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El triunfo inminente de Madame Butterfly
A medida que nos aproximamos al siglo veintiuno, aparecen signos de que podemos estar experimentando un cambio fundamental en el modo en que la humanidad dirige sus asuntos. Hasta el presente, por bien o mal que anduviera la raza humana, es incuestionable que su dirección estaba en manos de los hombres. Desde el comienzo de la historia documentada, sabemos que todas las decisiones fundamentales, y una abrumadora mayoría de las decisiones menores, eran tomadas por varones, en todas las sociedades y en todas las épocas. Durante vastos períodos de la Historia, las mujeres han sido prácticamente invisibles, salvo como criadoras y como sirvientas sin remunerar. La producción intelectual de las mujeres ha sido insignificante, y todavía es diminuta en comparación con su magnitud potencial, aunque ahora se está acelerando a gran velocidad.
En breve, en toda su existencia la raza humana ha operado con sólo la mitad de su energía creativa. Solemos encarar esta pérdida pensando en las tragedias individuales, lamentando la frustración de un sinfín de mujeres de talento y de genio cuyas vidas fueron desperdiciadas. Nuestros corazones se compadecen de esas mujeres sagaces que, con valor y perseverancia, lograron invadir un mundo de hombres.
¿No es monstruoso que Jane Austen, nuestra novelista perfecta, guardara silencio durante tantos años de su breve vida, nunca tuviera habitación propia y tuviera que usar un corredor para escribir sus novelas, cubriéndolas deprisa cuando era interrumpida? ¿Por qué a la herma na pintora de sir Joshua Reynolds, tal vez con más talento que él, nunca se le permitió continuar su carrera? ¿Y por qué Gwen John, cuyo arte era mucho más delicado y puro que el de su hermano Augustus, murió olvidada y hambrienta, mientras él se fue de juerga toda su vida, larga y desperdiciada? Thomas Gray, al llorar por las invisibles gemas de los rayos más puros y las incontables invisibles flores nacidas para sonrojarse y malgastar su dulzura, pensaba sólo en el desperdicio de los Hampden de aldea, los Milton sin gloria y los Cromwell sin culpa. ¿No hubiera escrito un poema mucho más grande si hubiera reflexionado sobre el destino de la multitud de Janes y Elizabeths -y Francoises y Gretchens y Carlas y Natashas- a quienes desde el alba de la humanidad se niega el derecho a usar el cerebro que les dio su creador?
Pero estas son sólo tristes historias de mujeres frustradas. Y es posible que, merced a su ingenio y estoicismo femeninos, no se sintieran tan frustradas y hallaran toda suerte de compensaciones. Jane Austen, por ejemplo, no da la impresión de haber sido una mujer desdichada e insatisfecha; como Nancy Mitford, otra víctima del sistema, nunca dejó de reírse. ¿Pero qué hay de la tragedia, mucho más vasta y perniciosa, de la humanidad en su conjunto, avanzando a media marcha o menos? ¿Qué hemos perdido al mantener a las mujeres fuera del puente, fuera de la sala de máquinas? ¿Cuánto más lejos habríamos llegado? Esta pregunta nunca se tiene en cuenta.
Dentro de cien años, el desuso o mal uso del talento femenino será juzgado como el error más flagrante e incomprensible de la historia humana. Porque para entonces resultará cegadoramente manifiesto que las mujeres no sólo son intelectualmente iguales a los hombres sino que en muchos sentidos, tal vez en todos los aspectos importantes, son superiores. No sé por qué es así: parte del plan providencial divino, supongo, pues Dios desde luego hizo a las mujeres moralmente superiores a los hombres. En muchas otras especies la hembra es la fuerza impulsora y orientadora, y no me cuesta imaginar una sociedad mundial dirigida por mujeres.
Lo más difícil es ver cómo llegaremos a ella, pues en el presente, y dentro del futuro previsible, las mujeres aún sufren una desventaja biológica por ser portadoras y criadoras de hijos y, por qué no decirlo, por la enorme e irreemplazable satisfacción que obtienen de esta función. Los resultados de este año escolar confirman que las muchachas de dieciséis años son más inteligentes que los varones de la misma edad, o al menos son mejores para ordenar y disciplinar sus habilidades. También brindan pruebas abrumadoras de que las estudiantes de centros de un solo sexo rinden mucho más que las mujeres expuestas al mundo de la competencia sexual. Las cifras de rendimiento del GCSE (General Certifícate of Secondary Education) -que se repiten en muchos otros países y por primera vez brindan una prueba fehaciente de que las mujeres son intelectualmente superiores a los hombres- se deben cotejar con cifras correspondientes a personas de diecisiete y dieciocho años, y reflejan mayor motivación en los varones y un descenso en la concentración académica de las mujeres cuando empieza a apremiar el impulso sexual.
Pero esto sólo destaca el peso, o el efecto de frenado, que la sexualidad de las mujeres impone a su desempeño. Y esto se puede mitigar gradualmente mediante cambios sociales y de otra especie. Mis observaciones me sugieren que en el mundo de hoy hay muchas mujeres que sienten inquietud por no estar casadas y no tener hijos, y que no logran encontrar solución a este trance. Pero no son tan infelices como para casarse con hombres insatisfactorios, como lo habrían hecho una generación atrás, porque ya no están dispuestas a someterse a alguien que es manifiestamente inferior en lo intelectual. Esta es la gran fuerza del cambio en la actualidad: la creciente confianza de las mujeres en sus aptitudes, su voluntad de exhibir este orgullo de manera práctica, las primeras impresiones del triunfalismo femenino. Muchos factores impulsarán el proceso: la declinación del matrimonio sojuzgador; el hundimiento de la suficiencia masculina; la capacidad del comercio científico para brindar un mercado a las mujeres que quieren, además de matrimonio e hijos, una carrera plena; y la mayor influencia de las mujeres en las decisiones políticas, que apresurarán estos procesos.
Habrá sorpresas para la gente que supone que el Occidente, cuna del feminismo, continuará siendo la usina de estos cambios. El feminismo es, y siempre ha sido, una irrelevancia que enmascara los cambios más fundamentales que han permitido a las mujeres desempeñarse mejor y demostrarlo. Los asiáticos están aprendiendo mejor que nadie a organizar sus sociedades con mayor productividad y eficiencia, y sospecho que serán los primeros en jugar la carta de triunfo femenina. Los japoneses, que han demostrado que pueden moverse a asombrosa velocidad cuando se lo proponen, dejarán atrás a Occidente al permitir que las mujeres asciendan de la obsecuencia servil al liderazgo pleno. Los vietnamitas, coreanos, chinos y otros no tardarán en seguirlos.
El siglo veintiuno será la era de Madame Butterfly: no perderá su belleza, espero, pero dejará de ser la víctima para llevar la voz cantante.
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