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Buitres sobre el Día D

Mientras las celebraciones del Día D se acercan a su culminación, y el Hombre Que Eludió el Servicio Militar, el Hombre Gris y el Viejo Repelente se reúnen para sacar partido político de los muertos honorables, he tratado de imaginar qué diría el Duque de Hierro. No era hombre de celebrar estas ocasiones. Wellington odiaba la guerra y al final de su larga vida se alegraba de que su carrera activa como guerrero hubiera terminado en 1815, cuando sólo tenía cuarenta y cinco años. Es verdad que hasta entonces había presenciado más escenas de carnicería que ningún otro hombre de su tiempo, con la sola excepción de Bonaparte. A diferencia de Napoleón, sin embargo, a quien sus soldados le importaban un rábano, el duque lamentaba cada muerte y realizaba grandes esfuerzos por reducir las bajas, un motivo por el cual los hombres preferían prestar servicio con él, como luego sucedería con el general Montgomery.

Wellington solía decir que lo único peor que una batalla perdida era una batalla ganada. Aun él, con toda su experiencia, quedó profundamente conmocionado por la matanza de Waterloo, donde dos enormes ejércitos, ambos con resueltos comandantes, quedaron atascados en un espacio angosto y bajo fuego graneado durante un largo día de junio. El duque se asombraba de que él y su maravilloso caballo Copenhagen hubieran sobrevivido a ese riesgo de dieciocho horas. -"Realmente creo que el dedo de la Providencia me tocaba"-, sobre todo porque muchos de sus colegas -entre ellos lord Uxbridge, su comandante de caballería, que hablaba continuamente con él- fueron abatidos o mutilados. Las reuniones anuales que presidió para conmemorar Waterloo, en Apsle House o Windsor, no eran celebraciones sino reuniones de valientes que habían sufrido el infierno juntos y deseaban agradecer a Dios su supervivencia y brindar por la memoria de los camaradas muertos.

El duque sentía repulsión por los políticos y por todos los que deseaban aprovechar Waterloo con propósitos personales. Ni siquiera le gustó la idea del Pensionados de Chelsea leyendo el parte de Waterloo, de David Wilkie, hasta que el pintor lo convenció de su buena fe y veracidad. Wellington detestaba que Jorge IV hablara de la batalla, máxime cuando el rey, bajo la influencia del jerez, se convencía de que él mismo había participado en la famosa carga de los Royal Scots Greys. A menudo refería sus experiencias personales de la batalla a una multitud de cortesanos desconcertados, que sabían que él había estado seguro en su cama de Londres, terminando su narración: «Y así fue como los vencimos, ¿eh, Arthur?». El duque, que además detestaba que el monarca lo llamara Arthur, apretaba los dientes y replicaba fatigosamente: «Como Vuestra Majestad ha observado con frecuencia».

Podemos tener la certeza de que el duque no habría aprobado que un Bill Clinton tratara de apropiarse del Día D. Más aún, resulta mezquino que muchas personas que no estuvieron presentes en la batalla, ni guardan el menor parentesco con quienes estuvieron, hayan competido para participar en el acto. Hubo perturbadores informes declarando que hombres que se distinguieron en aquellas playas fueron excluidos de la lista de invitados, o añadidos a regañadientes después de sus protestas. Los ministros conservadores solían ser sensibles a los derechos de los veteranos y sus dependientes. Pero eso era porque habían prestado el servicio militar y sabían de qué se trataba. Ninguno de estos personajes estuvo en la Segunda Guerra Mundial. Algunos ni siquiera habían nacido. Pocos tienen edad suficiente para haber hecho dos años de reclutamiento en tiempos de paz. Para ellos las Fuerzas Armadas son sólo cosas que se deben recortar para disponer de más dinero para sobornar a los votantes. Cuando se presenta un acontecimiento como el aniversario del Día D, el instinto de esta gente es contratar a una empresa de relaciones públicas y preguntar qué tajada puede sacar.

Un veterano a quien intentaron pasar por alto fue el brigadier lord Lovat, que encabezó la primera oleada de comandos en la costa, acompañado por su gaitero. He hablado con él acerca de aquella mañana y lo encontré modestamente ansioso de restar importancia a su papel, que a su juicio se había exagerado. Pero sin duda fue uno de los héroes de esa ocasión, y si alguna época necesita héroes es la nuestra. Lovat está viejo y frágil y no puede salir de su casa, aunque todavía escudriña el mundo con ojo de águila. Pero su familia se sorprendió de que su invitación tardara tanto en llegar, y se ofendió cuando el ministro pertinente objetó que lord Lovat fuera representado en el banquete por su nieto y heredero de diecisiete años. Esto es típico del modo en que se manejó todo el asunto.

Otras sombras empañan la ocasión. El papel eminente que adoptó Francois Mitterrand sin duda ofenderá a algunas personas, pues algunos aspectos de su carrera bélica aún constituyen un misterio impenetrable. A pesar de las controversias recientes, aún no sabemos si su corazón estaba con la Resistencia, como él ha afirmado durante medio siglo, o con los que gobernaban Francia. Tal vez con ambos. O tal vez no tenga corazón, sólo una calculadora política. Espero que tenga la decencia de hablar lo menos posible en ese día.

No tendremos esa posibilidad con Clinton. El político que huyó al extranjero para no ir a Vietnam, y que una vez declaró públicamente cuánto odiaba a "las Fuerzas Armadas", tocará su propio tambor, como el tambaleante Jorge IV. Cuanto más examinamos a este hombre detestable, más inadecuado parece para la Casa Blanca. La presidencia de Estados Unidos se ha asociado a menudo con los más altos honores militares, al margen de que el presidente también sea comandante en jefe. Además del propio Washington, otros cinco presidentes fueron oficiales distinguidos, y muchos otros tuvieron una actuación excelente en la guerra. La idea de que un político que rehuyó sus obligaciones militares llegara a la Casa Blanca habría sido impensable hace una década. Empaña la ceremonia, y espero que algunos de los veteranos que asistan den al presidente su opinión, como hizo Herbert Shugart la semana pasada, en una ceremonia donde se entregaron medallas postumas del Congreso a dos soldados que perecieron en la intervención de Somalia, un típico embrollo Clinton. Shugart, padre de los dos muchachos, se negó a estrechar la mano de Clinton y le dijo: «Usted no merece ser presidente de Estados Unidos». Es un sentimiento con el que todos podemos estar de acuerdo.

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