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Antes, los americanos no tenían pelos en la lengua

El director del Spectator señaló atinadamente la censura reinante en Estados Unidos sobre el tema de la discusión racial. No sólo es errónea y antinatural, siendo contraria a la tradición americana del debate abierto, y a la letra y el espíritu de la primera enmienda. También es peligrosa, porque detrás del muro de silencio acecha una explosión de odio racial. A menos que los americanos comiencen a discutir sus problemas raciales con franqueza y sinceridad, surgirán soluciones drásticas, y las víctimas serán precisamente aquellos a quienes este silencio pretende proteger: los negros.

Hubo una época en que los americanos dirigían el mundo diciendo lo que pensaban. Así los retratan Dickens, Trollope y Thackeray. Es una razón por la cual el quisquilloso Henry James huyó para buscar refugio en la reticencia europea. El periodista estadounidense por excelencia, H. L. Mencken, era un modelo de actitud frontal. Ahora los americanos cultos, especialmente la clase dominante de empresarios, políticos y gente de los medios, sienten terror de abrir la boca sobre cualquier tema vagamente vinculado con lo racial.

A menudo el efecto es ridículo. Hace poco, en Nueva York, participé en un debate público sobre la enseñanza de Historia americana. Surgió la pregunta "¿Cómo se define a un americano?" y de inmediato todos se pusieron nerviosos. Un hombre negro se levantó y dijo: «No digo esto para debatir sino como mera afirmación. Hace años yo me llamaba americano. Luego, negro americano. Después, afroamericano. Ahora, africa no». Este absurdo comentario fue recibido con reverente silencio. Tuve ganas de replicar: «Bien, amigo, ¿por qué no te vas a vivir a África a ver si te gusta?», pero no quise crear problemas a mis anfitriones.

Y les habría buscado grandes problemas. Los castigos por apartarse de los códigos convenidos para las referencias raciales son severos. Hace un tiempo, estudiantes negras en estado de ebriedad causaron un alboroto en plena noche en los dormitorios de la universidad de Pensilvania. Un estudiante israelí asomó la cabeza y les dijo que se calmaran y dejaran de actuar como "búfalos de agua", un insulto hebreo. En una sociedad cuerda las mujeres habrían sido castigadas por embriagarse y causar desorden. En los Estados Unidos de hoy fue el israelí quien tuvo que sufrir problemas.

Algunos locutores de radio, como Rush Limbaugh y Bob Grant, rompen el tabú y dejan hablar a los americanos comunes. El establishment intelectual hace tremendos esfuerzos para silenciarlos. Limbaugh tiene 20 millones de oyentes y hasta ahora ha sobrevivido. Grant es más vulnerable: aún no se sabe si una campaña encabezada por la revista New York para obligar a los anunciantes a retirar su patrocinio lo sacará de las ondas. New York no huele precisamente a rosas: una importante fuente de sus ingresos consiste en publicidad explícita de las prostitutas de la ciudad. Pero no hay tabúes sobre el sexo, y menos sobre las perversiones sexuales.

Esta censura no se aplica, huelga aclararlo, a los negros mismos, que al parecer pueden decir cualquier cosa. Nunca han castigado a Jesse Jackson por referirse a Nueva York como Villa Judea. Louis Farrakhan, un antisemita que haría buenas migas con Goebbels, sigue vociferando sin estorbos. Uno de sus discípulos, jefe de estudios afroamericanos de una universidad de Nueva York, fue suspendido después de protestas públicas contra sus exabruptos antisemitas. Ahora se le ha defendido en los tribunales, ha recobrado su puesto y ha recibido cuantiosas compensaciones por daños y perjuicios. Y en las universidades y los medios de comunicación, en el sector público y en cualquier entorno laboral donde se busquen contratos estatales o federales, los negros son una casta privilegiada. Gozan de un cupo de empleo para minorías, hay que contratarlos al margen de sus calificaciones y resulta cada vez más difícil disciplinarlos o despedirlos.

Los privilegios negros erosionan el sistema judicial. Si un negro mata a un blanco, aun frente a testigos, es cada vez más difícil obtener una condena. Algunos jurados negros no votan contra un compañero de raza si ha asesinado a un blanco, al margen del peso de la prueba. Y, desde el caso de los tres policías de Los Angeles, la amenaza tácita de un alzamiento negro pende sobre los juicios controvertidos. Es sumamente improbable que se haga justicia en el caso de O. J. Simpson porque California no quiere otro levantamiento multimillonario de saqueadores negros. Es probable que Simpson salga libre. Los tabúes raciales están infligiendo tanto daño a la sociedad estadounidense que sus costosos tribunales no puedan producir un veredicto más justo que la ley del linchamiento del viejo Sur.

Creo, sin embargo, que puede sobrevenir un cambio. La publicación de The Bell Curve de Charles Murray indica un punto de inflexión. El libro no trata específicamente de asuntos raciales, pero comenta ciertos temas prohibidos, tales como la puntuación relativa de diferentes razas en tests de inteligencia y, sobre todo, el mal rendimiento de los negros. Por este motivo, se realizaron varios intentos para neutralizar el libro. El Manhattan Institute despidió a Murray, y sólo el coraje del American Enterprise Institute de Washington D. C. permitió que el libro se publicara. Fue objeto de salvajes y reiterados ataques en periódicos del establishment como el New York Times (su Book Review fue una valiente excepción, pues publicó una nota imparcial). Los ataques contra Murray, personales y mendaces, procuran retirarlo del mercado laboral.

No obstante, el debate ha comenzado y continuará. Por primera vez en más de una generación Estados Unidos tiene la oportunidad de volver a aprender a hablar sobre los temas raciales de forma abierta y sensata. El cambio será bienvenido. Bajo el régimen de la ausencia de debate, los blancos comunes están albergando resentimientos contra los negros que con el tiempo cobrarían una fuerza abrumadora. Si se enfurecen más de la cuenta, los americanos son capaces de pensar lo impensable y votar lo imposible. Aquí hay obvias lecciones, también para Gran Bretaña.

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