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Mártires en España

El Papa beatificó como mártires por la fe a once víctimas de la guerra civil española. No hace mucho, les correspondió el turno a otras veintiséis. La serie de beatificaciones comenzó el 22 de marzo de 1986, con el decreto de aprobación del martirio de tres carmelitas de Guadalajara. Durará mucho todo esto, dado que los procesos en curso son más de cien, muchos de ellos de grupo, y se refieren en su conjunto a 1.206 víctimas de la persecución anarco-socialista-comunista de los años treinta.

Ya se sabe que uno de los marcos que distinguen al mundo es el de dividir no sólo a los vivos sino también a los muertos; no todos los muertos, y mucho menos todos los mártires, son iguales; están los que deben ser venerados y recordados y los que hay que olvidar.

Por desgracia, esta perspectiva tan mundana, porque está ligada al poder político y cultural vigente en cada momento, parecía haber contaminado a una parte de la institución eclesiástica. En efecto, hubo unos años en los que una especie de silencio incómodo (cuando no un distanciamiento manifiesto por parte de cierta publicidad católica) se precipitó sobre la terrible matanza de la que fueron víctimas en la España de la guerra civil más de 6.832 personas entre curas, religiosas, monjas y miles de laicos, que murieron por el solo hecho de ser creyentes. Así, a partir de los años sesenta, y tal como escribe monseñor Justo Fernández Alonzo, director del Centro Español de Estudios Eclesiásticos, «motivos de oportunidad aconsejaron moderar el curso de los procesos de beatificación ya iniciados; sólo a partir de principios de los años ochenta volvieron a tener vía libre».

Hicieron falta el valor y el amor por la verdad de Juan Pablo II para reabrir una página de la historia que muchos, incluso ciertas fuerzas poderosas de la misma Iglesia, hubieran preferido que continuase cerrada para siempre.

Actualmente, el final del comunismo por autodisolución y la consiguiente relajación de la presión ejercida por una historiografía marxista tendenciosa que imponía un temor reverencial deberían favorecer una relectura objetiva del papel de la Iglesia en España, devastada primero por la guerra civil y sojuzgada después por el autoritarismo franquista. Ese régimen, apresuradamente definido como «fascista» y equiparado incluso con el nazismo, cuando en realidad estaba muy lejos del paganismo racial que distingue a este último, y de la idolatría al Estado de hegelismo casero, que aflora en el fascismo italiano, ese régimen decíamos, logró mantener a España fuera de la segunda guerra mundial a pesar de las presiones de Hitler y Mussolini, y no se distinguió por una actitud belicosa hacia el exterior. El final de Francisco Franco y de su régimen no es de ningún modo comparable al sangriento de Ceaucescu en Rumania ni a la quiebra económica y social de la Europa comunista. El rey Juan Carlos de Borbón, al que el socialista y fanático republicano Sandro Pertini consideraba como uno de los mejores jefes de Estado, fue elegido para la sucesión y preparado concienzudamente para ocupar el trono por el viejo caudillo. Sucesión que se produjo sin traumas, en un clima de pacificación y sobre bases económicas que permitieron a España situarse en estos años entre los países del mundo de crecimiento más rápido; todas estas cosas estuvieron espectacularmente ausentes en los países del Este, donde todo está por reconstruir, tanto en el plano de la economía como en el plano moral, mientras que los ánimos se encuentran aún sordamente divididos.

No se trata más que de unas ideas para una reflexión futura que juzgue con serenidad una agria polémica que tiene casi medio siglo, contra una Iglesia que habría favorecido a un presunto «Anticristo» de Madrid, sobre el que el historiador inglés contemporáneo Paul Johnson, de estricta tendencia demócrata-liberal, escribe: «Franco siempre estuvo decidido a mantenerse al margen de la guerra, que consideraba una terrible calamidad y, sobre todo, una guerra que para él, católico convencido, representaba la fuente de todos los males del siglo, al ser conducida por Hitler y Stalin. En septiembre de 1939, declaró la absoluta neutralidad de España y aconsejó a Mussolini que hiciera lo mismo. El 23 de octubre de 1940, cuando se reunió con Hitler en Hendaya, lo recibió con frialdad, por no decir con desprecio. Hablaron hasta las dos de la madrugada y no se pusieron de acuerdo en nada.»

