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Sucios extranjeros haciéndose humo

Pocas personas combinan el conocimiento, la elegancia y el sentido común tan naturalmente como Drusilla Beyfus, y no me sorprende que su nuevo libro sobre la etiqueta, Modern Manners (Hamlyn), sea un dechado de sabiduría práctica. Desde luego podemos objetar algunas de sus normas. No es suficientemente estricta, a mi entender, con los adúlteros y los homosexuales, especialmente los segundos. ¿Por qué una anfitriona debería tomar precauciones especiales para los gays que vienen con sus amigos, o siquiera invitarlos? A fin de cuentas, otros huéspedes quizá no deseen compartir la casa con personas que tienen sida. Por otra parte, encara juiciosamente el tema del tabaco. Determina que aun los "anfitriones considerados" pueden "excluir a los fumadores". Vaya, eso diría yo. Algunas personas aún encienden sus cigarrillos en la sala sin pedir permiso ni disculpas, o nos soplan humo desde la mesa vecina de un restaurante cuando empezamos a comer. Pero la opinión se está volcando rápidamente en contra de los fumadores en Estados Unidos y Gran Bretaña. En este tema, el Atlántico es más estrecho que el Canal de la Mancha. El doctor Johnson observó en 1778: "Los franceses son un pueblo rudo, malcriado e inculto: una dama puede arrojar un escupitajo al suelo y frotarlo con el pie". En sus tiempos, los cortesanos orinaban en los rellanos de Versalles pero no se atrevían a fumar en los salones. Hoy el doctor Johnson advertiría que aun los miembros de la Academia Francesa fuman durante la cena en un restaurante de tres estrellas, sin la menor consideración por sus vecinos. Los italianos son iguales, y los españoles aún peores; ni siquiera los escandinavos han comprendido de qué se trata. Las diferencias sobre el acto de fumar están resucitando las viejas distinciones entre anglosajones y sucios extranjeros.

Los fumadores se niegan a admitir, al igual que los cobardes que los toleran, que el fumar es por naturaleza, como jugar al fútbol o pasear el perro, algo que se hace al aire libre. Penetró en los interiores sólo por un período relativamente breve. Jacobo I, en su Refutación del tabaco (1604), consideraba inconcebible que alguien fumara dentro de una casa. La mayoría de los hombres, argumentaba, se dedicaron a fumar sólo porque vieron que otros lo hacían, y en cuanto a las mujeres, él culpaba al insidioso marido fumador que obligaba "a una esposa delicada, sana y de cutis inmaculado a corromper también su dulce aliento, o bien decidirse a vivir en un perpetuo tormento de hediondez". La opinión general coincidía con él. Aun las tabernas obligaban a los fumadores a sentarse en un banco de afuera. Las casas eran sacrosantas. En 1855, el obispo Murray de Rochester le escribió a un corresponsal: "Sí, es verdad que he designado al señor para ir a Wouldham. Ah, si hubiera sabido que cuando vino aquí el otro día para ser designado fumó en el dormitorio, jamás habría recibido ese puesto". Un caballero no hacía semejante cosa, o al menos echaba el humo por la chimenea del dormitorio. Si fumaba en la escalinata o la terraza, lo cual estaba permitido, procuraba "no permitir que la menor bocanada de humo penetrara en el vestíbulo".

En opinión de un historiador, Jill Franklin (The Gentleman 's Country House and its Plan, 1835-1914), esta plaga comenzó con un sucio extranjero, el príncipe consorte Osborne, que diseñó e hizo construir, en la década de 1840, lo que quizá fuera la primera casa de Inglaterra con sala de fumar. Al principio, estos lugares se construían a deliberada distancia, al final de tenebrosos corredores o en torres: para llegar a la "sala de fumar estival" del castillo que William Burges diseñó para lord Bute en Cardiff, en 1868, había que subir ciento un escalones, algo que no era fácil si uno ya padecía de enfisema, lo cual era muy probable. La auténtica calamidad comenzó cuando la sala de fumar se construyó junto a la sala de billar, uniendo así dos malos hábitos; no en vano el gran Herbert Spencer observó: "La destreza en el billar es señal segura de una juventud derrochada". Según la señorita Franklin, las mujeres de cascos ligeros habían incursionado en la sala de billar hacia 1840. La invadieron en masa hacia 1860. Hacia 1870 entraron en la sala de fumar, y allí sacaban esas insidiosas pitilleras de madreperla de sus redecillas de terciopelo y fumaban desvergonzadamente.

Una vez que las mujeres se sumaron a la conspiración, las reglas se resquebrajaron. Ahora los hombres fumaban abiertamente frente a las damas y en cualquier parte de la casa. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los más recalcitrantes libraban una batalla perdida y, en la aniquilación general, las barreras contra los fumadores cayeron en todas partes. Hacia 1920, criaturas jóvenes y brillantes fumaban aun en los comedores. El clima de opinión durante la entreguerra era tal que las campañas de publicidad procuraban convencer a las mujeres más atrevidas de que fumar era benéfico para su salud, a diferencia del chocolate, que engordaba. Hacia 1950, la gente, encabezada por las mujeres, comenzó a fumar entre los postres y en 1960 era común arrojar colillas en las alfombras durante una fiesta.

En síntesis, el hábito de fumar dentro de las casas sólo tiene un siglo, se define por pequeños asedios acumulativos y está signado por la proliferación de conductas rudas y repulsivas. Es preciso hacer retroceder el reloj con persistencia y firmeza. No soy enemigo del derecho de fumar. El dictamen por el cual el Tribunal Supremo de Estados Unidos determinó* la semana pasada, que incluir advertencias en los paquetes de cigarrillos no es defensa contra los pleitos por daños y perjuicios -que desencadenará un alud de litigios por parte de las víctimas del cáncer o sus herederos contra las compañías tabacaleras-, es una desastrosa negación de la fundamental doctrina moral de la responsabilidad personal. Nuestras restricciones sobre la publicidad de cigarrillos son una forma de censura, y las propuestas de la siniestra madame Papandreou para la Comunidad Europea son absolutamente agraviantes. Mientras aprueba subsidios de la CEE para la industria tabacalera griega por una cantidad de 600 millones de libras anuales, participa en una campaña contra las agencias publicitarias angloamericanas y quiere obligar a los antiguos estancos a quitar encantadores letreros de metal que forman parte de nuestro paisaje desde hace ciento cincuenta años. Este fanatismo, sobre todo cuando oculta intereses creados, debe toparse con la oposición de las personas tolerantes y justas, fumadores y no fumadores por igual. Pero llevemos el hábito al lugar que le corresponde, el aire libre.

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