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El fracaso de la cultura

Cuando uno se pregunta cómo y por qué una civilización nacida del conocimiento y que depende del mismo se ensaña en combatirla o en abstenerse de utilizarla, se siente, en buena lógica, obligado a reflexionar muy particularmente sobre el papel de los intelectuales en esta civilización. Según la visión canónica de nuestro mundo, estarían, a un lado, los intelectuales, los artistas, los escritores, los periodistas, los profesores, las autoridades religiosas, los sabios, que defenderían desde siempre, ante y contra todos, la justicia y la verdad; luego, en el otro lado, las potencias del mal: los poderes, el dinero, los promotores de guerras, los acaparadores y los explotadores, la policía, los racistas, fascistas y dictadores, la opresión y las desigualdades, la derecha en general y un poco la izquierda, en un pequeño número de sus desviaciones eminentemente pasajeras y atípicas. Esta visión prevalece tanto más fácilmente cuanto que los medios de comunicación, en las democracias, están, por definición, en manos de los que ella halaga.

Los otros, los que los contemplan, sustentan una concepción enteramente opuesta, pero igualmente desmedida, sobre el papel de los intelectuales. Subrayan sin piedad sus errores, su mala fe, su servilismo ante la moda, su irresponsabilidad cuando se pronuncian sobre asuntos graves. Hay, pues, no una, sino dos concepciones del intelectual moderno.

La primera consiste en reprochar a los intelectuales su falta de sentido de responsabilidad en el ejercicio de su influencia, la desenvoltura con que ignoran, o incluso falsifican, la información, su indiferencia ante los daños causados por sus errores. En Francia, este proceso se remonta hasta Tocqueville y a su célebre capítulo del Antiguo Régimen y la Revolución, titulado: «Cómo, a mediados del siglo XVIII, los hombres de letras se convirtieron en los principales hombres políticos del país y los efectos que de ello se derivaron.» Tocqueville expone que «la misma condición de estos escritores los preparaba para saborear las teorías generales y abstractas en materia de gobierno y confiar ciegamente en ellas». Desde entonces, «tomando en mano la dirección de la opinión, a pesar del alejamiento casi infinito de la práctica en que ellos vivían», han creado un prototipo del intelectual que se conduce como un jefe de partido, pero sin sus riesgos.

La segunda presentación del papel del intelectual consiste en exaltar, al contrario, como una ventaja, su distancia con relación a las obligaciones de la práctica. Él es la conciencia moral de su sociedad, el servidor de la verdad, el enemigo de las tiranías, de los dogmas, de las censuras, de las iniquidades. Esta gloriosa tradición posee sus hazañas, que van del caso Calas al caso Dreyfus y a la lucha contra el racismo. Existe la costumbre de considerar la primera de estas dos tesis como de derechas y la segunda como de izquierdas.

Esta santurrona separación del buen grano y de la cizaña ignora toda la historia intelectual tanto del Viejo como del Nuevo Mundo en los tres últimos siglos. Hay tantos pensadores de derechas como de izquierdas que han propagado utopías irrealizables, dogmas seudocientíficos y contraseñas portadoras de catástrofes, sobre todo entre ambas guerras mundiales. Hay tantos pensadores de izquierdas, sobre todo después de 1945, como pensadores de derechas que han empleado su talento en justificar la mentira, la tiranía, el asesinato e incluso la necedad. Bertrand Russell, futuro Premio Nobel, declara en 1937: «La Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida.»[160]

Bertrand Russell puede ser un eminente filósofo en su especialidad -la lógica simbólica-, pero no deja de ser un imbécil en el punto tratado en su frase. El autor de uno de los más altivos alegatos en favor de la necesaria independencia de los intelectuales, La traición de los intelectuales, el mismísimo Julien Benda, veinte años después de ese libro purificador, se extraviará hasta el punto de aplaudir la condena a muerte de Rajk en ocasión del proceso falseado de Budapest. «Voltaire -escribe en el semanario comunista Les Lettres Françaises del 17 de noviembre de 1949- se hallaba plenamente en su papel de intelectual cuando intervino en el caso Calas, y Zola en el caso Dreyfus; yo pretendo hallarme en su mismo caso defendiendo el veredicto húngaro, cuya justicia no me parece negada más que por los sectarios.»

La visión seráfica y sacerdotal del intelectual le confiere, demasiado ingenuamente, la infalibilidad, el coraje, la honradez, el discernimiento. En cambio, la visión crítica traduce un pesimismo excesivo al suponer al intelectual aquejado de una ligereza congénita y de una inadaptación fundamental a lo real, aunque en otro aspecto, se trate de un profundo teorizante o de un brillante artista. Los dos conceptos adolecen de un vicio común: atribuyen al intelectual cualidades o defectos en cierto modo innatos.