Sean cuales fueren las conclusiones a las que lleguen sobre el franquismo los historiadores del futuro, desde siempre está claro que los procesos canónicos bloqueados por Roma y reiniciados ahora por un Papa que «no se amolda al mundo», van más allá de toda consideración política. Lo que conduce a incluir a esas víctimas en la lista de mártires, que luego se propondrán para la veneración y la imitación de los creyentes, es un motivo exclusivamente religioso; lo que se debe valorar no son unas motivaciones políticas, sino si la matanza se realizó por odio a la fe y si fue aceptada pacientemente por amor a Cristo y por fidelidad a él, tal vez con el explícito perdón de los asesinos.

Lo que es cierto es que en la España republicana la matanza de católicos (y sólo de católicos, porque las iglesias y pastores protestantes no fueron tocados) no tuvo por finalidad castigar a hombres específicos y sus presuntas culpas. Constituyó un intento de hacer desaparecer a la Iglesia misma. Como escribe el historiador de izquierdas Hugh Thomas: «Nunca en la historia de Europa y quizá en la del mundo, se había visto un odio tan encarnizado hacia la religión y sus hombres.» Y, para citar a otro estudioso fuera de sospecha y, además, testigo directo, como Salvador de Madariaga (antifranquista convencido, partidario del gobierno republicano y exiliado después de la derrota): «Nadie que tenga buena fe y buena información puede negar los horrores de aquella persecución: durante años, bastó únicamente el hecho de ser católico para merecer la pena de muerte, infligida a menudo en las formas más atroces.»

Hubo casos como el del párroco de Navalmoral, sometido al mismo suplicio que Jesús, comenzando por la flagelación y la corona de espinas hasta llegar a la crucifixión, en el que el martirizado también se comportó como Cristo, bendiciendo y perdonando a los milicianos anarquistas y comunistas que lo atormentaban. Hubo casos de religiosos a los que encerraron en la plaza de toros y les cortaron las orejas como en las corridas. Hubo casos de cientos de curas y monjas a los que quemaron vivos. A una mujer «culpable» de ser madre de dos jesuitas la ahogaron haciéndole tragar un crucifijo. En un momento dado, en el frente llegó a faltar la gasolina, utilizada con profusión para quemar no sólo a los hombres, sino las obras de arte y las antiguas bibliotecas de la Iglesia, un desastre cultural provocado por un odio ciego hacia la fe. Pero no era la primera vez que se producían hechos similares; lo mismo ocurrió con el vandalismo francés jacobino y con el del Risorgimento italiano.

Los partidos y movimientos republicanos (anarquistas, comunistas, pero en su mayoría socialistas que se distinguirían más tarde en la guerra como feroces demagogos) que subieron al poder en 1931 favorecieron de inmediato el clima de odio religioso que, en sólo diez días de la insurrección de Asturias de 1934, dio como resultado la matanza de 12 sacerdotes, 7 seminaristas, 18 religiosos y el incendio de 58 iglesias. A partir de julio de 1936, la matanza se generalizó: se dio muerte en las formas más atroces a 4.184 sacerdotes diocesanos (incluyendo seminaris­tas), 2.365 frailes, 283 monjas, 11 obispos, un total de 6.832 víctimas «clericales». Se cuentan por decenas de miles los laicos asesinados por el solo hecho de llevar una medalla religiosa con la imagen de un santo. En ciertas diócesis como la de Barbastro, en Aragón, en un solo año fue eliminado el 88 % del clero diocesano.

La casa de las salesianas de Madrid fue asaltada e incendiada y las religiosas fueron violadas y apaleadas después de ser acusadas de darles caramelos envenenados a los niños. Los cuerpos de las monjas de clausura fueron exhumados y expuestos en público como escarnio. Se llegó al extremo de recuperar barbaries cartaginesas como la de atar a una persona viva a un cadáver y dejarla al sol, hasta que ambos se pudrieran. En las plazas se fusilaba incluso a las estatuas de los santos y las hostias consagradas eran utilizadas de forma obscena.

Sin embargo, durante décadas, incluso un cierto sector católico consideró que en la tragedia española quien debía ser perdonada y olvidarlo todo era la Iglesia y no los anarquistas, los socialistas y los comunistas. Se rechazaba con un cierto disgusto la idea del martirio de esos inocentes, hasta el punto de bloquear los procedimientos.

Sin embargo, aunque en este mundo la verdad parezca débil, a la larga resulta invencible. Y las liturgias de beatificación y canonización como las que proliferan en San Pedro comienzan a hacer que surja plenamente.

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