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París aún vale una misa, hasta cierto punto

Un breve viaje a París para ver la exposición Géricault en el Grand Palais. Nadie ha pintado mejor los caballos, y la muestra estaba atestada de damas de provincia procedentes de Anjou y Normandía, que parloteaban sobre les coupes y les écourtées (Géricault tenía especial talento para las grupas y las colas). Diluviaba, y descubrimos con fastidio que no se habían molestado en llevar la obra maestra del artista, La balsa de la Medusa, al Palais, así que tuvimos que caminar hasta el Louvre para verla, irritados por el sentencioso comentario del catálogo: "La caminata será buena para su salud". La monstruosa pirámide de cristal que el presidente Mitterrand puso frente al Louvre nunca deja de irritarme, especialmente bajo la lluvia. Como los faraones, construyó dos pirámides pequeñas y auxiliares junto a la suya, la principal. La primera es para Madame la Presidente, sin duda. ¿Y la segunda? Tal vez para Edith Cresson, versión tricoteuse de la Señora Thatcher.

El régimen socialista francés, tras haber renegado del marxismo y olvidado por completo a la clase obrera, es fieramente nacionalista. La atmósfera del Louvre es de triunfalismo cultural francés, y tiene su eco en la estación de metro, que está magníficamente decorada. No todas las mejoras del metro son satisfactorias: la estación de la Bastille tiene un mural histórico vulgar, mal dibujado, gárrulo e impreciso; y encima de todo está la nueva ópera, otro puñetazo en los ojos construido para honrar el ego de Mitterrand. Pero hay compensaciones. La gran iglesia decimonónica de la Trinidad, una de mis favoritas, es sometida a una restauración total. También han terminado de reconstruir y modernizar el inmenso órgano de 1862 en St. Sulpice, y asistimos al concierto inaugural.

Hay doscientos cincuenta órganos de iglesia importantes en París, veinticuatro de ellos clasificados como monumentos históricos; este, obra del gran Cavaillé-Coll, debe de ser el más estentóreo, e inspiró las sobrecogedoras sinfonías para órgano de Widor. Widor era uno de mis muchos compositores favoritos (otro era Fran?ois Couperin) que fueron organistas en St. Sulpice. Conservó el empleo durante sesenta y tres años, retirándose a los noventa. La mayor parte del programa consistía pues en obras "locales", incluida una de César Franck, que tocó muchas veces este magnífico instrumento. St. Sulpice es la única iglesia de París, aparte de Notre Dame, con espacio para más de cinco mil personas, y estaba abarrotada: jerarcas, ministros, le gratín, dos coros, uno de más de doscientas voces, con la numerosa y embelesada audiencia apiñada, con impermeables relucientes y paraguas empapadas; la oscuridad de la cavernosa iglesia era total excepto por un par de reflectores; grandes ondas de sonido rodaban sobre nuestras cabezas y sacudían las macizas columnas de piedra caliza de Caen. Toda una ocasión.

Después fuimos a Le Balzar, que hoy tiene fama de ser el restaurante más elegante de la Rive Gauche, pero eran más de las diez, estaba lleno, y yo no estaba dispuesto a esperar una mesa en la barra. Había otro motivo. En estos lugares de moda juntan las mesas y, si uno va a instalarse, la gente de ambos lados enciende sus Caporals y sopla humo con todo desparpajo. En este sentido los franceses son recalcitrantes: siguen siendo adictos a la nicotina y sus modales de fumadores son espantosos. Los socialistas han propuesto leyes draconianas contra los fumadores. Como en Gran Bretaña, proclaman que la salud del país es su preocupación primordial. Pero Kinnock y compañía podrían notar que las batallas entré los empleados del gobierno y los servicios de salud son mucho más fieras en la Francia socialista que en Gran Bretaña. La semana pasada no titubearon en usar tanques de agua y gas lacrimógeno contra una manifestación de enfermeras, y una de ellas sufrió una lesión permanente en los tímpanos por efecto de las mangueras de alta presión.

Mientras los ministros socialistas atacan a enfermeras mal remuneradas, viven con lujos que dejarían atónito a un Tarzan Heseltine. Las ministras se han reaprovisionado en los desfiles de modas que hicieron furor la semana pasada. Martine Aubrey (Empleo) acude al principal diseñador japonés, Kenzo; su bonita y joven colega de Deportes, Freddie Bredin, prefiere Yves St. Laurent, al igual que Elisabeth Guigou (Europa), mientras Cresson opta por Dior. Uno siente vértigo al pensar en lo que estas mujeres deben gastar en ropa.

Marigold y yo visitamos algunas boutiques de la Place des Victoires, que hoy, bajo la ceñuda mirada de un Luis XIV ecuestre, es un centro de la industria de la moda, aunque de ninguna manera el más costoso. Los precios eran astronómicos. Los trajes cuestan más de mil esterlinas. Cuando Cresson inició su gestión, su ajuar ministerial debía de costar por lo menos veinte mil libras. A nadie parece importarle. Pero recordé que hace sólo una generación, el partido socialista francés era dirigido por maestros de escuelas de pueblo. Ahora atrae a los advenedizos, los superambiciosos, los codiciosos, la gente de éxito. En Gran Bretaña los progresistas ricos coquetean con el socialismo. En Francia dirigen el espectáculo.

Y no tienen el menor empacho en ordenar que sus guardaespaldas aparten a los viajeros comunes del camino para ceder el paso a los cortejos ministeriales en la hora punta. París es una ciudad elegante y vistosa, inmaculadamente limpia, que hace sentir vergüenza por las mugrientas calles de Londres, pero sus atascos de tránsito son espantosos. Todos tienen un coche en el centro de París, y lo usan continuamente. Aparcan sus autos en la acera con aparente impunidad, de modo que los peatones tienen que caminar por la calle, con extremo peligro. Los atascos son mucho peores que en Londres o Nueva York. Al llegar al aeropuerto De Gaulle, viajamos dos horas en taxi para llegar a la Rué Cambon. Al regresar, realizamos un desvío de setenta kilómetros para evitar el embrollo del sábado por la noche en el oeste de la ciudad. El avión estaba lleno de educados fanáticos del rugby, de clase media, algunos de los cuales empuñaban pequeñas banderas inglesas. "Derrotamos a los franchutes", murmuraban. Amén. Los ingleses no tienen muchas otras cosas de que alegrarse hoy en día.

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