Ahora bien, la intervención del intelectual en los asuntos públicos se desarrolla bajo el ascendiente de consideraciones, de presiones, de intereses, de pasiones, de cobardías, de esnobismos, de arribismos, de prejuicios, de hipocresías parecidos en todo a los que mueven a los demás hombres. Las tres virtudes necesarias para hacerles frente, a saber, la clarividencia, la valentía y la honradez, no son ni más ni menos corrientes entre los intelectuales que en las otras categorías socioprofesionales. Tal es la razón por la cual los contingentes que suministran a las grandes aberraciones humanas son, en proporción, equivalentes a los abastecidos por el resto de sus contemporáneos.

Si, por ejemplo, entre las dos guerras mundiales, se suprime a los intelectuales que cedieron a la tentación fascista, o bien a la tentación estalinista, no queda mucha gente. La mayor parte de las glorias de la literatura y del arte italianos propugnaron el advenimiento y la consolidación del Estado fascista, en nombre de un ideal «revolucionario»: D'Annunzio, Pirandello, Papini, Marinetti con los futuristas, Ungaretti (convertido al estalinismo después de 1945) y, en un menor grado, Benedetto Croce, simpatizante por lo menos ambiguo hasta 1925. Igual que Antonio Gramsci, teorizante comunista de la conquista del poder intelectual total, los teorizantes fascistas execran de las instituciones democráticas y parlamentarias. Predican una «pedagogía de la violencia», la misma que se verá resurgir en la extrema izquierda, hacia 1970, en los «filósofos» inspiradores y animadores del terrorismo de las Brigadas Rojas. En toda Europa, el odio a la sociedad liberal se convierte en el punto de convergencia de numerosos escritores, tanto de derechas como de izquierdas. En Alemania, los intelectuales de izquierdas detestaban a la República de Weimar tanto como pudieran hacerlo los nazis, y sus golpes contribuyeron también a su caída. En Gran Bretaña, las más prestigiosas lumbreras del pensamiento, de Bernard Shaw al deán de Canterbury, el famoso «deán rojo», no condenan el fascismo más que para enaltecer mejor los procesos de Moscú y (¡con una curiosa lógica!) el pacto germano-soviético. Tanto antes como después de la guerra, estas tomas de posición liberticidas no fueron obra de unos cuantos malos periodistas pasados de moda, sino de los más celebrados talentos.

En Francia, el famoso Comité de Intelectuales Antifascistas de 1934, repleto de agentes del Komintern, no cuenta con menos adversarios de la democracia liberal que el campo adverso. André Thirion, en Révisions déchirantes (1987), que completa su obra maestra de 1972, Révolutionaires sans révolution, cuenta con una cruel vivacidad esas extrañas imbricaciones de los totalitarismos de derecha y de izquierda. «No somos los menos severos para con la democracia liberal y parlamentaria -escribía en 1935 Emmanuel Mounier, jefe de filas de los cristianos de izquierda y fundador de la revista Esprit-. Democracia de esclavos en libertad...» Y añadía: «No negamos en absoluto que los fascistas aportan, con relación a los regímenes que sustituyen, un elemento saludable.» Mounier, después de la Liberación, se sentirá atraído por el estalinismo.

Hay que compensar esta requisitoria con los nombres de los intelectuales cuyo antifascismo, antes o después de la guerra, fue auténtico, es decir, que no consistió en reemplazar un totalitarismo por otro: André Gide, George Orwell, André Bretón, François Mauriac, Albert Camus, Raymond Aron, Octavio Paz, Vargas Llosa, Carlos Rangel. Pero no son muy abundantes y no podría decirse que sus colegas se condujeron siempre con una perfecta elegancia con ellos.

Cuando Albert Camus muere, víctima de un accidente de tráfico, el 4 de enero de 1960, a los cuarenta y seis años de edad, es, al mismo tiempo, uno de los escritores franceses más célebres en todo el mundo, y el más despedazado. También es el más atacado. Francés de Argelia, hombre de izquierda y continuando reivindicándose como tal, debe, como se repite continuamente, adoptar en público sobre la guerra de Argelia una posición neta. Pero en vez de servir de guía moral, se encierra, desde principios de 1956, en un silencio dolorosamente abrumado, considerado por muchos como una evasión. Calla, ostensiblemente, a pesar de las tragedias cada día más espantosas de un conflicto que acaba de entrar en su sexto año.

¿Cómo explicar esa aparente evasión ante las «responsabilidades del intelectual»? Son, sobre todo, los progresistas y los anticolonialistas, por supuesto, su familia política de origen, quienes piden cuentas al escritor. Y su explicación no dice mucho en su favor. Para ellos, Camus disfraza de noble humanismo su rechazo de una opción revolucionaria. O, más simplemente, el pied-noir ha amordazado en él al progresista. Una pequeña frase, en diciembre de 1957, causa escándalo: «Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia.»

