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Dennis Porter y el arte del insulto

Hay un corto mudo de Laurel y Hardy llamado Fight of the Century, que termina en una lucha de pasteles en gran escala, sumamente satisfactoria. Faltan, lamentablemente, los últimos metros de la película, pero antes de eso hay una calle atestada donde hombres con sombrero de copa y damas con impertinentes se lanzan a la cara estos pegajosos proyectiles. Mi nieto Tycho y yo vemos esta película una y otra vez, con deleite. ¿Por qué un hombre de sesenta y cuatro años y un niño de tres años sienten tanto placer viendo hombres y mujeres que se cubren la cara de natillas?

Creo que una razón es la velocidad con que los pomposos y pretenciosos descienden al mismo nivel obtuso de agresión mutua cuando atacan físicamente su autoestima. Por debajo de la piel somos energúmenos cavernícolas. Todos disfrutamos, pues, de la riña entre Camille Paglia y Julie Burchill, dos mujeres grotescamente sobrevaloradas y espectacularmente agresivas y pedantes, en lo que una tercera, Germaine Greer, definió como un encontronazo entre "luchadores con tetas". El origen del conflicto es tan misterioso como en la guerra de pasteles. Lo importante es el insulto. Burchill arrojó el primer pastel al reseñar el libro de Paglia en el Spectator y afirmar que Paglia "no tenía sesos para pensar en cómo salir de un saco de papel mojado", estaba "loca de atar" y publicaba "bazofia". Paglia responde que el trabajo de Burchill, "chapucero, deshonesto y distorsionado", está plagado de "expresiones adocenadas, retórica estridente e incoherencias"; es una "reina protegida y mimada de los juegos de palabras arteros y vistosos". Ambas reclaman la victoria como viejos campeones de boxeo. Paglia: "Acometí como un tanque". Burchill: "Soy diez años más joven, con doce kilos más, y más agresiva".

Lo cierto es que, como bien saben estas pendencieras, el pugilismo verbal es una mercancía muy apetecible, el elemento clave en un fuerte cóctel que impulsa las ventas, la circulación y la clasificación. De ahí el acertijo: ¿cuál es la mezcla ganadora de insulto, sexo y política? ¿El periódico Surf! ¿O una obra de Dennis Potter? La respuesta es: ambas cosas. Claro que hay diferencias, pero son de mercado y no de moral. El Sun provee a obreros, tenderas, dactilógrafas y jubilados de erotismo, opiniones envasadas y vituperios. El brebaje de Potter es alimento de las clases parlanchínas. Es todo cuestión de negocios, ¿verdad?

Para ser justos, tanto el Sun como Potter tienen talento para la agudeza verbal y cierto sentido del dramatismo, cuidadosamente elaborado para sus respectivos públicos. Cuando llega el momento de expresar la furia, sin embargo, creo que le entrego la palma a Potter. No tiene el vitriólico escalpelo de John Osborne, nuestro maestro de la polémica; a fin de cuentas, es sólo un dramaturgo de televisión, nada serio. Aun así, puede enseñar un par de cosas al Sun, y recomiendo a Kelvin MacKenzie y sus subalternos sensacionalistas la última filípica de Potter, originalmente presentada en el canal 4 y reeditada parcialmente en el Guardian. Pero, sin duda, esto, como dicen los abogados, ya "ha llamado la atención" de MacKenzie, pues allí se le trata como un "palurdo insignificante". Rupert Murdoch, sin embargo, es el blanco principal. Es comparado con "un enorme sapo que croa ante nuestras puertas y ventanas". Él y sus empleados son cloacas mal habladas, vándalos vengativos que rezuman excremento, culpables de canibalismo, fetichismo, sadismo -peor aún, thatcherismo- y ratas sórdidas, interesadas, despectivas y voraces. Basta abrir el Sun, afirma Potter, para "mancharnos el alma" o correr el riesgo de que escape de nuestro "cuerpo tumefacto". La solución es "despedazar" a Murdoch mientras todavía vive y dejar que "croe interjecciones".

Esto no es una guerra de pasteles como el enfrentamiento Burchill-Paglia. Potter está furioso porque su última ofrenda, Lipstick on Your Collar, fue descuartizada en los periódicos por indecente y, para los no iniciados, Murdoch es un símbolo viviente del periodismo. No sé si Murdoch ha oído hablar de Potter. Tampoco sé si Potter conoce personalmente a Murdoch, así que ha desatado toda su furia sin una visión clara del blanco. Me desconcierta que Murdoch provoque tanto odio. Viene de la nobleza rural australiana. Su padre, sir Keith, era un protegido de Harmsworth, que figura en el estimulante libro de Tom Clark, My Northcliffe Diary. Construyó un imperio periodístico desde abajo, aunque nunca monopolizó el capital. La madre de Murdoch es Dame y es una antípoda de lady Bracknell. Él recibió la educación habitual entre los jóvenes australianos de su clase y, como muchos de ellos, concurrió a Oxford para un pulido final. Considerando que ha pasado toda su vida en los medios, ha salido bastante ileso, y es cortés, moderado, ameno y bien informado; sabe escuchar y no es excesivamente tozudo, teniendo en cuenta que es australiano, y es un placer tenerlo en casa. No sé si diría lo mismo de Potter, que parece una de esas personas que uno mantendría a distancia. Sin embargo, si se enfrentara con el amable e inofensivo Murdoch, sospecho que no sabría cómo proceder. Una personificación simbólica mucho más convincente del capitalismo de los medios habría sido el jefe de Potter en el canal 4, el guarnecido y efusivo Michael Grade, cuyos rasgos mofletudos se pueden ver, como los de su tío Lew, en el extremo de un puro colosal. Pero Grade, siendo un patrono de las clases cultas, está exento de toda crítica.

En realidad, estas grescas son complejas pantomimas que se libran en público, pero responden a reglas ocultas y alianzas secretas, con objetivos borrosos que la gente común desconoce pero son transparentes para los iniciados. En los viejos tiempos, los historiadores distinguían entre el país real y el país político, siendo el segundo la clase dominante que determinaba las cosas a menos que el pueblo se alzara en furia irresistible. Ahora tenemos una tercera fuerza, el país de los medios, los pocos miles de hombres y mujeres que fijan el orden del día en ambas márgenes del Atlántico. A veces hablan de cosas importantes. En general se limitan a arrojar pasteles. Quizá sea un pueril derroche de buena natilla verbal, pero no está en juego nada importante, nadie saldrá lastimado, y el país real, como mi nieto y yo, nos recostamos para disfrutar de la diversión.

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