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Víctimas que no hay que olvidar

Ya se sabe que en este mundo no todos los muertos son iguales: los hay «excelentes» y otros omisibles. Así, el fascismo exaltó a sus mártires y lanzó a la oscuridad de la memoria a los caídos por el otro bando. Una vez invertida la situación política, también se invirtió el objeto de aquel culto necrófilo a los caídos por el propio bando, culto que es parte importante del poder.

Es interesante señalar, por otro lado, que este género de cultos políticos no sabe de ecumenismos: es una liturgia que expulsa implacablemente a las demás y relega a las catacumbas políticas la memoria de los muertos de los otros credos políticos. (Recientemente se produjo en Milán un escándalo cuando un cronista descubrió que durante la rigurosa depuración del callejero se habían olvidado de una calle dedicada a un fascista. ¡No se la había rebautizado con el nombre de un mártir de la Resistencia! Se calificó de sacrilegio, y con toda la razón, ya que realmente se trata de un culto en el que los muertos se seleccionan para legitimar a los poderosos del momento.)

Pero tampoco son iguales en este mundo esos muertos especiales que la Iglesia propone como santos. A algunos se los considera aceptables; a otros, en cambio, se los condena al ostracismo. Como muestran las crónicas periodísticas -descarnadas, cuando no aliñadas con alguna pregunta sobre la oportunidad de tales gestos-, entre los que no resultan «simpáticos» se cuentan los 85 sacerdotes, religiosos y laicos martirizados en Gran Bretaña por los anglicanos y ahora proclamados beatos. Al contrario de lo que pretenden algunas lecturas superficiales, el Papa ha realizado un gesto verdaderamente ecuménico. El encuentro entre cristianos presupone la revelación plena de la verdad y no su ocultamiento. No puede nacer ningún diálogo provechoso del olvido, la hipocresía o del temor de quien no osa mirar la realidad a la cara. Merece un elogio la Iglesia anglicana por haberlo comprendido enviando en representación una delegación oficial a San Pedro de Roma. Por encima del justificado sentimiento de vergüenza, y gracias al tacto del Papa, prevaleció el valor evangélico: Veritas liberabit vos.

Pero entonces, ¿cómo es posible que a la valentía de las comunidades anglicanas se oponga la reticencia de algunos medios de comunicación laicos, por no hablar de algún influyente «círculo» católico? En algunos ambientes clericales parece tener lugar una concepción del ecumenismo según la cual, debido a un curioso masoquismo, sólo deberían exponerse las culpas de los católicos, los únicos «malos».

Frente al planteamiento de los cultos a medias se propone el recuerdo, también evocado ahora en San Pedro, de una realidad que como de costumbre demuestra que la verdad es compleja y no tolera propa­gandas: si nos atenemos a Raphael Holisend, historiador protestante fuera de toda sospecha, Enrique VIII, el rey de las seis esposas (ordenó decapitar a un par de ellas), que se autoproclamó cabeza de la nueva Iglesia anglicana, hizo matar a 72.000 católicos. Su hija Isabel I, en muy pocos años, y también en nombre de un cristianismo «reformado» y, por tanto, «purificado», causó más víctimas (y con métodos más atroces, si es lícito llevar una clasificación del horror) que la Inquisición española y romana juntas a lo largo de tres siglos. Desde Ginebra, Calvino enviaba a Inglaterra mensajes con los que incitaba al exterminio: «Quien no quiere matar a los papistas es un traidor: salva al lobo y deja inermes a las ovejas.»

No sólo los ingleses que permanecieron fieles a Roma conocieron esta política sino también los irlandeses, a los cuales no sólo se les negó la vida y los derechos civiles (¡hasta 1913!) sino que incluso se les robó la tierra. ¿Quién recuerda que las raíces del drama de la isla que aún continúa en nuestros días procede de la decisión de Cromwell de instalar en el Ulster (la zona más rica en recursos), por la fuerza y con fines anticatólicos, a los presbiterianos?

¿Quién recuerda que en las «Pascuas piamontesas» (la expedición de los Saboya contra los valles valdenses) participó, y no por casualidad, un batallón de voluntarios irlandeses cuyas familias habían sido masacradas por los anglicanos? ¿Quién recordaba, antes de la beatificación de los 85 mártires, que Roma, «la intolerante» por definición, jamás concibió una ley tan inaudita como la que decretó en 1585 el «democrático» Parlamento inglés, que llevó a la muerte a los nuevos beatos, por la que se imponía su­plicio a los ciudadanos de la Gran Bretaña que regresaran a la patria después de consagrarse sacerdotes (en la isla estaba prohibido el ordenamiento católico), así como también a quien hubiera tenido contacto con éstos?

Es comprensible que todo esto resulte difícil de asimilar por la mentalidad general, contaminada con el mismo rosario de nombres dirigido en sentido único: «Torquemada, Alejandro VI, Galileo, Giordano Bruno, Pizarro, Cortés...» Como me recordaba aquel amigo, aquel caballero que fue el pastor valdense Vittorio Subilia, presidente de la Facultad de Teología de su Iglesia y director de la respetada revista Protestantismo: «Nunca será posible la unión sin que todos los cristianos se conviertan a Cristo.» No hay inocentes en el pecado que nos une a todos.

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