Esta frase desata el furor de una izquierda indignada. ¿No es ésta la traducción francesa del evangelio imperial «My country, right or wrong»?[161] ¡Camus ponía, pues, la pertenencia carnal a la madre patria, a la comunidad francesa de Argelia, por encima de la justicia de Antígona, de las «leyes no escritas» del Bien político!

Desde que fue pronunciada, ¡cuántas veces se ha citado la expresión camusiana de la «madre» preferida a la «justicia», en este sentido, que es un contrasentido, o por lo menos un equívoco!

En efecto, cuando Camus habla de su madre, se trata exactamente de la señora Camus, madre, y no de un símbolo de la patria. Si ella es un símbolo, lo es de las poblaciones civiles, de las víctimas inocentes. Ya en marzo de 1956 usaba la misma imagen en una charla con Emmanuel Robles: «Si un terrorista lanzase una granada en el mercado de Belcourt (Argel) que frecuenta mi madre, y la matase, yo sería responsable en el caso en que, para defender la justicia, hubiera igualmente defendido al terrorismo. Amo a la justicia, pero también amo a mi madre.» La imposibilidad de aceptar el terrorismo ciego del lado argelino, y la represión ciega del lado francés, tal es la clave del «silencio» de Camus.

La opresión, la injusticia, Camus las había combatido siempre al lado de los musulmanes. En 1937, había sido incluso expulsado del partido comunista por haber permanecido fiel a los nacionalistas argelinos, con quienes el partido había roto, a consecuencia de un brusco cambio de línea en Moscú. Nacido en la extrema pobreza, hijo de un obrero agrícola muerto a principios de la guerra de 1914 y de una humilde mujer que nunca supo leer ni escribir, es a «La miseria en Kabylia» a la que consagra sus primeros reportajes, en Alger Républicain, en 1938. Más tarde, en París, después de la Liberación, es la carestía y el hambre de 1945 en Argelia, es la represión que sigue a las sublevaciones de Constantina y Sétif, las que inspiran a Camus sus editoriales de Combat, en los que no cesa de reclamar para los árabes el pan y la justicia. Apoya al movimiento popular de los Amigos del Manifiesto de Ferhat Abbas, partidarios de una «República Argelina» federada con Francia (programa entonces muy audaz) y protesta contra la detención de sus dirigentes, error político mayúsculo, que debía impulsar a la juventud musulmana hacia las corrientes más extremistas.

¿Por qué, pues, diez años después Camus se separa de los progresistas franceses que apoyan sin reservas la revolución argelina? Porque les niega el derecho a suscribir indistintamente todos los actos de los rebeldes argelinos, del mismo modo que niega a los franceses de Argelia, los pied-noirs, el de absolver indistintamente todos los actos de la represión francesa. De hecho, lo que Camus ve nacer, lo que él teme que va a causar tremendos males en el mundo contemporáneo, es el terrorismo de masas, el que hiere no a los jefes, demasiado bien protegidos, sino a la multitud de civiles sin defensa y sin responsabilidad. Así, desde julio de 1955 hasta enero de 1956, lanza, sobre el terreno, en Argel, una «Llamada por una tregua civil en Argelia», que le vale las amenazas de los ultras, la neutralidad benévola del FLN (el Frente de Liberación Nacional de los sublevados) y el desprecio de los progresistas. Este fracaso será su última tentativa para influir directamente sobre el curso de los acontecimientos. Más adelante intervendrá constantemente ante los poderes públicos en favor de personas detenidas, franceses o argelinos, y particularmente ante el presidente de la República en favor de argelinos condenados a muerte, pero ya no hará más declaraciones políticas de conjunto.

Y es que son odiosos, para él, esos franceses metropolitanos, cuyo Parlamento, desde hace un siglo, ha votado contra todas las reformas en Argelia y que ahora encuentran natural que los pied-noirs sean sacrificados en el altar de la revolución. Pero se da cuenta de que no es la hora de la buena fe. ¿Por qué iba a continuar expresándose, si se le pide, no que diga lo que piensa, sino que aliente a uno u otro fanatismo? ¿Se le necesita a él para esa tarea? En un clima en el que cada campo no está integrado, para los de enfrente, más que por «puercos», Camus se prohíbe a sí mismo arriesgar la sangre de los demás con «esos artículos que se escriben tan fácilmente en la comodidad de la oficina». Y añade: «Denuncié la represión colectiva mucho antes que tomara la forma repulsiva que acaba de adoptar... Continuaré, pero no con los que siempre se han callado ante los crímenes horrorosos y las mutilaciones maníacas del terrorismo que mata a civiles, árabes y mujeres.»

