conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XVII EL SEGUNDO Y TERCERO DE LOS MANDAMIENTOS DE DIOS

Su nombre es santo

«¿Qué es un nombre? ¿Acaso la rosa, con otro nombre, no tendría la misma fragancia?» Estas conocidas palabras del «Romeo y Julieta» de Shakespeare son verdad sólo a medias. Un nombre, sea de persona o de cosa, adquiere en su uso constante, ciertas connotaciones emotivas. El nombre se hace algo más que una simple combinación de letras del alfabeto; un nombre viene a ser la representación de la persona que lo lleva. Los sentimientos que despierta la palabra «rosa» son bien distintos de los de la palabra «cebollino». Es suficiente que un enamorado oiga el nombre de su amada, incluso mencionado casualmente por un extraño, para que el pulso se le acelere.

Alguien que haya sufrido una gran injuria a manos de una persona llamada Jorge conservará siempre una inconsciente aversión hacia ese nombre. Muchos han matado -y muerto- en defensa de su «buen nombre». Familias enteras se han sentido agraviadas porque alguno de sus miembros «manchó» el apellido familiar. En resumen, un nombre es la representación del que lo lleva, y nuestra actitud hacia él refleja la que tenemos hacia la persona.

Todo esto es bien sabido, pero recordarlo nos ayudará a comprender por qué es un pecado usar en vano el nombre de Dios, la falta de reverencia o respeto. Si amamos a Dios amaremos su nombre y jamás lo mencionaremos con falta de respeto o reverencia, como interjección de ira, impaciencia o sorpresa; evitaremos todo lo que pueda infamarlo. Este amor al nombre de Dios se extenderá también al de María, su Madre, al de sus amigos, los santos, y a todas las cosas consagradas a Dios, cuyos nombres serán pronunciados con reverencia ponderada. Para que no olvidemos nunca este aspecto de nuestro amor a El, Dios nos ha dado el segundo mandamiento:

«No tomarás el nombre de Dios en vano».

Hay muchas formas de atentar contra la reverencia debida al nombre de Dios. La más corriente es el simple pecado de falta de respeto: usar su santo nombre para alivio de nuestros sentimientos.

«¡No, por Dios!»; «Te aseguro, por Dios, que te acordarás»; «¡La Virgen, qué pelmazo!».

Raramente pasa un día sin oír frases como éstas. A veces, sin tener la excusa siquiera de las emociones.

Todos conocemos a personas que usan el nombre de Dios con la misma actitud con que mencionarían ajos y cebollas, lo que siempre da testimonio cierto de lo somero de su amor a Dios.

En general, esta clase de irreverencia es pecado venial, porque falta la intención deliberada de deshonrar a Dios o despreciar su nombre; si esta intención existiera, se convertiría en pecado mortal, pero, de ordinario, es una forma de hablar debida a ligereza y descuido más que a malicia. Este tipo de irreverencia puede hacerse mortal, sin embargo, si fuera ocasión de escándalo grave: por ejemplo, si con ella un padre quitara a Sus hijos el respeto debido al nombre de Dios.

Esta falta de respeto a Dios es lo que mucha gente llama erróneamente «jurar». Jurar es algo bien distinto. Es un error acusarse en confesión de «haber jurado» c uando, en realidad, lo que quiere decirse es haber pronunciado el nombre de Dios sin respeto.

Jurar es traer a Dios por testigo de la verdad de lo que se dice o promete. Si exclamo «¡Por Dios!» es una irreverencia; si digo «Te juro por Dios que es verdad» es un juramento. Ya se ve que jurar no es un pecado necesariamente. Al contrario, un reverente juramento es un acto de culto grato a Dios si reúne tres condiciones.

