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El príncipe Carlos y la mujer de Bath

El príncipe Carlos ha lanzado una nueva revista arquitectónica, Perspectives, con una convocatoria para consultar al pueblo. Quiere que el diseño de las casas refleje los deseos de aquellos que vivan en ellas. ¿Quién podría oponerse? ¿Pero cómo descubrir lo que quiere la gente cuando ella misma lo ignora?

La mayoría de la gente ve las casas desde dentro para fuera: puede describir lo que necesita en materia de habitaciones, servicios, espacio, iluminación y demás, pero no tiene idea de cómo debe reflejarse esto en el exterior. Al salir de la casa, piensa en jardín y garaje. Pero existe una minoría, a la cual pertenezco, que encara su casa ideal como un edificio más que como un conjunto de habitaciones, y la ve desde fuera, en su entorno. Puedo hacer un dibujo exacto de la casa que quiero, hasta los detalles de los ladrillos, molduras y chimeneas, pero no sé muy bien lo que va dentro. Me gusta que eso venga como una sorpresa al abrir la puerta. Si un arquitecto deseara construir mi casa perfecta, sospecho que lo primero que haría sería reñir con él. Y, pensándolo bien, la documentación histórica demuestra que esto es lo que sucede habitualmente. Construir la casa propia, aun encontrando un arquitecto que no sea un manojo de imperiosidad y falta de sentido práctico -lo cual es raro-, conduce a la frustración, la ruina económica, la desilusión y el mal humor.

Así que la mayoría compramos casas de segunda mano y sacamos el mejor partido posible de lo que encontramos y lo que podemos pagar. Al menos esto implica variedad. En los últimos cuarenta años he vivido en muchos lugares. Siendo joven en París, viví (excluyendo los hoteles) en un edificio art nouveau de ladrillo y estuco en Montparnasse, en un enorme apartamento dieciochesco de Montmartre que había sido una capilla y estaba sobre un club nocturno, y un apartamento decimonónico construido en un palacio medieval del Marais. En Inglaterra me mudé primero a un apartamento georgiano tardío en Knightsbridge, luego a un apartamento de 1880, de ladrillo y terracota, detrás de Harrods, y muchos años después, a una casa georgiana (1719) de Bucks. Recientemente he comprado una villa victoriana (1840) en Bayswater y un edificio para carruajes, convertido en los años 50, en Somerset, que es un ejemplo perfecto, hasta las luces, de lo que llamaría modernismo Attlee-Truman.

Me han deleitado mucho los variados estilos y atmósferas de estas moradas, y he sido feliz en todas, pero ninguna se corresponde con mi ideal. Como Cathleen Moreland en Northanger Abbey de Jane Austen, toda mi vida quise vivir en un castillo gótico, revival más que medieval o, mejor aún, ambas cosas, con abundancia de torres, torreones y almenas: pasajes penumbrosos, escaleras de caracol, capilla, piscina y un solárium. Esta visión no es tan irrealizable como parece, pues en mi experiencia, todos los que poseen un castillo gótico están sumamente dispuestos a delegarlo en otra persona. Pero cada vez que sentí la tentación, mi esposa Marigold se opuso firmemente, y esas torres coronadas de nubes se disolvieron al instante.

Me temo que hay pocas personas a las que les guste el gótico, y mi sueño de un segundo revival gótico que barra con las últimas cajas modernistas y nos devuelva a un mundo de agujas y almenas no se realizará. Parece existir una división de clases en estilos arquitectónicos. Por encima de cierta línea, que pasa por la clase media, hay una resuelta preferencia por el georgiano. Un duque o un conde que se cansa de su morada ancestral y decide construirse una vivienda más cómoda encarga una pulcra casa georgiana estilo rectoría, con ventanas largas, ligeras, con muchos paneles, tal vez con algunos toques de paladión en piedra, a la Quinlan Terry, pero esencialmente una mansión dieciochesca de ladrillo rojo. La mayoría de los miembros acomodados de la clases profesionales piensan en algo parecido. Su idea de la buena vida es envolverse en ladrillo georgiano y pintura blanca, y vivir como se imaginan que vivían el párroco Woodforde, el señor Bennett o el archidiácono Grantley.

Más abajo en la escala social, uno retrocede en el tiempo. Las clases medias bajas y los obreros querrán construcciones modulares además de un par de discotecas, pero también aman el lustre de una viga expuesta. Durante más de un siglo, la preferencia popular, como lo atestiguan generaciones de casas producidas en masa y construidas para la venta, se inclina por una especie de Tudor. No el Tudor refinado de John Smythson o Longleat, sino algo anterior, más concreto y pintoresco, con atmósfera: blanco y negro, madera y yeso en vez de piedra tallada.

Es raro, pues la mayoría de los ingleses encuentran su casa ideal en la primera época Tudor o en la Edad Media tardía. Sale de un libro de cuentos infantiles, ilustrado mucho antes de la era de la corrección política, la clase de casa donde Ricitos de Oro conocía a los osos, o donde el lobo se comía a la abuela de Caperucita Roja, un chalet con postigos, aleros, ventanas con forma de diamante, girasoles y malva loca en el jardín. Así es como los ingleses comunes se imaginan la Arcadia, e intentan recrearla patrocinando "noches de Enrique VIH" en el pub local, donde hay "mujerzuelas" que sirven comida en grandes fuentes y circulan bromas gruesas acerca de esposas múltiples, hachas, cabezas y fantasmas. El hecho de que para la mente popular la Edad Dorada se sitúa a fines del siglo quince queda además demostrado por la extraordinaria pasión por los gnomos de jardín, cuyo traje y sombrero sugieren que bien podrían haber sido espectadores de la Batalla de Bosworth Field.

¿Por qué la gente quiere transportarse a esos dudosos tiempos? No hay respuesta a esa pregunta. Deberíamos cuestionar, más bien, por qué rechaza tan enfáticamente la estética de la edad moderna, y la respuesta es demasiado obvia. Ciertos concejales crueles, y ciertos arquitectos y urbanistas brutales, pueden obligarla a vivir en torres cuadrangulares o refugios de hormigón diseñados por intelectuales desalmados que ven una casa como una máquina de vivir. Pero no lograrán imponer su gusto. La gente considera la arquitectura moderna como la última forma que ha cobrado la centenaria tiranía de la clase dominante. Si el príncipe Carlos puede liberarla de eso, y ayudarle a habitar una utopía donde la mujer de Bath o las alegres comadres de Windsor se encuentren a sus anchas, estaría en camino de convertirse en un monarca popular.

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