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La Sábana Santa (1)

El cardenal Anastasio Ballestrero, arzobispo de Turín, aseguró en la rueda de prensa del 13 de octubre de 1988 que el hecho de que la tela de la Sábana Santa se remontase a la Edad Media no le planteaba ningún problema de orden teológico ni pastoral. Dijo que la Iglesia tiene otras preocupaciones muy distintas y más graves que las vinculadas a las «reliquias». Asimismo afirmó que si consultara dicho tema con sus colegas obispos, los monseñores le dirían que le sobraba el tiempo.

Aprovecha la ocasión para bromear diciendo que, pese a todo, la prueba de que el Sudario hace «milagros» es que los análisis no le han costado nada a la Iglesia ya que han sido realizados gratuitamente por tres laboratorios internacionales. Sí, pero sin olvidar que, por el tono despectivo de alguno de estos científicos, habrían pagado el trabajo de su propio bolsillo con tal de obtener unos resultados que corroborasen sus propias convicciones de agnósticos o protestantes horrorizados por las «supersticiones papistas». Otro dato destacable es que en el extranjero las entrevistas no son gratuitas como en nuestro país, sino que se retribuyen generosamente. Además del habitual afán de protagonismo y el vanidoso deseo de ver el nombre de uno en la prensa, también hay que añadir la codicia al vergonzoso comportamiento de esos profesores que los ingenuos turineses tomaron por caballeros cuando en realidad se han comportado como vulgares trapicheadores de la indiscreción más rentable, actitud que hasta el benigno arzobispo ha destacado con amargura en su comunicado oficial. Eran suizos, ingleses y americanos, para que tomen nota los masoquistas que siempre están dispuestos a decir que «algunas cosas sólo pasan en Italia».

El cardenal Ballestrero me permitirá que diga, con todo respeto y firmeza, que no estoy tan seguro de que las cosas sean tan sencillas, y que el «veredicto» presentado como «científico», y que él aceptó con tanta docilidad, no tenga consecuencias pastorales. Es cierto que la Iglesia no se había comprometido sobre la autenticidad del Lienzo, que la fe no depende de este tema, que debería bastarnos con las Escrituras y el Magisterio y demás obviedades por el estilo. En lo que a mí respecta, muchos me repro­charon no haber citado la Sábana Santa en Ipotesi su Gesù («Hipótesis sobre Jesucristo») como principio de credibilidad de la fe. El caso es que para mí su valor era, como mucho, alimentar una certidumbre ya adquirida. Y aún así... podría hacerse un razonamiento semejante para el caso de Lourdes. De nada serviría recordar la teología o el simple catecismo o decir «no hay problema» si un día hubiese que demostrar que santa Bernadette no era una mitómana y los hechos acaecidos en la cueva la afortunada invención de un grupo de comerciantes.

Hace diez años vi con mis propios ojos aquellas colas kilométricas a pleno sol, tres millones de peregrinos que aguantaban todas las molestias con tal de desfilar delante del Lienzo expuesto en la catedral turinesa, la propia sede de Ballestrero. He visto ese Semblante en mis viajes alrededor del mundo, tanto en las barracas como en los edificios religiosos. Y en lo que a mí concierne, es de las pocas imágenes que se hallan en el solitario estudio milanés donde suelo escribir.

Si me observo a mí mismo, cristiano de a pie, si pienso en la cantidad de personas como yo, no logro compartir el tono demasiado ligeramente desmitificador del arzobispo, que además es el «custodio» oficial del Santo Sudario. Es cierto que es un «icono», como repite continuamente Ballestrero, quien ahora revela que siempre la ha considerado bajo esa única forma. Pero, como diría Claudel, también es una «presencia». Una imagen, sí, pero con la esperanza de que fuera una ventana abierta al misterio, que ese Semblante fuese uno de esos signos de los que estamos necesitados en nuestra indigencia. No hay que rezar al Sudario sino gracias a él, esperando que un día podremos ver alzarse esos párpados: «Creo en Ti, Señor, pero ¡ayuda a dominar mi incredulidad con señales como ésta!»

De todos modos, me esfuerzo en ser amigo de esa verdad que libera, pero no oculto mi malestar. Sé que detrás de un icono oriental está el monje que lo ha pintado. Pero ¿qué hay detrás de este «icono» que, como afirma alegremente el cardenal, debería seguir aceptando y venerando como si nada hubiera ocurrido?

¿Hay detrás una estafa simoníaca practicada por cínicos fabricantes orientales de reliquias que, partiendo del cadáver de un joven, extraen primero un molde en yeso, lo funden luego en bronce, después dejan que el simulacro adquiera color, obteniendo la imagen sobre una sábana para retocarla al final con sangre humana? ¿Acaso no será -sospecha escalo­friante- la prueba de un delito? Es decir, un pobre hombre martirizado a propósito según los datos proporcionados por los Evangelios para luego manipular el cuerpo, siempre con el fin de obtener una falsificación lucrativa. ¿Y si fuese una reliquia encargada y fabricada como instrumentum regni, para dar un prestigio blasfemo a una familia ilustre?

Son preguntas que ahora vuelven a surgir como una pesadilla, incluso después de estas sospechosas pruebas con el radiocarbono. Preguntas que estos días me han preocupado a mí y a tantos otros crédulos como yo. Confieso que al principio recordé las palabras de Riccardo da San Vittore: «Señor, si el nuestro ha sido un error, ¿no has sido tú quien nos ha engañado?» ¿Tú, que en los últimos noventa años has permitido que una cantidad impresionante de indicios «científicos» se acumularan sobre aquella tela, haciendo cada vez más plausible la creencia y llevándonos casi de modo inevitable a caer en el error? Si cada vez resulta más difícil creer, ¿por qué esta trampa, más insidiosa si cabe con las ciencias modernas? Apunta un grito no muy diferente al que lanzó un atormentado Pablo VI en los funerales por Aldo Moro: «¿Por qué, Señor?»

Pero ¿hemos de pedir cuentas a Cristo o a nosotros mismos? Una vez más, «desventurados» (maledecti, según la palabra bíblica) por «haber confiado en el hombre», en sus ciencias, en las investigaciones que nos engañaban hasta que ellas mismas nos han desengañado. La honestidad y la realidad nos imponen reflexionar muy seriamente sobre todo lo ocurrido. A pesar de la ostentosa y despreocupada serenidad eclesiástica, el escándalo afecta y afectará a muchos, especialmente a aquellos pocos a los que el Evangelio concede privilegios. Encogerse de hombros como si no pasara nada implicaría no querer recoger la «lección» o «advertencia» que (¿podría ser de otro modo?) Alguien ha querido darnos.

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