¿Manera cómoda de no dar la razón a ninguna de las dos partes? No, en absoluto. Para comprender a Camus hay que situar su caso de conciencia argelino en el más amplio debate surgido de la polémica en torno a El hombre en rebeldía, en 1951. Habiendo dicho que no hay Bien absoluto en la izquierda, como tampoco en la derecha, Camus había hecho desencadenar contra él una campaña de denigración, cuya maldad y falta de honradez sólo fueron igualadas por su eficacia. Toda declaración política por su parte era inmediatamente deformada, disfrazada, ridiculizada. Entonces, ¿para qué servía? El silencio que observa Camus es también el silencio al que le ha condenado la intolerancia de la izquierda.

Sería petulante hacer un historial. Constatemos simplemente que el intelectual no ostenta, por su etiqueta, ninguna preeminencia en la lucidez. Lo que distingue al intelectual no es la seguridad de su opción, es la amplitud de los recursos conceptuales, lógicos y verbales que despliega al servicio de esta opción para justificarla. Por su clarividencia o su ceguera, su imparcialidad o su falta de honradez, su picardía o su sinceridad, se lleva a otros tras sus huellas. Ser intelectual no confiere, pues, una inmunidad que lo hace perdonar todo, sino más responsabilidades que derechos, y por lo menos una responsabilidad tan grande como la libertad de expresión de que se goza. En definitiva, el problema es, sobre todo, moral. Cuando Gabriel García Márquez escribe que los boat people vietnamitas son vulgares traficantes y se dedican en realidad a la exportación fraudulenta de capitales, no puede ignorar que es falso. No es, pues, un error de apreciación; es de otra naturaleza. Como lo era el de Jean Genet cuando hacía la apología de los asesinos de la banda de Baader en la primera página de Le Monde en 1977. ¿Se va a pretender que esas vilezas son veniales, porque emanan de escritores de reputación internacional? Ello equivaldría a decir que cuanto más se le escucha a uno menos cuentas tiene que dar de lo que dice.

A este viejo debate ha venido a incorporarse otro: el de las relaciones de los intelectuales con los medios de comunicación. Se encuentran todos los grados de calidad cultural en la televisión y en la radio, desde el excelente hasta el inexistente. Pero el verdadero problema no es ése: es el de la modificación que provoca en el comportamiento de los mismos intelectuales la existencia de los medios de comunicación. La posibilidad de alcanzar una vasta audiencia, más por efecto teatral que por análisis escrupuloso, impulsa a los intelectuales a estrategias políticas de comunicación.

Que el intelectual utilice los medios de comunicación, está muy bien. Pero, demasiado a menudo, sólo los utiliza para transmitir sus ideas: modifica sus ideas para que puedan aparecer en los medios de comunicación. Es Arlequín que se toma por Antígona. ¡Y ay del que quiera ser Antígona!... Así, en 1961, Lucien Bodard publica La China de la pesadilla. Es el primero en describir los horrores del Gran Salto Adelante, que hizo morir de hambre a sesenta millones de chinos. ¡Escándalo! Es abucheado. Es «silbado en cuarteto», como decía Stendhal. Habrá que esperar a la muerte de Mao en 1976 y las revelaciones de sus sucesores para que pueda permitirse decir la verdad sobre la China comunista. Recuerdo una emisión de televisión, un «Dossier de la pantalla», sobre China, en los años sesenta, en la que el mismo Lucien Bodard, solo contra todos, no pudo, físicamente, decir una sola palabra. Más tarde, el autor de un testimonio fundamental, Prisionero de Mao, Jean Pasqualini, sufriría el mismo fuego graneado. Simón Leys, cuyos Trajes nuevos del presidente Mao son de 1971, y Sombras chinescas de 1974, pudo decir todo lo que sabía sobre el maoísmo por primera vez en la televisión francesa en... 1983, en el curso de unos memorables «Apóstrofes». Durante veinticinco años, los medios de comunicación han servido para rechazar, en lugar de darlos a conocer, los libros verídicos sobre China. No eran los animadores de los programas quienes tomaban la iniciativa de esas ejecuciones, o, por lo menos..., no siempre. Eran los otros intelectuales invitados a la escena y coaligados contra el blasfemo. ¿Dónde fue a parar, durante este cuarto de siglo de ocultación de la verdad china, la bienhechora pedagogía de masa de los medios de comunicación? Y si esta ocultación cobarde de la verdad no es imputable a los animadores de radiotelevisión -o no únicamente a ellos- entonces son los mismos intelectuales los que se dicen a sí mismos que no deben apartarse demasiado de las opiniones reinantes, o los que se adaptan a ellas instintivamente. Y son ellos quienes estiman que, para conquistar al vasto público del medio audiovisual, deben recurrir a métodos a la vez simplificadores y exagerados. A tales medios, Julien Gracq evocaba ya en 1950, en La literatura en el estómago, a propósito de la radio, donde, decía, «el mugido de la literatura va a morir en los límites del infinito».

