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Ameno en la vejez

Acabo de caer en la cuenta de que, por primera vez, los que ocupan los puestos más importantes del Estado -primer ministro, Interior, Asuntos Exteriores y Hacienda- son más jóvenes que yo. Tres de ellos son tan jóvenes que ciertas frases que en mis tiempos eran comunes para ellos serían ininteligibles. Esto sugiere que debo reflexionar sobre mi vejez. "El intríngulis de la vejez, querido muchacho -decía Malcolm Muggeridge-, es que debes decidir de antemano cómo actuar en ella." Como él señalaba, algunas personas eludían el problema porque ya habían eludido la juventud y la madurez. Estaba, por ejemplo, ese arzobispo de Canterbury llamado Ramsay, que parecía y hablaba como un viejo desde antes de cumplir los treinta. C. P. Snow fue siempre un anciano, un Néstor absoluto, aunque tenía sólo cincuenta años cuando le conocí.

En todo caso, es mejor actuar como viejo y no como joven. No hay nada más desconcertante que el paso vivaz y los ojos relucientes de un viejo bien conservado. Evelyn Waugh inició su representación cuando era cuarentón, y pronto añadió un acertado accesorio, como una corneta para el oído. Lord Curzon usaba un taburete para el pie: la llegada de un criado con ese antiguo mueble siempre era una señal, para sus colegas del gabinete, de que "el marqués se marchaba". J. B. Priestley, que había reflexionado mucho sobre las cuestiones histriónicas de la vejez (falleció en vísperas de su nonagésimo cumpleaños), le entregó la palma a Harold Macmillan: "Él soluciona el problema de ser viejo fingiendo que es viejísimo". Era cierto: sentado a la cabecera de la mesa del club Beeksteak, o frente a las hostiles generaciones jóvenes del Tory Philosophy Group, era presa de complejos temblores y achaques y apenas podía llevarse una copa de Dom Perignon a los marchitos labios, con lo cual sus pantallazos de ingenio, agudeza y ponzoña eran mucho más eficaces. Cuando falleció en 1986, a los noventa y dos años, hacía una década que posaba de centenario, dando la impresión de que tenía los bolsillos llenos de telegramas de la reina.

Pero, hablando en serio, el verdadero problema de la edad es cómo aprovechar mejor esa otra forma de capital acumulado que no podemos llevarnos con nosotros, los recuerdos. A diferencia del dinero, no podemos legarlos. Se esfuman en el instante de la muerte. Así que los viejos los reparten pródigamente, mientras queda tiempo, y no sólo una vez sino reiteradamente. "Los viejos se olvidan", escribió Shakespeare. Ese es precisamente el problema. No se olvidan. Recuerdan demasiado bien, y ansian depositar sus añejos tesoros en nuestras manos o, mejor dicho, nuestros oídos. Compton Mackenzie era un ejemplo amenazador. Había vivido una vida larga, variada e interesante, y recordaba cada segundo con estremecedora claridad. Era un magnífico narrador de historias reales con su suave acento escocés, y la primera media hora de su compañía era magia pura. La segunda media hora uno quería alejarse con creciente desesperación. Una flaqueza de la edad es la renuencia a reconocer que, en la conversación, es mejor recibir que dar, acompañada por una creciente irritación ante el anecdotus interruptus. Noto que últimamente Kingsley Amis ha perfeccionado una impresionante nueva versión de su rostro de maniático homicida con gafas, acompañada por un tozudo "Hágame el favor de dejarme terminar mi historia".

El modo de resolver este superávit de recuerdos es, a mi entender, ser como la sibila y esperar a que nos pregunten. El editor Martin Secker, que vivió hasta pasados los noventa años, y en cuya casa yo escuchaba a Mackenzie, uno de sus primeros autores, practicaba la medida exacta de reticencia. Su conocimiento personal de los escritores se remontaba a la primera década del siglo. No tenía reservas en compartirla, pero siempre esperaba a que se lo pidieran. "Martin, ¿cómo era Arthur Ransome antes de que descubriera Swallows and AmazonesT' "Es verdad que Norman Douglas fue pillado infraganti en el museo?" "¿Tenía D. H. Lawrence acento de Notts?" Luego uno recibía respuestas, con toda riqueza de detalles. Admiré la misma contención en lady Violet Bonham-Carter. Estaba dotada con una memoria absoluta, como Mackenzie, pero no la usaba a expensas de los demás. Ahora bien, si uno le preguntaba cómo se viajaba en coche de alquiler hasta Hampstead en la época del enfrentamiento entre los Comunes y los Lores por el presupuesto de Lloyd George, describía hasta el último ruido del carruaje. Incluso recordaba qué miembro del gabinete de su padre aprovechaba el apretujamiento del carruaje para apoyar la mano en la rodilla de una muchacha. El destello del ojo atento de Fulano, el aroma de los cigarros de Mengano y su aliento a brandy, el gusto de Beaverbrook en ropa, el modo en que se vestía la señora Gladstone o se desvestía la señora Greville: era imposible superar la meticulosa gracia con que esta elocuente anciana evocaba la sociedad londinense de preguerra. Harold Nicolson también era notable: su relato de la entrega de la declaración de guerra en la embajada alemana en la noche del 4 de agosto de 1914 era electrizante. Pero, como muchas de sus anécdotas, era demasiado redonda, apestaba a maquillaje. Y Nicolson la contaba sin esperar a que uno se lo pidiera.

La conclusión, pues, es que el secreto de la popularidad en la vejez -o en cualquier edad, pensándolo bien- consiste en evitar la autocomplacencia. Los viejos no deberían aturdimos con sus recuerdos, como si fueran música pop en un tugurio, sino esperar a que los consulten, como libros en los estantes de una biblioteca. Y en vez de esperar las preguntas de los jóvenes, es aún mejor hacerlas uno mismo. Nadie maneja su vejez como lord Longford. Quizá sea porque siempre saluda con una pregunta. "¿Todavía sufre síntomas de abstinencia por tener que vivir sin la señora Thatcher?" "¿Ha escrito algún buen libro últimamente?" Aunque tiene ochenta y seis años y recientemente sufrió un duro encontronazo con un reloj de péndulo, oí que la semana pasada hizo reír a los comensales a carcajadas en un elegante banquete de Park Lañe. Después me preguntó: «Dígame qué opina de mi nuevo recurso: "La buena noticia es que he olvidado mi discurso y tendré que improvisar. La mala noticia es que también he olvidado mi reloj". ¿Le ha hecho reír? ¿Funciona?» El secreto para ser un viejo ameno es consultar a la audiencia.

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