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Mi hijo ha muerto

«Mi hijo ha muerto. Dios no existe». ¿Qué se puede contestar a la pobre madre que ha perdido lo que más quiere en la tierra? Poco..., mientras esté expuesta al primer embite espantoso del dolor. Hay que darle amor, hay que acompañarla en el dolor y sufrir con ella. Solo más tarde, cuando vuelve a ser capaz de pensar, las cosas cambian y se le puede ayudar a comprender lo incomprensible.

Nuestra deuda con Dios es la muerte. Y no somos nosotros los que fijamos el día y la hora del pago, sino Él. ¿Pero por qué precisamente mi hijo? ¿Por qué no concederle la vida, una vida humana completa en todos sus períodos? ¿Por qué arrancarlo de la vida antes de que haya llegado a experimentar nada?

Lo espantoso en nosotros es que no nos solemos plantear esta pregunta hasta que nos afecta a nosotros mismos, en nuestra familia, a nuestro propio hijo. Si le ocurre al vecino, pronto lo apartamos del pensamiento. Si le ocurre a un extraño, lo lamentamos un momento y muchas veces no sentimos nada en absoluto. Pero ¿es que acaso no sabemos que están muriendo niños a cada instante? ¿Nacidos y no nacidos?, lactantes, niños y niñas pequeños, que ni siquiera saben hablar, o que acaban de aprender su primera oración a ese Dios que luego permite que un coche le atropelle o que sea afectado por una enfermedad dolorosa y mortal. Sucede todos los días. Si esto es injusticia, ¿cómo hemos podido creer durante tanto tiempo en el Dios justo y hemos dejado de creer cuando nos ha sucedido a nosotros? ¿Cómo era posible que llamásemos justo a Dios cuando sólo parecía ser justo para con nosotros, mientras estaba dando a otros diariamente signos de una injusticia? Así de poco es lo que hemos amado a nuestros semejantes, y tanto lo que nos amamos a nosotros mismos ¿Pero qué es lo que sabemos en realidad de la justicia divina?

Exigimos que se deje con vida a nuestro hijo, a pesar de que su vida es totalmente desconocida para nosotros. No tenemos ni idea de lo que el pequeño habría hecho de su vida; tampoco sabemos lo que le habría sucedido, lo que habría tenido que sufrir, y de qué forma habría soportado ese sufrimiento. Y nos comportamos como si supiésemos más que Dios y como si hubiese tenido la obligación de conservar al pequeño con vida, dejarle crecer, elegir una profesión, casarse y procrear hijos. Con setenta y cinco, con ochenta años podría haberle llamado. Sí, incluso la forma de muerte se la queremos imponer a Dios que murió por nosotros en la cruz. Y con todo esto olvidamos a dónde ha llamado Dios al niño. Nos comportamos como faltos de fe; sí, en esos momentos grandes y extraordinariamente importantes somos faltos de fe. Hemos olvidado que el niño no vive ya sólo a nuestra manera, sino que vive verdaderamente, que repentinamente ha alcanzado la cumbre, hacia la que nosotros caminamos penosamente y con una gran carga a nuestras espaldas, cumbre que sólo conseguiremos alcanzar nosotros mismos si nos hacemos «como niños». Hemos olvidado quién somos. Hemos olvidado lo que es un niño. Y hemos olvidado quién es Dios.

Lo único que explica esa tristeza es nuestro egoísmo, nosotros mismos, que tenemos que renunciar a tener al niño a nuestro lado. De momento. ¿Pero acaso nuestro egoísmo puede ir tan lejos que no nos alegremos de la gran felicidad de nuestro hijo, reprochando a Dios que se la haya concedido?

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