conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XIX LOS MANDAMIENTOS SEXTO Y NOVENO DE DIOS

El sexto y noveno mandamientos

Hay dos actitudes erróneas hacia el sexo, las dos bastante comunes. Una es la del moderno hedonista, de aquel cuya máxima aspiración en la vida es el placer. El hedonista ve la capacidad sexual como una posesión personal, de la que no hay que rendir cuentas a nadie. Para él (o ella), el propósito de los órganos genitales es su personal satisfacción y su gratificación física, y nada más.

Esta actitud es la del soltero calavera o de la soltera de fácil «ligue», que tienen amoríos, pero jamás amor. Es también una actitud que se encuentra con facilidad entre las parejas separadas o divorciadas, siempre en busca de nuevos mundos de placer que conquistar.

La otra actitud errónea es la del pacato, que piensa que todo lo sexual es bajo y feo, un mal necesario con que la raza humana está manchada. Sabe que la facultad de procrear debe usarse para perpetuar la humanidad, claro está, pero para él, la unión física entre marido y mujer continúa siendo algo sucio, algo cuyo pensamiento apenas se puede soportar. Esta desgraciada actitud mental se adquiere de ordinario en la niñez, por la educación equivocada de padres y maestros. En su afán de formarles en la pureza, los adultos imbuyen a los niños la idea de que las partes íntimas del cuerpo son en esencia malas y vergonzosas, en vez de enseñarles que son dones de Dios, dones que hay que apreciar y reverenciar. El niño adquiere así la noción turbia de que lo sexual es algo que las personas bien educadas jamás mencionan, ni siquiera en el hogar y a sus propios padres. La característica peor de este estado mental es que tiende a perpetuarse: el niño así deformado lo transmitirá a su vez a sus hijos . Esta idea equivocada del sexo tara a más de un matrimonio, feliz por los demás conceptos.

Lo cierto es que el poder de procrear es un don maravilloso con el que Dios ha dotado a la humanidad. No estaba obligado a dividirla en varones y hembras. Podía haberla creado formada por seres asexuales, dando ser a cada cuerpo (igual que hace con el alma) por un acto directo de su voluntad. En vez de esto, Dios en su bondad se dignó hacer partícipe a la humanidad de su poder creador para que las hermosas instituciones del matrimonio y la paternidad pudieran existir; para que a través de la paternidad humana pudiéramos comprender mejor la paternidad divina, su justicia y su providencia, y a través de la maternidad humana comprendiéramos mejor la ternura maternal de Dios, su misericordia y compasión; también preparaba así el camino para la santa maternidad de María y para que en el futuro entendiéramos mejor la unión entre Cristo y ,su Esposa, la Iglesia.

Todas estas razones y otras muchas ocultas en la profundidad de la sabiduría de Dios, motivaron que El creara a los hombres varón y hembra. Poniéndose como vértice, Dios estableció una trinidad creadora compuesta de esposo, es posa y El mismo; los esposos actúan como instrumentos de Dios en la formación de un nuevo cuerpo humano, poniéndose El mismo en cierta manera a su disposición para crear el alma inmortal de ese minúsculo cuerpo que, bajo Dios, su amor conforma.

Así es el sexo, así es el matrimonio. Al ser obra de Dios, el sexo es, por naturaleza, bueno, santo, sagrado. No es algo malo, no es una cosa torpe y sórdida. Lo sexual se hace malo y turbio solamente cuando se arranca del marco divino de la paternidad potencial y del matrimonio. El poder de procrear y los órganos genitales no llevan el estigma del mal: ése lo marca la voluntad pervertida cuando los desvía de su fin, cuando los usa como mero instrumento de placer y gratificación, como un borracho que se atiborrara de cerveza, bebiéndosela en un cáliz consagrado para el altar.

El ejercicio de la facultad de procrear por los esposos (únicos a quienes pertenece este ejercicio) no es pecado; tampoco lo es buscar y gozar el placer del abrazo marital. Por el contrario, Dios ha dado un gran placer físico a este acto para asegurar la perpetuación del género humano. Si no surgiera ese impulso del deseo físico ni hubiera la gratificación del placer inmediato, los esposos podrían mostrarse reacios a usar de esa facultad dada por Dios al tener que afrontar las cargas de una posible paternidad. El mandamiento divino «creced y multiplicaos» pudiera frustrarse. Al ser un placer dado por Dios, gozar de él no es pecado para el esposo y la esposa, siempre que no se excluya de él voluntariamente el fin divino.

