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La cueva de un Aladino cristiano

El mayor placer que una persona civilizada puede disfrutar hoy en Londres es una visita a la muestra de Pugin en el museo Victoria & Albert. Es sensacional; no sólo está organizada con deslumbrante habilidad, sino con manifiesto amor, y poblada de objetos extraordinarios y bellos. Los que creen que la raza británica ha declinado quizás arguyan que hoy no podríamos mostrar un hombre como Pugin. Aun los Victorianos, acostumbrados como estaban a los gigantes, sabían que él era excepcional. "Genio y entusiasmo en cada arruga del rostro", escribió uno. Y otro: "Su energía era desbordante, su dedicación incomparable y la versatilidad de sus poderes inagotable". A los diez años ya estaba trabajando empeñosamente, dibujando, pintando, diseñando, inventando. Después, en incesante procesión, vinieron iglesias, altares, vestimentas, cálices sagrados, joyas, marcos, tapices, papel pintado, encuademaciones, mosaicos, muebles (desde tronos y pulpitos hasta humildes taburetes), alfombras, bufandas, cojines, mantas, techos, candelabros, vitrales, vajilla, copas, espadas, tenedores, hogares, tumbas, una cueva de tesoros digna de Aladino. Sus atareadas manos forjaron muchas cosas, y el resto fue obra de los incomparables artesanos que abundaban en la época victoriana, celosamente vigilados por el maestro mientras trabajaban a partir de sus meticulosos dibujos. Todo esto sucedió a creciente velocidad hasta que este Leonardo inglés, poco después de cumplir los cuarenta años, ascendió bruscamente al Elíseo, como Elias, en un torbellino de locura y muerte.

La vida de este asombroso hombre fue propulsada por una obsesiva pasión por el gótico, que introdujo en la Iglesia Católica y lo obligó a crear un mundo consistente en un arco gigantesco y puntiagudo y sus incesantes transmutaciones. Incluso determinó su singular vida sexual, robusta y variada para un hombre de su época. Cuando se casó con Jane, su tercera esposa, exclamó: «¡Al fin tengo una esposa gótica de primera!». Y "propulsado" es la palabra. Las anotaciones de su diario, en general breves y precisas, consignan una vida frenética transcurrida en toda Gran Bretaña y el continente europeo, en diligencias y bergantines, luego en vapores y trenes -como Trollope, el desplazamiento rápido lo inducía al trabajo creativo-, en la ejecución de un sinfín de encargos o en busca de inspiración. Era bajo (alrededor de uno sesenta), musculoso e irascible, con frente alta, una bella boca que lo convertía en un demonio con las mujeres, voz imperiosa, movimientos inquietos, desbordantes y enérgicos.

Nació en 1812, durante el momento más álgido de nuestra supremacía naval, y amaba el mar, como todos los ingleses de su generación. Desde la mansión gótica que se construyó en Ramsgate -recientemente en venta, creo que a 300.000 libras-, capitaneó una sucesión de barcos de respetable tamaño que él mismo timoneaba, dedicándose al contrabando, el naufragio y la búsqueda de tesoros. Incluso se vestía como marinero, con un chaquetón azul marino de enormes bolsillos donde podía ocultar libracos, custodias de metal precioso, crucifijos y otros artículos que recogía en sus viajes, y su única camisa libre (viajaba con poco equipaje). Debía parecer extraño. Una vez atracó en Dover y entró, "como era su costumbre", en un compartimiento de primera; lo saludaron con un "hola, amigo, creo que te has equivocado de lugar". Entonces Pugin respondiía: «Válgame, así es. Creí que estaba en compañía de caballeros». El maestro no era fácil de superar en cuestión de modales, gusto u otras cosas, y era capaz de tumbar a un oponente a puñetazos.

Pugin creía confiadamente en un Dios todopoderoso y misericordioso, pero es indudable que asociaba el gótico con lo tenebroso. Sus diarios muestran que le deleitaba consignar desastres: personales, económicos, artísticos. Siempre advertía, por ejemplo, las ocasiones en que una obra del West End cerraba de repente después de sufrir reseñas desfavorables. Las anotaciones dicen: "Sesenta bancarrotas hoy"; "Lady Erksine obligada a pedir auxilio al lord alcalde"; "Catedral de Chartres incendiada"; "Espantosa tormenta"; "El tejado de hierro de la fábrica de Maudsley se derrumbó, sepultando a gran cantidad de personas en sus ruinas; algunas murieron de inmediato, las demás fueron trasladadas al hospital en camillas, con pocas esperanzas de recuperación"; "La obra libertina francesa mal recibida"; "La ópera Aladino sin éxito. Tramoya de pésimo funcionamiento"; "Durante la noche cayeron varias lámparas, cubriendo de aceite al lord alcalde y su esposa". Y así sucesivamente.

A pesar de su gusto por lo lúgubre, el genio de Pugin logró un gótico liviano y aéreo, por momentos etéreo y flotante. Hay gracia, elegancia y alegría en sus líneas. En sus biombos de iglesia, por ejemplo, usa un ligerísimo trasfondo gris que refuerza el poder de sus verdes y rojos al tiempo que evita la pesadez. Sus mesas, aun las más macizas, parecen leves y ágiles. Su toque delicado hace que su obra sea hoy inmensamente atractiva, y uno de los méritos de esta muestra es que muchos artículos se consiguen en reproducción. Hay en venta mosaicos, joyas, tazas, platillos, sillas, escritorios, papel pintado, ricas colgaduras. Yo me prendé de un relicario de bronce y oro de un metro. Con sus columnas y pórticos, sus arquitrabes y chapiteles, es una enciclopedia del gótico de Pugin, con su ojo de cristal central esperando una pieza de la Cruz Verdadera. El precio, ay, es de 4.000 libras.

¿Pero qué es, o era, el dinero en el mágico y milagroso mundo de Pugin? Su gran mecenas, el conde de Shrewsbury, tragó saliva cuando descubrió que la tremenda iglesia que Pugin construyó y decoró en Cheadle no le costaría las 7.000 libras que pensaba, sino 40.000. ¿Y qué? No hay nada semejante en la Tierra. Hoy no se compraría ni con la suma de las fortunas de Packer, Soros y Goldsmith. Gastamos quinientos millones de libras en la horrenda, insípida e inconclusa Biblioteca Británica, pero no podríamos costearnos un Pugin, aun suponiendo que existiera. No existe ninguno: de eso se trata. Tenemos artistas de talento singular. David Hockney dibuja casi tan bien como Ingres y Glynn Boyd Harte alcanza efectos de acuarela que me hacen llorar de envidia. Pero el molde que nos trajo el genio omnímodo de Pugin, Ruskin y Morris está roto. ¿O no? Tal vez algún joven especial visite la deslumbrante cueva del tesoro del Victoria & Albert y salga transfigurado, lleno de energía, dispuesto a consagrar una vida a hacerlo aún mejor. La historia del arte está llena de esos acontecimientos improbables y taumatúrgicos.

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