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Elegía para un escocés alto

Lo peor de envejecer no es la declinación de las aptitudes físicas -puedo asumir eso- sino la pérdida de amigos, que deja en nuestra vida lagunas que nunca pueden llenarse. Es particularmente duro cuando el amigo que perdemos es más joven, alguien a quien esperábamos ver hasta el final.

El sábado pasado, Simon Fraser, mi guía en las Highlands durante más de veinte años, murió súbitamente. Su fallecimiento fue, en cierto sentido, glorioso. Estaba montado en su caballo predilecto, con chaqueta rosa de cazador, con la cual siempre tenía un aspecto magníficamente romántico, y dirigía la cacería local en el parque del castillo, cuyo granito rosado y pardo chispeaba en el cálido sol primaveral. No hubo dolor, sólo el rápido cierre de una vida plena, desbordante y feliz. Era más de diez años más joven que yo, estaba en excelente estado físico, siempre cabalgando, escalando, esquiando, viajando por el mundo, dispuesto a cualquier desafío o aventura. Me costaba gran esfuerzo seguir, entre jadeos y resuellos, su largo y aplomado paso de escocés. Pensaba que mientras pudiera caminar con Simón sin rezagarme demasiado no era viejo.

Escalábamos las grandes colinas del extremo del valle que él poseía, especialmente Sgorr na Lapaich, el más alto (mil metros) y variado, :on tantos perfiles majestuosos como hay ángulos de ascenso por sus pardas laderas. Los he pintado todos, adelantándome a Simón para contar con diez minutos de gracia para un rápido boceto antes que su andar enérgico me alcanzara de nuevo. Tengo veintenas o centenas de acuarelas del valle, a veces con Simón sentado en una roca, con uno de sus majestuosos labradores negros a sus pies, especialmente el ágil y grácil Roly, al que amaba tanto.

Una cosa que le envidiaba más que su energía era su vista. Como un rastreador africano, escudriñaba constantemente las colinas para localizar un venado rojo a un kilómetro de distancia, mucho antes de que él nos viera. Esto era producto de muchos años de acecho. Ya no podía matar a esas bellas criaturas, pero conservaba todos los instintos de ese deporte, sobre todo una aguda percepción del viento y sus abruptos cambios de dirección, y una intuición de lo que estaría pensando una atenta manada. Con frecuencia lográbamos aproximarnos a un gran grupo de venados, en reposo y totalmente confundidos con el terreno, antes que al fin nos detectaran. Entonces se levantaban, cien, a veces mil, y era como si toda la ladera cobrara vida súbitamente y corriera hacia el refugio del horizonte.

A veces teníamos la suerte, al cabo de un largo día de caminata, de localizar un par de águilas doradas, criaturas que él conocía íntimamente. Sostenía que su devastador poder y dominio de las corrientes aereas las hacía excepcionalmente perezosas, así que preferían planear y girar un kilómetro a dar un gigantesco y lánguido aletazo. "Pero -añadía- son aves muy curiosas." Una vez lo comprobamos por nuestra cuenta, cuando estábamos escalando con Virginia, la encantadora esposa de Simón. Pensábamos escalar nuestra segunda favorita, Sgorr a Choir Ghlais, pero Simón, que tenía una caña portátil, descendió primero al lochan que estaba al norte con la esperanza de pescar una trucha. Lo acompañé, mientras Virginia se acostaba a dormitar bajo la brillante luz del paso. Al cabo de varios intentos infructuosos, nos pusimos a escalar de nuevo y vimos una enorme águila, la más grande que habíamos avistado, revoloteando sobre Virginia. Había localizado a la bella durmiente y descendía lentamente a investigar. ¿La habría capturado -parecía tener la fuerza suficiente- para llevarla a su guarida? Nunca lo sabré, pues nuestros gritos ahuyentaron al noble monstruo, que se elevó batiendo las alas.

Más allá del valle, en el prístino pinar, hay una guarida, a veces ocupada, que con frecuencia estudiábamos desde arriba con binoculares. Simón creía que era muy antigua, y se remontaba al siglo diecisiete: almizcladas y arqueológicas capas de ramillas habían albergado generaciones de fieros aguiluchos. Ya era vieja cuando el príncipe Carlos Eduardo, con algunos simpatizantes perseguidos, trepó al valle después de la catástrofe de Culloden, enfilando hacia la seguridad de la costa oeste.

Todo es viejo en estos parajes. El castillo de Simón data del siglo doce, aunque fue reconstruido en la década de 1930, después de un arrasador incendio. En una visita reciente hablé con el viejo maestro al bañil, que en su juventud ayudó a colocar los piezas de granito tallado de la fachada principal. A Simón le gustaba hacer bromas sobre el incendio: los miembros del clan habían llegado apresuradamente de las inmediaciones para rescatar el contenido del castillo antes que las llamas los consumieran, pero, siendo simples highlanders, habían sacado lo que más apreciaban, de modo que inestimables retratos y joyas quedaron atrás mientras los hombres cargaban con enormes cabezas embalsamadas de venados de cuernos de doce puntas.

Simón tenía un fuerte sentido de la responsabilidad y procuró proteger su patrimonio andándolo al futuro. Entre otras empresas, construyó una pescadería de salmón y la fábrica de embotellamiento de agua más moderna de Europa. Siempre estaba trazando planes para brindar un empleo bien remunerado y seguro a la gente del clan.

Cuando estuve allí por última vez, en enero, me llevó a un vasto brezal donde planeaba erigir una granja eólica. La había escogido con cuidado para que estuviera lejos de todo habitante humano, de modo que las altas velas no estropearan los horizontes que tanto adorábamos. Era un día gélido de intenso sol, y esa agreste inmensidad estaba cubierta de nieve y hielo. El reino de Simón nunca me había resultado tan espectacular, como si se extendiera hasta una infinitud ártica; y me alegra haber tenido la resistencia para sentarme a registrarlo en una acuarela. Será mi último registro visual de nuestros tiempos en las grandes colinas del norte, pero la figura del alto escocés que yo amaba caminará por mi memoria hasta que llegue mi propia hora.

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