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La chispa de una noche de estreno

Hoy en día sólo asisto a una noche de estreno en raras ocasiones, y esa rareza refuerza mi satisfacción. En toda la red de complejidades que constituyen nuestra civilización, nada supera una noche de estreno en Londres en sutil variedad y en cantidad de placeres, por lo menos diez, a mi entender. Primero, está la inmediatez y la singularidad. En los últimos segundos antes de que se alce el telón de una nueva obra, se comparte el entusiasmo de la corte del rey Jacobo en Whitehall, disponiéndose a ver El rey Lear el día de San Esteban de 1607, o de los jóvenes del Inner Temple viendo cómo Gorboduc comenzó todo en 1562. Y en una noche de estreno de Tom Stoppard, como Arcadia la semana pasada, la electricidad intelectual hierve con incomparable apremio. Las clases charlatanas saben que les espera una velada de gimnasia mental, y vibran de ansiedad preguntándose si aprobarán el examen.

Segundo, está la trama. En una noche de estreno es territorio inexplorado. Nadie ha podido quitarnos la sorpresa. Stoppard se deleita en tramas complejas que se deslizan por el tiempo, intrigándonos, abriendo y cerrando puertas con tanta frecuencia como en una farsa de Feydeau. La semana pasada fue, como quien dice, Occupe-toi de Milord Byron. ¿Qué se traía Byron entre manos en esa madrugada de 1809? ¿Había matado al poeta menor? ¿Haría una aparición sensacional? Tercero, están las cosas que uno aprende, especialmente de Stoppard. He conocido la segunda ley de la termodinámica desde que el viejo C. P. Snow la machacó en mi cabeza. Pero la teoría del caos es otra cuestión. El hecho de que una niña de trece anos, lady Thomasina, pudiera elaborarla por su cuenta antes que siquiera conociera el sentido de las palabras "abrazo carnal" es una fascinante inversión de las pautas de hoy. Pero no es improbable: la hija de Byron era un genio matemático adolescente, y luego ayudó a Charles Babbage a inventar la primera computadora. La obra es testimonio de la educación de principios del siglo diecinueve; no sólo debería verla John Patten, sino también ese gordo que dirige el Sindicato Nacional de Maestros, y llorar.

Cuarto, están los actores, hechos un manojo de nervios pero singularmente creativos en una noche de estreno, porque están dando a luz a los personajes que ha engendrado el dramaturgo. La semana pasada me deleitó ver a Harriet Walter representando a la vivaz grande dame whig de Stoppard como una mezcla de lady Ottoline Morrell y lady Lucy Lambton. También fue fascinante que Felicity Kendal demostrara cómo una historiadora ingeniosa, seductora, pero ante todo exigente y no académica, pulveriza a un profesor ambicioso, ansioso de causar sensación y aparecer en el Breakfast Show, y representado aquí con gran frescura por Bill Nighy.

Quinto, soy tan anticuado como para ir al teatro con la esperanza de quedar embelesado por la sensualidad de las actrices. La semana pasada fui recompensado por una deslumbrante actuación de Emma Fielding como Thomasina, mostrándola como una niña chispeante, llena de entusiasmo, en el borde del despertar intelectual y sexual y luego, a los dieciséis años, zambulléndose extáticamente en las vertiginosas aguas del romance adolescente. Noté que varios caballeros del público miraban embobados a esa exquisita criatura del escenario, y no me extraña. Desde el lanzamiento de la joven Audrey Hepburn, nadie ha representado estas seductoras artimañas con tanto aplomo.

También hay otros placeres físicos. Una nueva obra es, sexto, una experiencia visual, y una obra sin magnificencia, sin un decorado sorprendente, tiene una gran desventaja desde el principio. En Arcadia, Mark Thompson ofrece un marco clásico y luminoso que captura astutamente el tiempo y la atmósfera de la obra y brinda al elenco amplio espacio para alardear, pavonearse y discutir. Hasta el brumoso, soleado, nuboso telón de fondo era visualmente revelador: no Derbyshire Chatsworth, tal vez, pero sin duda Sussex y Petworth. Además, séptimo, Stoppard no olvidó los sonidos evocativos que con frecuencia hacen que una obra se grabe en la memoria con más firmeza que la voz de los actores. Hacia el final, mientras los acontecimientos se precipitaban hacia el desenlace, la inconfundible música industrial de la máquina de vapor de Newcomen brinda los caballos de fuerza para transformar el paisaje externo y pasar del orden clásico al misterio romántico.

Un octavo placer, muy agudo en una noche de estreno, es la tranquilizadora percepción de una firme mano de director que hace que todos los demás placeres funcionen llana y naturalmente. Trevor Nunn hace esto por Arcadia sin que haya intrusión ni egolatría del director. Claro que tiene un elenco de gran vigor y calidad. Fue deleitable oír un texto de semejante complejidad -y longitud- presentado sin lagunas o desaprensión. Y Nunn tuvo que apañárselas no sólo para diferenciar los movimientos y la voz de la Inglaterra de la Regencia y de hoy, sino para urdir ambos conjuntos de caracteres en una impecable vestidura de arte escénico. Cuando leí el libreto el año pasado me preguntaba qué haría un director para conseguirlo. Ahora lo sé.

Noveno, las bromas. Pocas obras de arte están completas sin ellas. Por eso Shakespeare incluyó excelentes bromas en Hamlet: sabía que nada une tanto al público como una carcajada compartida. Stoppard inicia la obra con un chispeante desfile de chistes que, como suele ocurrir en él, surgen de la confusión verbal, en su caso entre la carne como tal y aquello que los teólogos morales católicos califican desdeñosamente de "movimientos irregulares" (es decir, sexo). Como la niña de trece años es el pie del diálogo, no hay dudas sobre el absoluto entusiasmo que enciende en el público. Eso me lleva al punto décimo.

El último placer de una noche de estreno consiste en formar parte de un grupo de personas -ricas y elegantes, algunas de ellas célebres, desde luego más críticas e irritables que la mayoría- y observar el proceso por el cual el dramaturgo y el elenco las conquistan o las pierden. Hay arte en el escenario, tensión mental en el público, una competencia interactiva entre ambos. La semana pasada, en Arcadia, el escenario venció indudablemente, y así me lo confirmó, al caer el telón, un diálogo entre un vecino y su esposa. «Yo lo he entendido todo, querida, aunque tú no.» «¡Monstruo! Entendí hasta la última palabra». «¡Vaya, qué inteligente es mi niña!» Insisto: cuando una noche de estreno sale bien, es incomparable como entretenimiento.

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