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Conciencia, ¿para qué?

Se cuenta que Fernando de los Ríos viajó a la Unión Soviética para sondear la posibilidad de que el PSOE ingresara en la III internacional comunista. Al parecer, preguntó a Lenin qué pasaba allí con la libertad, a lo que éste respondió con aquella conocida frase: «Libertad, ¿para qué?» El partido socialista rechazó el ingreso en la citada internacional.

No voy a hablar de política. Traigo a colación la anécdota por dos motivos: uno, más banal, es el cierto paralelismo del título de este artículo con la frase del dictador soviético. Y el otro es la íntima relación de la conciencia con la verdad y la libertad. También, naturalmente, con la política, porque muchas de sus decisiones, con frecuencia muy serias, están íntimamente relacionadas con la moral y, por lo mismo, con la conciencia.

En su obra Verdad, Valores, Poder, el cardenal Ratzinger escribía: «Un hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, bienestar, éxito, reputación y aprobación públicas renunciando a la verdad». Parece que esta afirmación se expresa negativamente, pero describe a la persona íntegra, fiel a su conciencia. Hace unos días y con referencia a la experimentación con embriones, se decía que una conciencia privada no puede detener el progreso. Eso, dicho así, suena incluso bien, pero hay que analizarlo un poco. En primer lugar todas las conciencias son privadas. Si a veces se habla de conciencia colectiva es sólo una metáfora, porque el juicio de la conciencia, el juicio de la razón práctica acerca de la bondad o maldad de los actos humanos es personal e intransferible. Es el individuo quien goza de responsabilidad. Se afirmaba también que nada más ético que procurar la salud, curar al enfermo. En efecto, pero -como se ha apresurado a declarar la Conferencia Episcopal Española- no precisamente matando. Por cierto, habría que ver qué tipo de conciencia se ha impuesto para autorizar esa investigación con embriones. Y conste que pienso en cualquier ámbito donde ésta se practique. Sencillamente porque hay cosas que no se pueden hacer.

Pero tal asunto no era la finalidad del artículo, sino sólo una parte. He leído una columna periodística que clama, con razón, contra la anestesia de la conciencia que suponen los presuntos delitos en el ayuntamiento de Marbella. Así es, si se prueban éstos. Pero es sorprendente que casi lo único que merece denuncia de la conciencia encallecida sea el robo en sus múltiples modalidades. Algo tan elemental como el no matar ya tiene notables excepciones legales: aborto y el citado uso de embriones para supuestas curaciones; hoy por hoy, más presuntas que los delitos de Marbella; pero, en cualquier caso, lamentables para la dignidad de la conciencia, de los embriones destruidos -nunca una masa de células- y de la persona en general. También se habla de eutanasia. Y se podrían citar muchos otros temas, estén o no legalizados, tales como las deficiencias de libertad escolar, protección y consideración de la familia, admisión de la deslealtad como sistema, cobros de comisiones, consumismo desatado, vanidad sin recato, exaltación del sexo descontrolado, etc.

La conciencia es el sagrario inviolable e íntimo, que constituye la norma próxima de moralidad para cada individuo. No la norma última, porque la dignidad del hombre le exige buscar la verdad objetiva y adecuarse a ella. Empresa difícil muchas veces, pero cuya renuncia va muy en detrimento del ser humano. Son tan ciertas las dos proposiciones que acabo de enunciar que no se puede obligar a nadie a actuar contra su conciencia, aunque estuviera equivocado. Y también es verdad que ninguno puede hacer, sin más, todo lo que cree en conciencia, puesto que puede errar. Se puede dañar a un tercero con una decisión personal y se debe poder evitar, porque perjudica a sí mismo y a otros. Se evita, en primer lugar, con la formación personal porque, como ha dicho Spaemann, «no hay conciencia sin disposición a formarla e informarla». Un médico que no estudia, alguien que se cierra a las observaciones de los demás, aquel que olvida las exigencias elementales del ser del hombre, actúan sin conciencia. También se puede evitar legalmente, pero siempre respetando el principio de no obligar a nadie a actuar contra su conciencia.

Vamos ahora a la libertad. Buscamos en la encíclica Veritatis Splendor estas palabras: «La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios, tiene su base en el ´´corazón´´ de la persona, o sea, en su conciencia moral». Después, citando al Concilio Vaticano II, recuerda que el hombre descubre una ley que no crea él mismo, sino que debe descubrir y aplicar para hacer el bien y evitar el mal. Aquí reside, apuntará más adelante, la dignidad de la conciencia moral: «en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre». Hay una ley en el interior de todo hombre -creyente o no- que puede escuchar, es objetiva y universal y que dejará de funcionar cuando, con nuestra propia conducta, cerramos el oído interior. Por eso, nunca es equiparable el juicio efectuado por una conciencia verdadera y recta con el que realiza una conciencia errónea. Además, ésta comprometerá su dignidad cuando es culpablemente equivocada.

Este error de la conciencia es tanto más fuerte cuanto mayor es la incidencia de los actos que determina. E, igualmente, tanto más imprudente o irresponsable. Porque sólo excusa la conciencia invenciblemente errónea, cosa difícil cuando en el mundo actual hay posibilidad de oír voces autorizadas en todos los campos, no las que uno quiere oír, sin las más expertas, las más desinteresadas, las que están más a favor del hombre. Pensaría sobre todo en aquellos que ofrecen más elementos para la verdad completa de cualquier asunto y, por lo mismo, para actuar con más libertad. La verdad íntegra incluye los aspectos éticos de cada cuestión, puesto que no se puede utilizar alegremente todo lo que se sabe de técnica, arte o ciencia. Por ese camino, por ejemplo, se arrojó la bomba atómica o se emprendieron terribles experiencias eugenésicas.

En el citado libro del entonces cardenal Ratzinger, se lee: «El error, la conciencia errónea, sólo son cómodos en un primer momento. Después, el enmudecimiento de la conciencia se convierte en deshumanización del mundo y en peligro mortal si no reaccionamos contra ellos. Con otras palabras: la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la subjetividad no liberan, sino que esclavizan. Nos hacen completamente dependientes de las opiniones dominantes. Quien equipara la conciencia a la convicción superficial la identifica con seguridad aparentemente racional, tejida de fatuidad, conformismo y negligencia». La amplia cita tiene un innegable provecho para evitar la mera subjetividad, reclama la necesidad imperiosa de la verdad -que existe y es necesario buscarla, como decía Machado- y, en consecuencia, de un orden moral objetivo acorde con la naturaleza humana; el único dador de libertad.

Estas reflexiones también pueden ayudar a pensar que la libertad religiosa no es solamente relativa al culto, sino libertad de las conciencias -para formarse y actuar-, que no puede quedar relegada a su intimidad, porque se traduce en conducta, abarca todos los actos de la persona y es determinante para su libertad global, una libertad que, precisamente por obrar en conciencia, no puede ni debe coartar la de los demás.

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