En muchos casos, y ya he descrito varios de ellos en los capítulos precedentes, se ve que los intelectuales, cuya misión, según ellos, es guiar a los no intelectuales por el camino de la verdad, son a veces los que más contribuyen a inducirlos en el error. Hemos visto anteriormente algunos mecanismos de esta actividad de educación a contrapelo. Sea que el intelectual sale de su esfera de competencia, pero utiliza el prestigio que ella le ha conferido para vestir con su autoridad tesis sobre las cuales no sabe más que el hombre de la calle; sea que disimula o altera los conocimientos que posee en el interior de su especialidad, de manera de hacerlos coincidir con una tesis exterior a la ciencia, pero que le atrae por razones no científicas; sea que no tiene ninguna especialidad, quiero decir en el orden del conocimiento, ni, por otra parte, necesita tenerla, aparte de su arte, sea novelista, pintor, arquitecto, poeta o compositor, no por ello deja de pronunciarse con brío y seguridad sobre muchas cuestiones que le son ajenas.

La evolución de Grass, partidario de una socialdemocracia realista en los años setenta, para terminar por hundirse en las fangosas extravagancias del pacifismo prosoviético, ilustra bien la dificultad que experimenta un escritor en conservar una postura mesurada y razonable, pero poco suministradora del estrellato. Las imprecaciones excesivas, incluso y sobre todo si no tienen un fundamento serio, aportan más gratificaciones a sus autores que la sinceridad en el esfuerzo por comprender. Cuando Günter Grass estimó que ya se había hecho bastante célebre como novelista para permitirse perder completamente la cabeza en la política, se puso a exhortar a sus conciudadanos a «hacer acto de resistencia, a resistir al liderazgo norteamericano en la perspectiva del genocidio que nos .amenaza». Alemania tenía, según él, un medio para compensar «la ocasión perdida en 1933 de resistir cuando fue anunciado el genocidio que iba a venir».[162] De hecho, la resistencia de Grass a la Alianza Atlántica hace pensar más bien en la resistencia de los pronazis y los profascistas a la democracia, durante los años treinta, y especialmente en Francia. También ellos se «resistían» al rearme de los países democráticos. Dejo sin comentario y sin calificativo, por superfluos, la teoría según la cual el mejor medio de lavar el oprobio del genocidio hitleriano sería dejar que el poder soviético llegara a ser política y estratégicamente dominante en Europa Occidental. Es intrigante el odio a la democracia que implican tales declaraciones en ciertos grandes intelectuales del mundo libre. Así, en 1951, Bertrand Russell, que, como acabamos de ver, estimaba en 1937 que la Alemania nazi no representaba un peligro para las democracias, a condición de que éstas consintieran en desarmarse unilateralmente, escribe más tarde en el Manchester Guardian[163] que los Estados Unidos se han convertido en un «Estado policiaco» idéntico a la Alemania de Hitler y a la Rusia de Stalin. Nos hallábamos, es cierto, en pleno período de maccarthysmo, el cual fue eliminado poco después de la vida política norteamericana por el mismo juego de la democracia, esa democracia que Russell comprendía tan mal, puesto que había llegado a apostar cinco libras esterlinas con Malcom Muggeridge a ¡que Joseph McCarthy sería al cabo de poco tiempo elegido presidente de los Estados Unidos! Cuando, poco tiempo después, el senador de Wisconsin, desprestigiado y alejado de toda actividad política, murió en la desgracia, Russell debió pagar su apuesta perdida, pero no por ello revisó sus ideas sobre la América «totalitaria».

Sydney Hook, en su libro de memorias, Out of Step,[164] un testimonio indispensable para comprender la historia y el estado de espíritu de la intelligentsia de los Estados Unidos (e indirectamente de Europa) antes, durante y después de la segunda guerra mundial, nos relata ampliamente sus conversaciones y su relación con Albert Einstein. Cita diversas discusiones e intercambio de cartas con el ilustre físico, que nos confirman que se puede ser, en su especialidad, un genio, y carecer completamente de buen juicio en otros terrenos. Y ello hasta tal punto que hace dudar de que sea el mismo espíritu el que se aplica a dos temas diferentes, por lo inteligente que se muestra al tratar de una materia y lo torpe que resulta al tratar de otra. Esas grietas del pensamiento, en las cuales caen los espíritus más brillantes, no perjudicarían más que a ellos mismos, si, precisamente, sus tomas de posición no influyeran en millones de otros seres humanos, a consecuencia de una ilegítima transferencia de autoridad de un terreno a otro.

