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Salvando a los padres de sus hijos

Cyril Connolly era un niño feo de una familia poco distinguida y no demasiado rica. Pero tuvo un éxito deslumbrante en Eton, no sólo porque era inteligente y capaz en griego -eso ayudó, desde luego- sino porque aprendió a hacer reír a los aristócratas, y así cobró popularidad. Eso arruinó su vida. Como escribió más tarde, el último año de escuela de un estudiante que ha tenido éxito en Eton es tan delicioso que la vida después, por bien que le vaya, es un descenso del Elíseo, una expulsión del Jardín del Edén. Una vez, Connolly me dijo al final de sus días: «Mi vida adulta ha sido un purgatorio, iluminado por algunos destellos de un cielo recordado». Muchos otros estudiantes de Eton encontraron el mismo destino. Uno los ve apiñándose en oscuros rincones de clubes londinenses o escabullándose entre los bancos de la City con una expresión de profunda melancolía en su estúpido rostro.

La maldición oculta de Eton se ha convertido ahora en la maldición de todos nuestros hijos. Los consentimos hasta el punto de que viven en un paraíso ilusorio, y luego los arrojamos a un mundo real de competencia, desempleo, escasez de viviendas, crimen y relaciones personales dudosas. El proceso de consentimiento comienza desde la más tierna edad, desde que es posible la manipulación. La excelente máxima Children should be seen and not heard -Los niños deben ser vistos, no oídos- se ha invertido. No sólo se les permite estar presentes en todas las ocasiones, sino dominar la escena. Soy testigo de que recientemente un ministro, el director de un periódico y el presidente de una gran compañía, que disfrutaban de una civilizada conversación acerca de cómo deshacerse de John Major, tuvieron que callarse por exhortación de los padres de una niña de tres años, que trataba "de decir algo". Bien, esperamos y al final lo dijo: «Mi muñeca se llama Nobbie».

No reprocho ciertas cosas a los pequeños. Ahora tienen ropa bonita y cómoda, mientras que a los doce años yo debía padecer esos cuellos almidonados con ganchos. Nuestra zona de Londres está llena de campos de juego de admirable ingenio, donde los niños corretean con alegría y aprenden a ser valientes y emprendedores de manera fácil. Comen platos maravillosos y en la cantidad que desean (¿algún chico inglés sabe qué se siente, como yo desde luego sentí, al tener verdadera hambre?). La lectura y muchas otras clases de aprendizaje son divertidos. Hoy nadie experimenta los sinsabores de llenar un cuaderno con pluma y tinta. Sus placeres son babilónicos e incesantes. Hace poco llevé a un nieto a ver -y, lo juro, oír- los dinosaurios mecánicos del Museo de Historia Natural, y me maravillé ante la pericia y el dinero que ahora se invierte en entretener a las bestezuelas, los niños, no los monstruos.

Además, cada vez inclinamos más la ley a su favor. Ahora es muy difícil procesar a los matones menores de edad, aunque asesinen, como hacen con creciente frecuencia. No sólo la deleznable Ley del Menor de 1989 figura en el Libro de Estatutos, sino que sus estipulaciones son cada vez mejor conocidas por los malandrines adolescentes. Los recientes disturbios de Saint Mary's, en Wantage, no podrían haber sucedido de otra manera. El personal se enteró de lo que los alumnos de quinto año se proponía hacer cuando hubieran terminado los exámenes habían almacenado pintura y gigantescos aerosoles, así que se abrieron los armarios de las cabecillas y confiscó las municiones.

En tiempos de Angela Brazil, Dorita Fairlie-Bruce y Eleanor Brent-Dyer, se habría considerado una victoria de las autoridades y todo habría terminado. En cambio, la nueva raza de abogadas estudiantiles pronunció que este golpe preventivo era una "invasión" ilegal de su "esfera privada" según la ley. Algunas presentaron una denuncia en Childline, otras amenazaron con ir a la policía, pero las dirigentes se pronunciaron contra la venganza. Estos demonios, pues, regresaron a Wantage, llevaron pintura al óleo, cien bombas fétidas y otras armas de exterminio tipo Corea del Norte. Oportunamente lanzaron su Día D. La señal fue la activación de la alarma contra incendios a las dos de la mañana. Usaban máscaras estilo IRA, sabiendo que el personal vacilaría en arrancárselas, pues esto los expondría a cargos de agresión bajo la ley de 1989. En consecuencia, la directora, la reverenda Pat Johns, una de las damas gordas recientemente convertidas al sacerdocio, expulsó a los cincuenta y uno -mejor dicho, los envió a casa hasta el final del período lectivo-, una reacción que fue diversamente definida como draconiana, valiente, vengativa o excesiva. Esta escuela no es, como han dicho los periódicos, un nido para hijas de ricachones decadentes, sino una escuela de clase media para las hijas de piadosos padres anglicanos.

Por supuesto, como sucedió con Connolly, cuando los niños abandonan esta existencia privilegiada, odian el mundo real. Pero ahora ese abandono se posterga durante décadas, y los hijos adultos se alojan en las cómodas casas de sus padres hasta los treinta años o más, usando como excusa la escasez de viviendas. Algunos padres, desesperados, compran apartamentos a sus hijos, o venden su casa para deshacerse de esos íncubos. Una mujer divorciada que conozco, con tres hijos que van de los veinticinco a los treinta y cinco años, todos los cuales viven en su casa gratuitamente cuando les viene en gana, se siente como una criada, cocinera y lavandera de su consentida prole. Yo: «No debería dejarse pisotear así». Ella: «Lo sé. Pero si se van quizá nunca vuelvan. En realidad no me importa, aunque preferiría que Laura no usara mi mejor ropa sin permiso».

Así habla una típica integrante de las nuevas clases parentales oprimidas. Pero la némesis se abatirá inexorablemente sobre los opresores. En el mundo real se encontrarán condenados, entre otras cosas, a la permisividad sexual. Están descubriendo que es inaceptable tener novios, amoríos y aventuras, o incluso amistades inofensivas. La opinión de sus pares les impone "relaciones" siniestramente permanentes con miembros del sexo opuesto, a quienes se describe como "compañeros", "amantes de cohabitación" y otros términos indigestos. Las mujeres se sienten humilladas y los despreciados varones cambian de papel. La semana pasada, en una fiesta, pregunté a una joven de veinticinco años si le gustaba Londres. «No está mal, dijo, pero la semana próxima debo iniciar la cohabitación y, entre nosotros, no la espero con ansiedad.» Así que hay cierta justicia, aun en un mundo dominado por la juventud.

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