conoZe.com » bibel » Otros » Leyendas negras de la Iglesia » IX. LAS OTRAS HISTORIAS

Suicidios

«¡Antiguamente no se les hacía un funeral dentro de la Iglesia a los que se mataban!», exclama un anciano que mira el noticiario en el café donde cada mañana leo la prensa. En la pantalla aparecen imágenes de una iglesia de Brescia: retransmite una misa solemne y muestra en medio de la nave central el féretro, cubierto de claveles rojos y con la bandera del partido, del diputado socialista que se disparó en la cabeza con un fusil a causa del famoso «escándalo de las comisiones».

«Y usted ¿qué opina? ¿Por qué ahora a los suicidas se les permite la misa?», me pregunta el dueño del bar.

«Bueno, en la Iglesia han cambiado muchas cosas, también ha cambiado ésta», respondo un tanto incómodo. La misma incomodidad de cuando me preguntan por qué se celebran funerales en la Iglesia también por aquellos que se hacen incinerar, después de tantos siglos (o mejor, milenios) en que también éstos, al igual que los suicidas, recibían la reprobación de la Iglesia. Son «novedades» que se encuentran en el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983.

En lo relativo al suicidio la condena radical del mismo fue uno de los rasgos que inmediatamente distinguieron al cristianismo de las culturas paganas -para las cuales, en ciertas circunstancias, quitarse la vida era un acto noble- y de la tradición hebraica. El Antiguo Testamento no establece ninguna ley al respecto ni, en los casos en que se habla de un judío que se haya quitado voluntariamente la vida, el autor sacro se expresa con claridad acerca de la moralidad o inmoralidad de dicho acto.

Para el cristianismo, en cambio, quizá no por casualidad se presenta a Judas, el traidor de Jesucristo, como un suicida: es el extremo de la degradación a la que conduce el pecado. La condena de la autolisis fue tan explícita que en la christianitas medieval se castigaba a quien salía vivo del intento de darse muerte igual que a un homicida. Los códigos penales del Occidente moderno han eliminado el intento de suicidio de la lista de crímenes, a excepción del derecho inglés: también aquí la Gran Bretaña - que tuvo la suerte de zafarse de los «jacobinos» y sus «derechos del hombre», siendo éste uno de los secretos de su grado de civilización- permanece anclada en la Edad Media y procesa al frustrado suicida bajo la acusación, de antiguas reminiscencias, de «felonía contra sí mismo». En resumidas cuentas, de cobarde.

Las sanciones para aquellos que habían intentado quitarse la vida sin lograrlo también aparecían en el Código de Derecho Canónico, antes de que el nuevo hiciera tabla rasa de tantas cosas que la Tradición, la experiencia y el sentimiento de la fe habían destilado durante siglos. Así, antes de 1983, el católico que hubiera intentado suicidarse no podía acceder a las órdenes sagradas; si ya era sacerdote se le castigaba con diversas sanciones; si era laico, quedaba excluido de algunos derechos reconocidos por la Iglesia a los demás bautizados.

En cuanto a aquellos que lamentablemente hubieran logrado llevar a cabo su propósito autodestructivo, la sanción consistía en la privación de todas las exequias religiosas y de otros oficios fúnebres de carácter público. Eso sí, siempre que no quedase probado de manera irrebatible que el suicida era presa de una grave perturbación psíquica en el momento de cometer ese acto desesperado. Pero este factor no se daba por descontado en todos los casos, como ocurre en la actualidad.

Todo esto desapareció del código de 1983, en el que no se hace mención del suicidio: ni siquiera existe como «voz» en el, por otro lado amplísimo, «índice temático» de la edición oficial.

