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Justicia para el pasado

Nos preocupamos mucho por la justicia en el presente, aquí y ahora. Pero mucho menos por la justicia en el futuro y el pasado.

Justicia para el futuro es respetar los derechos de los que vendrán después de nosotros, sentir la responsabilidad de entregarles un mundo que no esté completamente devastado y envenenado, que todavía conserve algunos de sus dones originarios de belleza y fecundidad.

Pero también existe una justicia para el pasado, hacia los que vivieron antes de nosotros: una justicia que ni siquiera los creyentes respetan del todo.

En el año del segundo centenario de la Revolución francesa, por ejemplo, muchos católicos -entre ellos algún obispo- se olvidaron, con embarazoso silencio, de los tres mil curas asesinados, de la multitud de religiosas violadas y a menudo torturadas hasta la muerte, de las decenas de campesinos descuartizados en las provincias que se sublevaban en nombre de una religión a la que no querían renunciar.

No sólo existen los horrores de la Vendée, respecto a cuyo exterminio sistemático los historiadores hablan de primer genocidio de la historia moderna, y donde los jacobinos anticiparon, contra aquellos campesinos firmes en su fe, los intentos de «solución final» de los nazis contra los judíos. En todas partes hubo masacres y persecuciones de creyentes: primero en Francia, y después en otros países, incluso en Italia, allá donde llegó la Revolución. Pero que la Vendée resultara tan indómita también se debe a que había sido teatro de predicaciones de uno de los santos más apreciados por Juan Pablo II, que, dicen, considera la posibilidad de proclamarlo doctor de la Iglesia: Louis-Marie Grignion de Montfort.

Según el esquema comúnmente aceptado, el oeste de Francia se sublevaría contra el París de los jacobinos, empujado por los aristócratas y el clero que querían mantener sus privilegios. Es una mistificación, desenmascarada ya desde hace algún tiempo, pero todavía presentada en los manuales de escuela, frente a la evidencia de los documentos: éstos de­muestran, sin que pueda haber dudas, que la sublevación empezó desde abajo, desde el pueblo, que a menudo, con su iniciativa, arrolló los titubeos del clero y de los nobles (muchos de los cuales prefirieron huir al extranjero en lugar de asumir sus responsabilidades). Insurrección popular, pues, y no «política» -aunque acompañada de contradicciones y errores, como todo lo humano-, y ni siquiera «social», sino fundamentalmente religiosa, contra los intentos de descristianización que una minoría de fe­roces ideólogos realizaba en la capital.

Ninguna de las ideologías modernas ha tenido una base popular: el marxismo nunca ha llegado al poder a través de elecciones libres y, allá donde estaba en el poder, ha caído sin que nadie moviera un dedo para defenderlo; el 25 de julio de 1943, para acabar con el fascismo bastó un anuncio en la radio y un cartel en las esquinas de las calles; con la caída de Berlín, el nazismo desapareció. Por otro lado (esto tampoco hay que olvidarlo, a pesar de las retóricas), el pueblo tampoco se había levantado para defender el liberalismo cuando Mussolini y Hitler acabaron con él. Y, para quedarnos en la Revolución francesa, el pueblo acogió sin chistar el autoritarismo napoleónico que sofocó los «inmortales» principios de 1789. La insurrección de las masas en defensa del cristianismo en el oeste de Francia (y más tarde en Italia, en Tirol y en la España invadida por Napoleón) es por lo tanto un hecho único y sorprendente para los historiadores. En todo caso es justo no olvidarlo, como en cambio se ha hecho durante demasiado tiempo en nombre del conformismo de algunos, que temen estar en la parte «equivocada» de la historia. Además, hoy en día, incluso los laicos más honestos están cada vez menos seguros de que fuera realmente « equivocada ».

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