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Vandalismo

Vandalismo: «Tendencia a devastar y destruir cualquier cosa con obtusa maldad, especialmente si es bonita o útil.» Así lo define el Diccionario Zingarelli, que no recuerda el origen del sustantivo, limitándose a mencionar la tribu bárbara que saqueó Roma en el año 455.

«Vándalos» era el antiguo nombre de esos terribles germanos. Pero sólo en 1794 nació la palabra «vandalismo», por obra de Henri-Baptiste Grégoire, el cura que, desde el principio hasta el final, estuvo con la Revolución francesa; que fue uno de los promotores de aquella Constitución Civil del clero que provocó muerte, deportación o destierro a miles de sus hermanos que se negaron a jurarla (los «refractarios»); que quiso ser elegido obispo «democrático y constitucional» de Bois; que fue uno de los más intransigentes en pedir la guillotina para Luis XVI («Los reyes -dijo- son en el orden moral lo que los monstruos son en el orden material»); que murió muchos años después, en 1831, declarándose aún y siempre católico, pero negándose a reconciliarse con Roma. Y al que en ocasión de las celebraciones de 1989 el presidente Mitterrand hizo trasladar a una tumba del Panteón, entre las glorias de Francia.

La historia enseña que siempre hay «capellanes» al lado de cualquier personaje y cualquier movimiento sociopolítico que llega al poder o que de alguna forma consigue atención y prestigio. Para seguir en nuestro siglo, vimos a curas proponiendo un cierto «modernismo» religioso, también en complaciente respuesta al liberalismo político, y por lo tanto como manera de alistarse en las filas de la burguesía triunfante antes de la Gran Guerra. Vinieron después los curas fascistas, que desfilaban en formación frente a Mussolini en la vía del Imperio, levantando el brazo en el saludo romano y luciendo medallas de guerra en la sotana. Hasta el fascismo agonizante de la república de Salò tuvo sus «asistentes espirituales», virulentos y antisemitas, a veces, como aquel don Calcagno con su Cruzada itálica, quien acabó fusilado en una plaza de Milán. Luego fue el turno de los curas comunistas o por lo menos simpatizantes y electores, cuando no elegidos. Soplan ahora otros vientos, y aquí aparecen nuevos capellanes para los nuevos astros: los socialistas de la máxima eficiencia productiva en lo público y el hedonismo en lo privado, o los demócrata-liberales, que han vuelto con gran potencia y gloria.

Siempre ha sido así, desde la época de Constantino (quizás incluso antes), y así será siempre: lo importante es ser conscientes de ello y no dejarse impresionar por tanto revolotear de sotanas -metafóricas, ya se sabe, pues se han abandonado los hábitos eclesiásticos- alrededor de hombres e ideologías besados por la fortuna, el poder o simplemente la moda.

Pero sin olvidar nunca que la decisión de estar en el bando que parece «justo» en un momento dado no siempre se basa en el oportunismo,

o en el deseo de ser aceptados, arrebatar un poco de aplausos, librarse de los peligros y la soledad de quien va a contracorriente.

Muchas veces se basa en la buena fe de quien trata de evitar mayores problemas a la Iglesia y a los creyentes, actuando desde el interior del palacio. Se basa en la conciencia, aunque deformada, de que el cristianismo no es una doctrina fuera del tiempo, flotante en el aire, por encima de la historia, sino el anuncio de un Dios que ha tomado tan en serio esta historia como para comprometerse con ella hasta el final, asumiendo no solamente el aspecto físico de hombre, sino la propia naturaleza humana.

«El año decimoquinto del reinado de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, Filipo su hermano tetrarca de Iturea y de la Traconítida...» (Lc. 3, 1): mensaje histórico como ninguna otra religión, el Evangelio pide que junto a la tensión vertical, hacia el Cielo, haya también un empeño horizontal, en el polvo (que a menudo se convierte en lodo) de la Tierra.

De esta necesidad de «comprometerse», de «ensuciarse las manos» con la historia, también derivan, inevitablemente, lo que podrían parecer, y a menudo son, errores, debilidades inaceptables, amistades dañinas o inoportunas. Y quién sabe si esto no forma parte del plan de un Dios providente, que para llegar a realizar sus fines necesita también de errores y divisiones entre los que creen servirlo; quién sabe, sobre todo, qué hay en «los riñones y el corazón» de quien toma determinadas decisiones, que no podemos «escudriñar» nosotros, sino sólo el «que juzga con justicia».

Pero volvamos a nuestro abbé Grégoire, el capellán de la Revolución, el jefe moral de la Iglesia patriótica, y a su invención lingüística, «le vandalisme». Figura compleja, enigmática, pero en primer plano, que no podemos encerrar en el esquema del cura servil por miedo o afán de honores, el obispo «constitucional» de Blois osó sellar con este término -en el aula de la Convención diezmada por la guillotina- la furia infernal que se había desatado sobre el patrimonio artístico francés.

«En este aspecto, las pérdidas fueron irremediables. Después de la tormenta, Francia se quedó más pobre. Los tesoros más nobles del arte cristiano fueron afectados o destruidos para siempre. Hoy al visitante se le habla de "restauraciones". Pero en realidad en muchos casos se trata de reproducciones.» Así escribe en La Chiesa e la Rivoluzione francese (Edizioni Paoline) el historiador Luigi Mezzadri. Quien además de la pérdida de los tesoros de muchas bibliotecas eclesiásticas, recuerda la completa destrucción (y, precisamente, por puro «vandalismo») de los monasterios de Cluny y Longchamp, la abadía de Lys, los conventos de Saint-Germain-des-Prés, Montmartre, Marmoutiers, la catedral de Mâcon, la de Boulogne-sur-Mer, la Sainte Chapelle de Arras, el castillo de los Templarios en Montmorency, los claustros de Conques y otras infinitas obras de gran antigüedad y belleza.

En una ciudad como Troyes hubo quince iglesias destruidas, en Beauvais doce, en Châlons siete; y la triste enumeración podría seguir páginas y páginas, sin olvidar que prácticamente no hubo lugar de culto, en cada aldea, que no fuera invadido y saqueado. En Aviñón no se limitaron a devastar el palacio de los Papas sino que, cegados por el odio, alimentaron durante días una gran hoguera con los muebles preciosos y, sobre todo, con las maravillosas obras de la pinacoteca.

De aquí, la vehemente protesta del obispo Grégoire, que sin embargo era padre e hijo de aquella revolución iconoclasta.

Resulta difícil, además, justificar esta destrucción atribuyéndola a la excitación de los ánimos rebeldes. Lo peor, en efecto, aún tenía que llegar. Y llegará con Bonaparte. Quien completó el desastre suprimiendo órdenes y congregaciones religiosas allá donde llegaba y expulsando curas y monjas de sus conventos, monasterios e iglesias. En 1815, veintiséis años después de aquel funesto 1789, no sólo Francia, sino Europa entera, era un campo desolado, una extensión de ruinas amontonadas allá donde los hombres habían trabajado durante siglos para crear belleza. Pero que tenía la grave culpa de haber sido promocionada para finalidades religiosas, para dar gloria a Dios y resplandor visible al culto y la oración.

Remitir así con una palabra -vandalismo- a una población bárbara -los vándalos- no parece absolutamente casual: nunca, desde la época de las invasiones y la decadencia del Imperio romano de Occidente, el continente había conocido tan parecida e inútil destrucción de bellezas.

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