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Tarjetas navideñas curiosas

Algunas cosas de la Navidad no han cambiado, pensaba mientras subía la escalera del gran salón de los Caballeros de San Juan para asistir a la fiesta anual del suplemento literario del Times. A medio camino me asaltó una rugiente ola de sonido, la chachara de cientos de literatos, el tono auténtico y desinhibido de las clases parlanchínas protestando por reputaciones rotas. Asistí a mi primera fiesta literaria londinense hace exactamente cuarenta años. Desde luego, hubo un par de cambios en la vestimenta. Esa elegante mujer con vaqueros -una poeta, tal vez- se ha recortado las mangas de la chaqueta para revelar, en la parte superior del brazo, un tatuaje floral. ¿Será de los lavables? ¿Me atreveré a preguntarle? Escudriñando la muchedumbre, veo que en todo lo demás el baile continúa al son de la música familiar del tiempo. ¿Aquel no es Hugh Moreland, bebiendo? ¿X. Trapnell, mostrando los dientes? ¿Lady Molly, hablando con Widmerpool?

Las tarjetas navideñas tampoco han cambiado esencialmente a lo largo de mi vida, salvo para aquellos integrantes de la clase media que celebramos la temporada enviándonos especímenes de Gran Arte. Recuerdo que en los años 30 me había intrigado la aparición de Gaspar, Melchor y Baltasar usando las perneras largas y abotonadas que entonces eran de rigor para las niñas, pero que también parecían ser el último grito de la moda entre los Reyes Magos en la Ravena del siglo seis. Y hete aquí que esos reyes con perneras reaparecen como de costumbre esta Navidad, presentando sus regalos, estirando sus piernas elegantes, aunque advierto que hoy en día Melchor y Gaspar están vestidos con lo que sólo puedo llamar tirantes bordados y enjoyados, usados, como debe hacer John Major, fuera de los pantalones.

Curiosamente, estos no incluyen el negro reglamentario, políticamente correcto, de los antiguos maestros. Para ellos representaba la oportunidad de arrojar una deliciosa salpicadura de ébano en medio de la composición. El joven príncipe negro de la Adoración de los Magos de Hans Memling, uno de mis favoritos, está gloriosamente ataviado con seda ultramarina con mangas largas en escarlata y oro, y tiene una bella gorra de terciopelo azul que se quita en elegante saludo ante el Niño Jesús. La visita de los Magos es sólo un episodio más entre las muchas cosas que acontecen en lo que parecen ser los suburbios de una ciudad próspera. En un campo de juego rodeado por hayas, caballeros con armadura completa se preparan para un torneo y pronto se reunirán con sus competidores, que atraviesan engalanados las puertas de la ciudad. Entretanto una delegación de dirigentes de la OLP, algunos montando camellos de pantomima, emprende una expedición al desierto.

El pesebre es tan deliciosamente misterioso para mí hoy como cuando lo vi por primera vez en 1935. Situado en medio de unas rocas Eurodisney, parece construido a propósito como una ruina, como un candidato al premio Turner que no contó con la aprobación de Nicholas Serota. También podría ser la casa que Laurel y Hardy debían completar en The Finishing Touch. La verdad es que parece hecha por ellos dos. El tejado tiene cuatro agujeros y un alero incompleto. Una estufa centroeuropea presenta un tubo de chimenea, aunque Laurel se ha olvidado de poner la chimenea. Las puertas no conducen a ninguna parte, las columnas no sostienen nada y la arquitectura oscila entre el románico tardío y el Denys Lasdun temprano. Aun así, es el ámbito ideal para el ejercicio de la desbordante imaginación de Memling, pues su diseño abierto le permite incluir no sólo a la Sagrada Familia, buey, asno, reyes, siervos, escuderos y demás a plena vista, sino compradores y vendedores en lo que parece ser una feria ecuestre internacional que se desarrolla en primer plano. Los vendedores son jóvenes altos y apuestos, adecuados para una manifestación por el sida en Mayfair, con magníficas botas de gamuza altas hasta la rodilla, trenzas amarillas y suéteres de cachemire de color molusco, verde musgo y rojo pimiento.

Más discreto es el pesebre de la Adoración de Hieronymous Bosch. Previsiblemente, es de madera y yeso y está lleno de agujeros por donde asoman rostros enigmáticos y siniestros. No recuerdo que esta tarjeta, ahora publicada por el Royal Marsden Cáncer Fund, haya aparecido en mi infancia, quizá porque plantea demasiadas preguntas incómodas. El negro reglamentario es la figura más imponente, vestido de la cabeza a los pies con una blancura marfileña tan suntuosa que las borlas de sus mangas abullonadas cubren el suelo del establo. Lleva una esfera blanca haciendo juego, coronada por un pterodáctilo dorado salido de Parque Jurásico. ¿Esto es un regalo?

El rey mayor es menos agradable: totalmente calvo, un capo di mafia cuyas imperfecciones corporales están misericordiosamente envueltas en una enorme capa color heliotropo de la cual sobresalen pies deformes y negros. Su toca, un casco de buzo de metal blanco, está a los pies de la Virgen, y el tercer rey, un lúgubre viajero New Age con barba de diseñador, tiene un aún más misterioso sombrero de plástico que encierra figuras diminutas. El verdadero enigma de la pintura, sin embargo, es que esta decorosa escena de adoración está a punto de ser invadida por tres juerguistas ebrios, que parecen irlandeses irrumpiendo en la misa de gallo cuando cierran lospubs. Su cabecilla también está vestido como un monarca; mejor dicho, está totalmente desnudo, y se ha echado encima una regia y chillona capa rosa. En la mano izquierda lleva una corona sospechosamente similar a una tiara papal, mientras que la otra descansa precariamente sobre su cabeza. ¿Quién es este sujeto revoltoso y de dónde irrumpe? Lo más raro es ese adorno en el muslo derecho. Al principio pensé que era un tatuaje como el de la muchacha de la fiesta del Times, pero resultó ser una gran perla unida a un anillo de oro que está cosido en sus carnes. Sí, también tenían modas escalofriantes a fines del siglo quince. De paso, la chica de la fiesta reparó en mi mirada inquisitiva y murmuró al pasar: "No, no es lavable, entrometido".

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