Este silencio, que va contra una Tradición ininterrumpida (y que, como decíamos, se remonta a los mismos orígenes del cristianismo), constituye una cesura, al igual que sucede con la cremación, en la praxis y en la doctrina de la Iglesia. Romano Amerio ve en ello una de las «variaciones» estructurales introducidas por los sacerdotes actuales y recuerda: «La doctrina católica reconocía en el suicidio una triple falta: un defecto de fortaleza moral, ya que el suicida cede ante la desventura; una injusticia porque pronuncia contra su persona una sentencia de muerte contra su propia causa y sin estar cualificado; una ofensa a la religión, ya que la vida es un servicio divino de cuyo cumplimiento nadie puede eximirse por su cuenta.»

Pensándolo bien, es un caso curioso: muchas de las energías de la Iglesia se dedican (con justicia) a denunciar el aborto, considerado como una usurpación por parte del hombre del derecho a la vida y a la muerte, que sólo le corresponde a Dios. El mencionado «nuevo» Código castiga con la excomunión a quien lo ponga en práctica.

Es una severidad legítima en la defensa de la vida del feto que, sin embargo, va acompañada de una despreocupación por la vida del suicida. Por otro lado, la aparente severidad de la Iglesia antes de las «variaciones» actuales tendía a proteger también la vida de quienes hubieran intentado seguir el ejemplo del infortunado. Como es sabido, el suicidio es un acto contagioso: uno tira del otro como en una trágica cadena. Así, a los tres motivos de condena de la Iglesia expuestos por Amerio se añade el de escándalo, el mal ejemplo que se da a los que sobreviven: «Si él lo ha hecho, ¿por qué yo no?»

En efecto, continuando con el «antiguo» Código (por más que estuviera en vigor hasta hace pocos años) no se negaban los funerales religiosos a aquellos suicidas de los que sólo la familia conocía la causa de la muerte: al quedar limitado el alcance del escándalo, la Iglesia permitía las exequias religiosas, ratificando de este modo que su rechazo a los otros infortunados se debía a la responsabilidad de proteger al rebaño de fieles (pero no sólo a éstos) de influencias perniciosas más que a la pretensión de adelantarse al juicio de Dios. Todos debían enterarse de que si cedían a esa nefasta tentación no habrían podido entrar de cuerpo presente en la iglesia para recibir un funeral cristiano.

Hoy, como señala el ya citado Amerio, hemos llegado hasta este punto: «Se ha convertido en una costumbre loar al suicida en la homilía de la misa fúnebre. En una ocasión, tras quitarse la vida un joven de unos veinte años, el rector del instituto religioso que lo había tenido como alumno agradeció en el funeral al suicida por el bien que había diseminado a su alrededor y le pidió excusas ¡por las culpas que tenían en ese gesto los que le sobrevivían! Esto es una disolución de la responsabilidad personal dentro de los pecados de la sociedad, es decir, el pecado no individual sino de los demás.»

El arzobispo de Praga, durante la celebración del funeral por Jan Palak (que se inmoló vivo en Praga en protesta por la invasión rusa de 1968) declaró: «Admiro el heroísmo de estos hombres, aunque no puedo aprobar su gesto.» El investigador suizo comenta al respecto: «Al cardenal se le escapaba el matiz de que heroísmo y desesperación -o sea, ausencia de fortaleza- no van unidos.»

Todo ello no afecta en lo más mínimo -resulta superfluo recordarlo- la gran compasión hacia quien cede a la desesperación y que (Dios no lo quiera) puede abatirnos también a nosotros. Tampoco impide creer que son numerosos los casos en los que la libertad, la capacidad de discernimiento y la voluntad se ven gravemente disminuidas en el suicida, cuya verdadera responsabilidad sólo Dios conoce. Si a nadie nos está permitido juzgar, a todos se nos demanda silencio y oración.

Pero hay un género de «piedad» que se asemeja a la del médico que se niega a denunciar un caso de enfermedad infecciosa para que se aísle al afectado como medida de protección general. La Iglesia nunca había querido ceder a este tipo de «pietismo», aun a costa de parecer dura a ojos de quienes no comprenden que la defensa del ser humano, de su vida y de toda la sociedad estaba detrás de algunas disposiciones por dolorosas que fueran. Éstas se parecen a ciertas medicinas cuya acritud puede resultar beneficiosa.

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