Ya antes de la guerra, en una carta escrita a finales de 1938 a Max Born (y publicada en la correspondencia de éste), Einstein había dado la medida de su discernimiento político confiando a su amigo y colega que había cambiado de opinión sobre los procesos de Moscú, tras madura reflexión. He aquí un caso, por lo menos, en el que hubiera sido preferible que no reflexionara, porque la actividad de la meditación le llevó de la impresión justa de que los procesos habían sido falseados a la convicción errónea de que eran verídicos y justos, de manera que los condenados, según él, merecían efectivamente la muerte. Después de la guerra, Einstein, convertido en ciudadano estadounidense, milita, en ocasión de las elecciones presidenciales de 1948, en el comité de apoyo de Henry Wallace, tercer candidato que no pertenecía a ninguno de los dos grandes partidos y que, con respecto a la Unión Soviética, ofrecía todas las características del «idiota útil» a la vez ortodoxo y extravagante. Es asombroso, por otra parte, ver cuántos refugiados políticos europeos, entre los intelectuales expulsados del Viejo Continente por los totalitarismos, refugiados que en suma no debían su supervivencia más que a la existencia y a la acogida de los Estados Unidos, tomaban, durante la guerra fría y la primera «ofensiva de paz» de Moscú, en 1949, posiciones prosoviéticas y antiamericanas. Thomas Mann fue, en esos años, otro celebrante de esta edificante e inédita forma de reconocido homenaje a la democracia que le había salvado. La gran desgracia del siglo XX será haber sido aquel en que el ideal de la libertad habrá sido puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios, todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales comprendidas en un principio bajo el vocablo de «izquierda» enroladas al servició del empobrecimiento y del avasallamiento. Esta inmensa impostura ha falseado todo el siglo, en parte por culpa de algunos de sus más grandes intelectuales. Ha corrompido hasta los más mínimos detalles el lenguaje y la acción políticos, invertido el sentido de la moral y entronizado la mentira en el centro del pensamiento.

Abstengámonos de lanzar un ataque sistemático contra «los» intelectuales. Me inclino más bien a pensar que la antítesis habitual entre la teoría de los «intelectuales que siempre se equivocan» y la de los «intelectuales que siempre tienen razón» no se basa en nada más que en la subjetividad del observador y su postulado de partida. Ese postulado no es elegido más que por razones afectivas, polémicas o interesadas. Pero si se comprobara que los intelectuales de profesión o de estatuto no se equivocan, en definitiva, ni más ni menos que los demás hombres -los cuales, por otra parte, son todos en cierto grado «intelectuales»- entonces habría que revisar la hipótesis de la especificidad del grupo «intelectuales» en tanto que comunidad investida de una capacidad particular para guiar a la humanidad hacia el Bien y la Verdad. Y si se comprobara que tienden a equivocarse más que los demás hombres, entonces habría que investigar por qué y cómo se ha producido lo que entonces tendríamos derecho a llamar fracaso de la cultura.

Se perdonaría gustosamente a Einstein sus infantilismos políticos, por lo menos en el plano moral, si a veces no los hubiera extendido a esferas donde su competencia científica habría debido servirle de parapeto y donde, por consiguiente, sus huidas ante la verdad no pueden explicarse sólo por la exclusiva ingenuidad y deben, desgraciadamente, ser abonadas en la cuenta de la mala fe. ¿A qué Otra cosa puede atribuirse la negativa de Einstein a asociarse a una protesta contra Frédéric Joliot-Curie, que, en 1952, había afirmado que «según profundas investigaciones personales», había llegado a la conclusión de que los Estados Unidos practicaban la guerra bacteriológica en Corea? Aquélla fue, como se sabe, una de las primeras y más memorables campañas de desinformación soviéticas de la posguerra. En su libro de memorias, J'ai cru au matin, Pierre Daix, entonces director del diario comunista francés Ce Soir, relata detalladamente cómo esa campaña fue dirigida y orquestada por el movimiento comunista internacional. Con una nobleza bien rara en el reconocimiento de los pasados errores, Daix se juzga a sí mismo severamente, aun cuando estuviera, cuando los cometió, obsesionado por la adhesión ideológica (lo que no era Einstein, simple simpatizante): «Considero hoy -escribe él en 1976- que mi participación como director de un periódico en esa mentira, la pretendida guerra bacteriológica de los norteamericanos en Corea, es un error tan grave como mi respuesta a Rousset -David Rousset había denunciado la existencia de campos de concentración en la URSS-. Falsas noticias, excitación al odio, toda la panoplia del deshonor para un periodista en ella.»[165]

