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Poussin: un emperador desnudo

No hay otro campo donde el público bienintencionado sea tan fácil de estafar como en las artes visuales. Pongamos por caso la deificación de Picasso y la moda de fraudes tan evidentes como Yves Klein. Pero no sólo en el siglo veinte los estafadores e ineptos han sido saludados como genios. El canon de los "maestros antiguos" está lleno de pintores de brocha gorda que llegaron allí por un motivo u otro. Una visita a la muestra de Nicolás Poussin en la Royal Academy confirmó mi opinión de que es ejemplo notable de este proceso. ¡Qué mal pintor era! ¿Tenía algún mérito, aparte del tesón y la industriosidad?

Poussin, como otros artistas cuyos lienzos aparecen borrosos, se ha beneficiado de los magníficos procesos de reproducción cromática que hoy damos por sentado. Hacen que algunas de sus pinturas parezcan respetables, aunque no puedan salvar otras, y cualquiera que eche un vistazo al catálogo de la muestra podría llegar a la conclusión de que Poussin era, al menos en ocasiones, un colorista con talento. Pero la realidad es mucho peor, y muchos de los respetables visitantes de clase media que pueblan la exposición han debido de sentirse defraudados por esas obras desleídas, borrosas, sombrías -en ocasiones chillonas- y por su atmósfera de raído desánimo y pastosa tenebrosidad. Pero, por supuesto, no se atreverían a decir que están defraudados, ¿verdad? Poussin es un maestro, uno de los grandes, y se debe mencionar con reverencia. No debemos decir que el emperador está desnudo, o que el pintor no tiene talento, al menos en estos casos.

Es inútil decirme que muchos lienzos de Poussin se han desgastado y han sido restaurados del modo más torpe. No debemos juzgar los cuadros por su reputación sino por lo que vemos: es inútil tratar de imaginar en ellas virtudes que manifiestamente no poseen. Además, hay muchas pruebas objetivas de que las limitaciones artísticas de Poussin eran muchas y radicales, y no tienen nada que ver con el modo en que el tiempo y la posteridad han tratado su obra. Ante todo, carecía de curiosidad visual. Es como si nunca hubiera mirado nada, contentándose con una serie de imágenes estereotipadas implantadas en su mente a temprana edad, nunca corregidas por la referencia a la naturaleza, y reproducidas con dolorosa monotonía, década tras década.

Por ejemplo, hay un solo cielo de Poussin, un empíreo de un implausible azul rosado y, más abajo, un conjunto de nubes algodonosas o deshilachadas, violentamente iluminadas desde la izquierda. Para alcanzar un efecto nocturno o de tempestad hace caer hollín desde una chimenea imaginaria. También está lo que llamo su cielo chocolate Cadbury, que le sirve para sus efectos de fuego distante, destino inexorable, etcétera (véase El rescate del niño Pirro). Una de las dificultades de Poussin como pintor es que como artista de estudio nunca se tomaba el trabajo de preguntarse dónde estaba la fuente de luz de su composición. Las tres cuartas partes de sus lienzos tienen escasa iluminación, de ahí su turbia sordidez, y en otros no se sabe de dónde viene la luz. En Tancredo y Herminia no hay explicación para el escudo reluciente ni los fogonazos en el cuerpo del hombre abatido, porque si las antorchas sostenidas por los putti fueran auténticas teas en vez de borrones anaranjados, la luz vendría de la dirección opuesta. Estos acertijos me provocan reservas sobre casi todos los diseños de Poussin. En El Testamento de Eudamidas la luz debería venir de la ventana de la izquierda, pero surge de la radiante camisa amarilla del notario, un prenda muy inadecuada para un hombre de leyes, dicho sea de paso.

Poussin tenía muchos problemas con la ropa, que sobresale en sus diseños y suele dominarlos. Se le considera un maestro de la composición pero el equilibrio lineal sucumbe con frecuencia al triunfalismo exhibicionista de una figura menor. Así, la capa roja de Mercurio domina El nacimiento de Baco, y una prenda aún más incongruente, usada por un San José negro, disminuye todo lo demás en La Sagrada Familia con diez figuras. Quizá muchos de estos colores de altos decibelios se deban a una mala restauración, pero tengo la impresión de que en algún momento Poussin, un hombre notoriamente cálido, compró una gran cantidad de naranja y no pudo resistirse a usarlo con generoso desatino. La coloración torpe agrava su debilidad más fundamental, la incapacidad para pintar la piel humana. Tiene tres colores básicos para la piel: blancuzco para las mujeres vivas, una coloración piel roja para los guerreros y los hombres en general, y peltre terminal (o verde agónico) para los enfermos, los moribundos y los muertos. Uno se pregunta si Poussin examinaba la piel de sus modelos. (Suponiendo que los usara: trabajaba en secreto, y la abrumadora mayoría de sus personajes parecen pintados a partir de figuras yacentes. En general, tiene un solo rostro femenino, que a su vez es más un estereotipo que un rostro real.)

En un lienzo de Poussin nada viene del mundo real. Los árboles son lo que llamábamos, cuando hacíamos pruebas de control de incendios en el ejército, "árboles con copa de arbusto". Los palacios son Disneylandias del siglo diecisiete, las casas son de Lego. Si los hombres cabalgan, se yerguen envaradamente sobre caballos de madera pintados de blanco. Tito tiene uno en La captura de Jerusalén, y reaparece dos veces en El rapto de las Sabinas y cuatro en Rut y Booz, donde avanza por un extravagante maizal, una escena de total confusión agrícola. Muchos de estos lienzos son involuntariamente graciosos, y me temo que mis ocasionales carcajadas escandalizaron a los correctos adoradores que recorrían Burlington House: la asombrosa maraña de piernas carnosas en El éxtasis de san Pablo, la proliferación de putti, especialmente el favorito del artista, un monstruo encefálico con nariz de botón y sonrisa maligna, las manos tentaculares de El juicio de Salomón. Con el tiempo, Poussin provoca risa. ¿Cómo lo consigue? El dibujo de La muerte de Catón, en la Royal Collection, muestra una empuñadura de espada en un lado del cuerpo y una hoja muy distinta saliendo del otro. Poussin tenía un genio innegable para la ineptitud.

Si Poussin hubiera sido inglés o americano, habría sido ridiculizado y sepultado como B. R. Haydon o Benjamín West. Siendo francés, se ha beneficiado con la promoción chovinista en que su vanidoso país ha descollado siempre, especialmente en cuestiones de arte. Dejando Burlington House, y ansiando calmar mis sentidos, corrí a la National Gallery para mirar de nuevo mi cuadro favorito de allí, el Chateau de Steen de Rubens, pletórico de esa magnificencia natural que Poussin no tenía ojos para ver. También miré El arresto de Cristo de Caravaggio, prestado por Dublín, una tragedia de estremecedora verdad frente a los torpes artificios de Poussin, que están en las antípodas. Recobrada mi fe en la civilización, tomé el autobús para regresar a casa.

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