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ENVÍO. Hermanos humanos que viviréis después de nosotros

«Envío», nos recuerda Littré, se llama, en la antigua balada, «a algunos versos puestos a continuación de una obra poética, como un homenaje a la persona a la que se dirige». Como una lección también, como una moraleja. Tomando de François Villon el estribillo de la más desgarradora de sus baladas, expreso el deseo de que nuestros descendientes aprendan y lleguen un día a usar de su inteligencia para lo que fue realmente hecha y para lo que puede, tal vez, ser capaz. No hay otra conclusión.

Pero debo responder a la pregunta que planteé al principio de este libro: ¿la suerte que tenemos de disponer de un número de conocimientos y de informaciones incomparablemente mayor que hace sólo tres siglos, dos años, seis meses, nos conduce a tomar mejores decisiones? De momento, la respuesta es: no.

La cuestión, insisto, no estriba en saber si nuestros conocimientos han progresado o no. Está claro que no cesan de hacerlo. La cláusula dirimente es la de la inserción de estos conocimientos en la acción. Se deduce del examen, por superficial que sea, que aquí he podido hacer de la escasa amplitud de esta inserción, que ocurre solamente cuando no se opone a ello algún prejuicio estéril. En el caso contrario, el error, en la impotencia en general se prefiere a la eficacia en el conocimiento. Ciertamente, nadie ve ningún inconveniente en el perfeccionamiento de la tecnología de los cirujanos dentistas o de los ingenieros de la construcción, aunque (he dado varios ejemplos de ello) la ciencia o la verdad trivial no salen siempre victoriosas de sus conflictos con los prejuicios. Entendámonos, a veces terminan, en la práctica, por imponerse porque, a fin de cuentas, hay que sobrevivir. Pero no participan más que parcialmente en la elaboración de la visión del mundo que moldea la opinión del público y pesa sobre el curso de las cosas. Además, existe un factor decisivo, en la influencia que el conocimiento puede ejercer sobre la vida: es el tiempo. Comprender demasiado tarde es como no comprender o, en todo caso, no a tiempo para actuar útilmente. El tópico interesado que difunden los hombres de Estado, según el cual el arte de gobernar consistiría en saber esperar o, según el refrán español a menudo repetido por un presidente de la República Francesa, en «dar tiempo al tiempo», no es más que el maquillaje de la irresolución. Si es para dejar que las situaciones evolucionen ellas solas, ¿para qué sirve tener dirigentes?

El éxito del que toma la decisión depende, por lo menos, tanto del momento en que decide como de lo que decide. Demasiado tardía, la decisión ya no es tal, simplemente registra el hecho consumado. A menudo, gobernar, dirigir, emprender no son más que eso. La vida es un cementerio de lucideces retrospectivas.

¿Llegaremos, pues, a avanzar ese paso de gigante en la historia de la humanidad, esa nueva revolución neolítica: la armonización de nuestros conocimientos y de nuestros comportamientos? Si he dado una respuesta momentáneamente reservada a esa pregunta, me apresuro a añadir que hay indicios que permiten afirmar que, en ciertos casos, hemos avanzado ese paso y sabemos cómo proceder para modificarnos. Por ejemplo, la manera cómo ha sido tratada la crisis económica mundial iniciada en 1973 muestra que los gobiernos de los países más desarrollados habían asimilado en parte las lecciones de los errores cometidos en ocasión de la crisis abierta en 1929. No han hecho como sus predecesores; no han cerrado las fronteras, subido las tarifas aduaneras, ni jugado desmesuradamente con las monedas, errores que, todos ellos, en los años treinta transformaron en cataclismo una simple avería. He aquí, pues, un ejemplo en que la experiencia adquirida ha sido incorporada a la acción. Observemos, no obstante, que numerosos dirigentes, durante la crisis, se esforzaron en recurrir al keynesismo, cuya ciencia económica había, sin embargo, demostrado en los años sesenta su inadecuación a las situaciones nuevas, y en propagar la hostilidad al mercado, considerado como nefasto para los débiles y los pobres, cuando se reveló como el único capaz de salvarlos de la profunda miseria. Pensemos que al final de su segundo mandato, durante el año 1988, Reagan era considerado por todos los «espíritus sabios» del planeta como un perfecto imbécil, así como un cruel enemigo de los pobres, cuando luchaba, finalmente en vano, para impedir que el Congreso adoptara un proyecto de ley proteccionista, siniestro resabio de los años treinta. Los «liberales» del partido demócrata y los sindicatos, deseosos de elevar las tarifas aduaneras, receta segura para reactivar a la vez el paro y el atraso tecnológico en su país y la asfixia económica en el Tercer Mundo, gozaban, en cambio, de una reputación de generosos filántropos, ¡solidarios de los débiles y de los pobres! En todo caso, lo esencial es que entre 1974 y 1984, año en que el mundo industrial, salvo Francia, sale de la crisis, los actores, en conjunto, hayan visto y actuado más bien con tino, incluso si los declamadores pensaron y hablaron fuera de tono.

Así, pues, la conversión del hombre a la acción verdadera no se ha cumplido, pero es posible. No se realiza masivamente, pero puede realizarse. En el caso contrario, nuestra civilización no podrá evitar retroceder hacia fases de gestión para las cuales el conocimiento no es necesario y en las que seremos, sin duda, menos eficaces, pero tal vez más felices, si es cierto que la felicidad del hombre depende menos de lo que es que de lo que se figura ser. Pero será necesario, y muy pronto, avanzar o retroceder, porque no podremos resistir mucho tiempo la tensión patógena que nos inflige nuestra cultura híbrida, en la que cada uno de nuestros estados de conciencia se divide entre lo que sabemos y, al mismo tiempo, negamos ser cierto, y en la que la humanidad está condenada, para citar a Cioran, a oscilar «entre el oportunismo y la desesperación», y, añadiría yo, entre el cinismo de cortos alcances y la contrición impotente.

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