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Creo en la libertad

Como la lluvia fina empapa la tierra, así ha calado en los últimos decenios la idea de que laicismo y relativismo son modos de vida imprescindibles para el bien vivir de una sociedad democrática. Ese pensamiento se ha enraizado incluso en el alma de muchos cristianos. Yo creo que es mejor la familia sin divorcio o sin aborto, pero no puedo imponerlo, viene a ser, a título de ejemplo, la afirmación de muchos derrotados a priori por esas ideologías que hacen tabla rasa de la naturaleza, para instalarse ellas como una nueva religión. Renunciamos a ofertar la verdad del hombre que tenemos para cambiarla por la debilidad de un pensamiento que lleva al nihilismo.

Recientemente, daban escalofríos escuchando al magnífico filósofo Robert Spaemann citar a un paisano suyo, el periodista Jan Philipp Reemtsma, que se preguntaba en el periódico Le Monde Diplomatique: ¿Tenemos que respetar las religiones? La respuesta -dice Spaemann- era NO. Con la gente que comparte la doctrina del Papa, a lo más, hay una tregua, pero esos hombres son extranjeros en un estado secular. Esta sociedad secularizada se ha erigido en dios sustituto del Dios que niega; es creadora de lo bueno y lo malo por conveniencia, encuesta o alzada de manos; la libertad construye la verdad. Ya no es ésta la que nos hace libres. Y cuando no hay Verdad con mayúscula, o al menos un reconocimiento de lo que es natural, manda la conveniencia del hombre -dios- tirano.

Ese es el humus que vamos aceptando casi imperceptiblemente para edificar nuestras vidas. Otra opción será terriblemente tildada de fundamentalista, dogmática y carca. Y hemos caído en la trampa de las etiquetas de moda, políticamente correctas y aparentemente modernas. Sí, esta postmodernidad no tolera a Dios ni cualquier forma de ley que remita a Él de algún modo. El razonamiento es muy simple: aceptar el laicismo, el relativismo y el pensamiento débil suponen democracia, progreso y modernidad. Por el contrario, la oferta de cualquier verdad natural, o transcendente, es algo trasnochado y hasta -qué palabra más horrible- casposo. Y muchos cristianos se han atemorizado como Pedro en la noche la Pasión de Cristo.

Pero el resultado no está siendo una sociedad más libre y civilizada, sino un mundo con menos virtudes, sin luz, desleal muchas veces, poco valiente, insolidario, insincero, que llama hipocresía a la lucha por ser mejor del que peca siete veces al día, como dice la Escritura. No es hipocresía, en cambio, la subversión del mismo ser humano que trueca su existencia en un libertarismo ciego, sin norte y sin sentido. ¿Por qué ha ardido Francia? Pocos sociólogos actuales son capaces de descubrir -porque les faltan los parámetros justos- que esa libertad vacía, libertad de la libertad -decía el maestro Cornelio Fabro- sólo conduce a la crisis del ser humano. ¿Por qué no se piensa en una educación en virtudes conducentes a ser libres de veras? Quizá no se cree en el ser humano.

«La libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo -afirmaba ese gran intelectual que es Benedicto XVI en la clausura de la Jornada Mundial de la Juventud-, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos». Algunos aseverarían que esas palabras encierran una involución, cuando en verdad son una verdadera revolución a favor del hombre frente a tanta abdicación de convicciones firmes, que son la oferta de las personas de buena voluntad para curar las heridas de esta sociedad que muere de bienestar.

Hay muchas gentes aquejadas de progresía -que no de amor al progreso- que optan por la libertad del goce de la vida. Mientras el mundo occidental expira en el confort que es su gran objetivo, el tercer mundo agoniza de debilidad porque ni siquiera le es dado gozar de las migajas que caen desde la mesa del rico Epulón. Dos muertes tristes con un origen único: la trampa, que aquí es goce y allí se hace miseria guerrillera o emigración forzosa, se genera en un sistema que no se alza sobre la verdad del hombre, sus virtudes y su libertad, sino sobre un libre albedrío que, carente de verdad y de bien, no nos hace verdaderos y buenos; es más, ese libre albedrío sólo es una manifestación fallida del mismo, pero no algo perfectivo de la persona. Luego hay más muertes: de no nacidos, de ancianos, de la familia. Así, el relativismo de los bienpensantes, el laicismo imprescindible de los secularistas que desvirtúan el ser de hombre están siendo la causa de una civilización que se tambalea si -como ha recordado hace pocos días el Papa- los laicos cristianos no hacen una oferta vigorosa de una nueva raza de hombres públicos que amen la verdad y el bien sin miedos ni engaños.

¿Estoy afirmando un estado teocrático? ¿Se trata de un neoconfesionalismo? No. Dios quiere la libertad. Me parece que la convivencia entre creyentes e increyentes no hay que buscarla ahí, sino en la posibilidad de un entendimiento racional del que ha de vivir la democracia, como ha dicho también Spaemann. Ese entendimiento debería buscarse en la ley natural que no es una idea cristiana, aunque el cristianismo la haya conservado: «Sin la idea de un derecho según la naturaleza, que agradecemos a los griegos, no hay ninguna base común entre creyentes e increyentes», ha afirmado el referido filósofo, pues los derechos fundamentales son prepositivos y no pueden descansar en la simple mayoría.

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