trovato, aunque no auténtico. Estoy pensando en algo similar para mi partida, aunque si doy con una fórmula demasiado feliz me la guardaré para mí mismo. Muchos escritores ansian despedirse con una buena línea, y el plagio en el lecho de muerte queda impune por definición.

La realidad, sin embargo, quizá sea más sombría. Cada vez más, el único sonido del lecho de muerte es la desactivación de una máquina. Las últimas palabras de Washington fueron: «Me cuesta morir pero no temo irme». Hoy día, con los aterradores milagros de la ciencia moderna, a los moribundos no sólo les cuesta morir sino que mueren muy viejos, y la mayoría ansian irse, si todavía están lúcidos. Es difícil lograr una muerte edificante o una mera bona mors cuando uno tiene más de noventa o cien años y hace tiempo que perdió el seso. Las enfermeras de las clínicas geriátricas nos cuentan que los viejos mueren en silencio o mascullando incoherencias. Si se identifica una palabra, es una interjección o una obscenidad. Si queremos morir memorablemente, pensemos las palabras ahora y cerciorémonos de que el comunicado de prensa que las contiene esté, como el testamento, preparado de antemano.

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