Pero, para mucha gente -y en alguna ocasión para la mayoría- ese placer dado por Dios puede hacerse piedra de tropiezo. A causa del pecado original, el control perfecto del cuerpo y sus deseos que debía ejercer la razón está gravemente debilitado. Bajo el impulso acuciante de la carne rebelde, surge un ansia de placer sexual que prescinde de los fines de Dios y de sus estrictas limitaciones (dentro del matrimonio cristiano) para el acto sexual. En otras palabras, somos tentados contra la virtud de la castidad.

Esta virtud es la que Dios nos pide en el sexto y noveno mandamientos: «No cometerás adulterio» y «No desearás la mujer de tu prójimo». Recordemos que se nos ha dado una lista de mandamientos como ayuda a la memoria: unos casilleros en que clasificar los distintos deberes hacia Dios. Cada mandamiento menciona específicamente sólo uno de los pecados más graves contra la virtud a practicar («No matarás», «No hurtarás»), y que bajo ese encabezamiento se agrupan todos los pecados y todos los deberes de similar naturaleza. Así, no sólo es pecado matar, también lo es pelear y odiar; no sólo es pecado hurtar, también lo es dañar la propiedad ajena o defraudar. De igual modo, no sólo es pecado cometer adulterio -el trato carnal cuando uno (o los dos) participantes están casados con terceras personas-, es también pecado cometer fornicación -el trato carnal entre dos personas solteras-; es pecado permitirse cualquier acción deliberada, como tocarse uno mismo o tocar a otro con el propósito de despertar el apetito sexual fuera del matrimonio. No sólo es pecado desear la mujer del prójimo, también lo es mantener pensamientos o deseos deshonestos hacia cualquier persona.

La castidad -o pureza- se define como la virtud moral que regula rectamente toda voluntaria expresión de placer sexual dentro del matrimonio, y la excluye totalmente fuera del estado matrimonial. Los pecados contra esta virtud difieren de los que van contra la mayoría de las demás virtudes en un punto importante: los pensamientos, palabras y acciones contra la virtud de la castidad, si son plenamente deliberados, son siempre pecado mortal. Uno puede violar otras virtudes, incluso deliberadamente, y, sin embargo, pecar venialmente por parvedad de materia. Una persona puede ser ligeramente intemperante, insincera o fraudulenta. Pero nadie puede cometer un pecado ligero contra la castidad si su violación de la pureza es plenamente voluntaria. Tanto en pensamientos como en palabras o acciones, no hay «materia parva», no hay materia pequeña respecto a esta virtud. La razón está muy clara. El poder de procrear es el más sagrado de los dones físicos del hombre, aquél más directamente ligado con Dios. Ese carácter sagrado hace que su transgresión tenga mayor malicia. Si a ello añadimos que el acto sexual es la fuente de la vida humana, comprenderemos que si se emponzoña la fuente, se envenena la humanidad. Este motivo ha hecho que Dios rodeara el acto sexual de una muralla alta y sólida con carteles bien visibles para todos: ¡PROHIBIDO EL PASO! Dios se empeña en que su plan para la creación de nuevas vidas humanas no se le quite de las manos y se degrade a instrumento de placer y excitación perversos. La única ocasión en que un pecado contra la castidad puede ser pecado venial es cuando falte plena deliberación o pleno consentimiento.

Su materia difiere de la que posee la virtud de la modestia. La modestia no es la castidad, pero sí su guardiana, el centinela que protege los accesos a la fortaleza. La modestia es una virtud que mueve a abstenernos de acciones, palabras o miradas que puedan despertar el apetito sexual ilícito en uno mismo o en otros. Estas acciones pueden ser besos, abrazos o caricias imprudentes; pueden ser formas de vestir atrevidas, como llevar bañadores «bikini», leer escabrosas novelas «modernas». Estas palabras pueden ser relatos sugestivos de color subido, cantar o gozarse en canciones obscenas o de doble sentido.