El deshonor era, sin ninguna duda, aún más grande para Joliot-Curie, que prostituía su gloria de premio Nobel en servicio de esa infamia. ¿Acaso no había abdicado de toda autoridad intelectual cuando dijo, en 1951: «Situado en el centro mismo de la lucha, disponiendo gracias a sus militantes de una información completa, y armado con la teoría del marxismo, el Partido no puede dejar de saberlo todo mejor que cualquiera de nosotros»?[166] Sin duda Joliot-Curie estaba condicionado, pero ¿es esto una excusa? «Que yo haya estado condicionado -precisa con valor Pierre Daix- no me quita ninguna responsabilidad en el condicionamiento que he contribuido a infundir. Si no, los nazis serían irresponsables...» La observación se aplica todavía más a Joliot-Curie, porque su mentira se sitúa en un terreno científico, donde la capacidad de ilusionarse disminuye con la importancia de imperativos de comprobación que le eran conocidos. ¿Y Einstein? ¿Qué decir de su negativa a asociarse a una protesta condenando la impostura de Joliot? ¿Qué conclusión hay que sacar de esa negativa? La única que es posible. Cuando se ve a uno de los más grandes genios científicos de toda la historia humana corroborar, por lo menos tácitamente, pero con conocimiento de causa, una mistificación política con objetivos políticos, es que los intelectuales, hasta ahora, en su inmensa mayoría, mientras reivindican un papel de guías, se consideran según sus conveniencias, libres de toda obligación ante la verdad y de toda responsabilidad moral.

En su exagerado fanatismo sobrepasan a los peores monstruos de la política. Su pérdida de todo sentido moral es risible, por ejemplo, en el caso de Marguerite Duras, cuando advirtió en 1985, en los términos que siguen, lo que esperaba del pueblo francés si no votaba a favor de los socialistas en 1986: «Estoy aquí para decírselo: si continúan así, volverán a encontrarse con los espantajos de Gaudin, Pasqua y Lecamet, y estarán solos con ellos, y será demasiado tarde; formarán parte de una sociedad que jamás queremos conocer, y por ello serán miembros de una sociedad privada de nosotros: sin hombres de inteligencia verdadera y profunda, sin intelectuales -sí, es la palabra precisa- ; sin poetas, novelistas y filósofos; sin creyentes auténticos, verdaderos cristianos, sin judíos, una sociedad sin judíos, ¿me entienden?»[167]

Así, según esa intelectual, el retorno de los liberales al poder significaría la desaparición de todos los ciudadanos «de inteligencia verdadera y profunda», entre los cuales se incluye ella misma, por supuesto («serán miembros de una sociedad privada de nosotros»), la desaparición de todos los filósofos, novelistas, poetas y... de todos los judíos (mírese por el lado de Hitler). Las frases excesivas no son todas insignificantes, porque algunas de ellas revelan el fantasma[168] presente en el alma de la novelista, como en muchos otros intelectuales que, por sorprendente que pueda parecer, no han comprendido aún qué es la alternancia democrática y la conciben todavía como causante de la proscripción del adversario. Además, no admiten que pueda haber igualmente intelectuales en un campo político diferente al suyo. La declaración, aparentemente insensata, de Marguerite Duras, traduce, pues, sobre todo, el deseo, en caso de victoria socialista, de eliminar a todos los que no piensan como ella. Contrariamente a lo que se cree a menudo, en nuestra época son los intelectuales quienes están atrasados con respecto a los políticos, porque ya ningún político, por lo menos en las democracias, aunque fuera el más desenfrenado demagogo, se atreve, por muchas ganas que tenga de ello, a emplear un lenguaje tan radical de «exclusión», para emplear la incongruencia léxica de moda.

Pero lo que es simple énfasis cómico en un país en que los ciudadanos son protegidos, por el derecho burgués, de la plaga de la alternancia al estilo de la de Duras, puede llegar a ser trágico en otros contextos en que la irresponsabilidad verbal de los intelectuales adopta súbitamente rojeces de sangre. Sydney Hook, en Out of Step, relata una conversación que tuvo en su casa con Bertolt Brecht sobre los viejos bolcheviques fusilados en la época de los procesos de Moscú. «Fue en ese momento cuando pronunció una frase que nunca olvidaré -escribe Hook-. Dijo: "Ésos, cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados." Quedé tan desconcertado que creí haber comprendido mal. "¿Qué dice usted?", le pregunté. Repitió tranquilamente: "Cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados." Sus palabras me dejaron asombrado. "¿Por qué? ¿Por qué?", exclamé. Se limitó a dirigirme una especie de sonrisa nerviosa. Esperé, pero no dijo nada, incluso después de que repetí la pregunta. Me levanté, pasé al cuarto contiguo y recogí su sombrero y su abrigo. Cuando volví, continuaba sentado en su sillón, con el vaso en la mano. Cuando me vio con su sombrero y su abrigo pareció sorprendido. Dejó el vaso sobre la mesa, se levantó, cogió su sombrero y su abrigo con una pálida sonrisa, y se fue. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. No le volví a ver nunca.»[169]

Se observará que el intelectual va aquí más lejos que cualquier político en el ejercicio de la peor tiranía, porque justifica los crímenes de Estado desde un punto de vista moral al defender la legitimidad política del asesinato utilitario de inocentes. «Yo digo -acusa Julien Benda en La traición de los intelectuales- que los intelectuales modernos han predicado que el Estado debe reírse de ser justo; han dado a esta afirmación un carácter de predicación, de enseñanza moral.» En 1927, año en que Benda escribía estas líneas, el Estado injusto podía ser socialista o fascista. Después del hundimiento de los totalitarismos «de derechas», en 1945, ese derecho a la injusticia quedó reservado para las dictaduras «de izquierda». Pero después -como antes- de la guerra, los intelectuales superaron a los políticos en la justificación de la violencia pura. Incluso Stalin, incluso Hitler, incluso Mao, incluso los que fusilaron a los hombres de la Comuna, experimentaron siempre la necesidad de no asesinar más que a «culpables», es decir, de considerarlos tales e inventar en consecuencia su culpabilidad. Tal es la razón de ser de los tribunales revolucionarios bajo el Terror, de los procesos falseados de Moscú o de las secciones especiales de Vichy. Incluso los khmers rojos, cuyos jefes eran, no obstante, intelectuales eminentes, filósofos formados en la Sorbona (de casta le viene al galgo, si puedo expresarme así), no se comportaron totalmente como dignos vástagos de esa refinada alcurnia, puesto que nunca osaron afirmar que los inocentes merecían ser matados con mayor razón por ser inocentes.

La razón estribaba en que, convertidos en políticos, los jefes khmer rojos no excluían totalmente la posibilidad de tener que dar algún día cuenta de sus actos.

Tal idea, en cambio, no se le ocurre en absoluto al intelectual, que se reivindica a sí mismo a la vez como «comprometido» e irresponsable., Sartre habría experimentado una gran sorpresa si se le hubiera pedido cuentas de los millones de cadáveres amontonados por los diversos regímenes totalitarios, de los que él fue propagandista, durante toda su vida, con tanto celo. Él, el teorizante del compromiso; él, que demostraba con su dialéctica implacable que todos nosotros somos culpables de los crímenes que se cometen en el mundo incluso cuando los ignoramos, consideraba sin duda que esa responsabilidad cesa cuando los conocemos, como sucedía en su caso.

Notas

[160] He aquí la cita completa en inglés tomada de la sección «50 Years ago» del International Herald Tribune (2 de abril de 1987): «"Britain should disarm, and if Hitler marched his troops into this country when we were undefended, they should be welcomed like tourists and greeted in a friendly way." So declared Bertrand Russell, writer and philosopher, in an address (on April) at Petersfield, Hampshite, on the practical application of pacifism. Concerning the hospitable welcome, Earl Russell explained: "It would take the starch out of them and they might find some interest in our way of living." If the British government stopped arming and turned pacifist, this country would not be invaded and would be as safe as Denmark, according to Russell, who contended that no country ever attacked another country unless it was afraid of the other's armaments. As a step toward worldpeace, he proposed dismemberment of the British Empire.»
Traduzco el final del pasaje: «Si el gobierno británico dejara de armarse y se volviera pacifista, nuestro país no sería invadido y estaría tan seguro como Dinamarca -buen ejemplo, por cierto, como los acontecimientos demostrarán en 1940-, según Russell, que sostiene que ningún país ha atacado nunca a otro, excepto si temía al armamento de este último. Como primer paso hacia la paz mundial, ha propuesto el desmembramiento del Imperio británico.»

[161] «Mi país primero; tenga o no razón.»

[162] Citas extraídas de L'Allemagne, un enjeu pour l'Europe, de Renata Fritsch-Bournazel, prólogo de Alfred Grosser, Éditions Complexe, 1987.

[163] 30 de octubre de 1951.

[164] Nueva York, Harper and Row, 1987.

[165] Pierre Daix, J'ai cru au matin, París, Robert Laffont, 1976.

[166] Citado por Jeannine Verdés-Leroux en Le réveil des somnambules, París, Fayard-Minuít, 1987.

[167] Citado por Jean-Marie Doménach, La propagande du partit socialista, 1987.

[168] «Fantasma. Escenario imaginario en que el sujeto está presente y que figura, de manera más o menos deformada por los procesos defensivos, el cumplimiento de un deseo y, en última instancia, de un deseo inconsciente», Vocabulaire de la psychanalyse de J. Laplanche y J.-B. Pontalis, PUF, 1967.

[169] «It was at this point that he said in words I have never forgotten, "As for them, the more innocent they are, the more they deserve to be shot." I was so taken aback that I thought I had misheard him. "What are you saying?" I asked. He calmly repeated: "The more innocent they are, the more they deserve to be shot." ("Je mehr unschuldig, desto mehr verdienen sie erschossen zu werden."). I was stunned by his words. "Why? Why?" I exclaimed. All he did was smile at me in nervous sort of way. I waited, but he said nothing even after 1 repeated my question. 1 got up, went into the next room, and fetched his hat and coat. When I returned, he was still sitting in his chair, holding a drink in his hand. When he saw me with his hat and coat, he looked surprised. He put his glass down, rose, and with a sickly smile took his hat and coat and left. Neither of us said a word. I never saw him again.»

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