Estas miradas pueden ser aquellas pendientes de los bañistas de una playa o las atentas a una ventana indiscreta, la contemplación morbosa de fotografías o dibujos atrevidos en revistas o calendarios. Es cierto que «todo es limpio para los limpios», pero también lo es que el limpio debe evitar todo aquello que amenace su pureza.

A diferencia de los pecados contra la castidad, los pecados contra la modestia pueden ser veniales. Los atentados a esa virtud que van directamente a despertar un apetito sexual ilícito, son siempre pecado mortal. Excluyendo éstos, la gravedad de los pecados contra la modestia dependerá de la intención del pecador, del grado en que su inmodestia excite movimientos sexuales, de la gravedad del escándalo causado. Un aspecto de la cuestión que debe tenerse en cuenta por las demás es que Dios, al proveer los medios para perpetuar la especie humana, ha hecho al varón el principio activo del acto de procrear.

Por esta razón los deseos masculinos se despiertan, normalmente, con mucha más facilidad que en la mujer. Puede ocurrir que una muchacha, con toda inocencia, se permita unos escarceos cariñosos, que, para ella, no serán más que un rato romántico a la luz de la. luna, . mientras para su joven compañero serán ocasión de pecado mortal. En la misma línea de ignorante inocencia, una mujer puede atentar contra la modestia en el vestir sin intención, simplemente por juzgar la fuerza de los instintos sexuales masculinos por los propios.

En nuestra cultura contemporánea hay dos puntos débiles que reclaman nuestra atención al hablar de la virtud de la castidad. Uno es la práctica -cada vez más extendida- de salir habitualmente «pandillas» de chicos y chicas. Incluso en los primeros años de la enseñanza media se forman parejas que acostumbran a salir juntos regularmente, a cambiarse regalitos, a estudiar y divertirse juntos. Estos emparejamientos prolongados (salir frecuentemente con la misma persona del sexo contrario por períodos de tiempo considerables) son siempre un peligro para la pureza. Para aquellos en edad suficiente para contraer matrimonio, ese peligro está justificado; un razonable noviazgo es necesario para encontrar el compañero idóneo en el matrimonio. Pero para los adolescentes que aún no están en disposición de casarse, esa constante compañía es pecado, porque proporciona ocasiones de pecado injustificadas, unas ocasiones que algunos padres «bobos» incluso fomentan, pensando que esa relación es algo que tiene «gracia».

Otra forma de compañía constante que, por su propia naturaleza, es pecaminosa es la de entrevistarse con personas separadas o divorciadas. Una cita con un divorciado (o una divorciada) puede bastar para que el corazón se apegue, y fácilmente acabar en un pecado de adulterio o, peor aún, en una vida de permanente adulterio o en un matrimonio fuera de la Iglesia.

A veces, en momentos de grave tentación, podemos pensar que este don maravilloso de procrear que Dios nos ha dado es una bendición con objeciones. En momentos así tenemos que recordar dos cosas: Antes que nada, que no hay virtud auténtica ni bondad verdadera sin esfuerzo. Una persona que jamás sufriera tentaciones no podría llamarse virtuosa en el sentido ordinario (no en el teológico) de la palabra. Dios puede, por supuesto, conceder a alguien un grado excelso de virtud sin la prueba de la tentación, como en el caso de Nuestra Madre Santa María.

Pero lo normal es que precisamente por sus victorias sobre fuertes tentaciones una persona se haga virtuosa y adquiera méritos para el cielo.

También debemos recordar que cuanto mayor sea la tentación, mayor será la gracia que Dios nos dé, si se la pedimos, la aceptamos y ponemos lo que está en nuestra mano. Dios jamás permite que seamos tentados por encima de nuestra fuerza de resistencia (con su gracia). Nadie puede decir «Pequé porque no pude resistir». Lo que está en nuestra mano es, claro está, evitar los peligros innecesarios; ser constantes en la oración, especialmente en nuestros momentos de debilidad; frecuentar la Misa y la Sagrada Comunión; tener una profunda y sincera devoción a María, Madre Purísima.

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