La primera condición es que haya razón suficiente. No se puede invocar a Dios como testigo frívolamente. A veces incluso es necesario jurar; por ejemplo, cuando tenemos que declarar como testigos en un juicio o se nos nombra para un cargo público. A veces, también la Iglesia pide juramentos, como en el caso de haberse perdido los registros bautismales, a los padrinos del bautizo. Otras veces no es que haya que hacer un juramento, pero puede servir a un fin bueno - que implique el honor de Dios o el bien del prójimo garantizar la verdad de lo que decimos con un juramento. Jurar sin motivo o necesidad, salpicar nuestra conversación con frases como «Te lo juro por mi salud», «Te lo juro por Dios que es verdad» y otras parecidas, es pecado.

Normalmente, si decimos la verdad, ese pecado será venial, porque, como en el caso anterior, es producto de inconsideración y no de malicia.

Pero, si lo que decimos es falso y sabemos que lo es, ese pecado es mortal. Esta es la segunda condición para un legítimo juramento: que al hacerlo, digamos la verdad estricta, según la conocemos.

Poner a Dios por testigo de una mentira es una deshonra grave que le hacemos. Es el pecado de perjurio, y el perjurio deliberado es siempre pecado mortal.

Para que un juramento sea meritorio y un acto agradable a Dios, debe tener un tercer elemento si se trata de lo que llamamos un juramento promisorio. Si nos obligamos a hacer algo bajo juramento, debemos tener la seguridad de que lo que prometemos es bueno, útil y factible. Si alguien jurara, por ejemplo, tomar desquite de una injuria recibida es evidente que tal juramento es malo y es malo cumplirlo. Es obligatorio no cumplirlo. Pero si el juramento promisorio es bueno, entonces debo tener la sincera determinación de hacer lo que he jurado. Pueden surgir circunstancias que anulen la obligación contraída por un juramento. Por ejemplo, si el hijo mayor jura ante su padre gravemente enfermo que cuidará de su hermano pequeño, y el padre se restablece, el juramento se anula (su razón deja de existir); o si ese hermano mayor enferma y pierde todos sus recursos económicos, la obligación cesa (las condiciones en que se hizo el juramento, su posibilidad, ha cesado); o si el hermano menor llega a la mayoría de edad y se mantiene a sí mismo, la obligación cesa (el objeto de la promesa ha cambiado sustancialmente). Otros factores pueden también desligar de la obligación contraída, como la dispensa de aquel a quien se hizo la promesa; descubrir que el objeto del juramento (es decir, la cosa a hacer) es inútil o incluso pecaminosa; la anulación del juramento (o su dispensa) por una autoridad competente, como el confesor.

¿Qué diferencia hay entre juramento y voto? Al jurar ponemos a Dios por testigo de que decimos la verdad según la conocemos. Si juramos una declaración testimonial, es un juramento de aserción. Si lo que juramos es hacer algo para alguien en el futuro, es un juramento promisorio. En ambos casos pedimos a Dios, Señor de la verdad, solamente que sea testigo de nuestra veracidad y de nuestro propósito de fidelidad. No prometemos nada a Dios directamente para El.

Pero si lo que hacemos es un voto, prometemos algo a Dios con intención de obligarnos. Prometemos algo especialmente grato a Dios bajo pena de pecado. En este caso Dios no es mero testigo, es también el recipiendario de lo que prometemos hacer.

Un voto puede ser privado o público. Por ejemplo, una persona puede hacer voto de ir al santuario de Fátima como agradecimiento por el restablecimiento de una enfermedad; otra, célibe en el mundo, pude hacer voto de castidad. Pero es necesario subrayar que estos votos privados jamás pueden hacerse con ligereza. Un voto obliga bajo pena de pecado o no es voto en absoluto.

Que violarlo sea pecado mortal o venial dependerá de la intención del que lo hace y de la importancia de la materia (uno no puede obligarse a algo sin importancia bajo pena de pecado mortal). Pero aunque ese alguien intente sólo obligarse bajo pena de pecado venial, es una obligación demasiado seria para tomarla alegremente. Nadie debería hacer voto privado alguno sin consultar previamente a su confesor.

Un voto público es el que se hace ante un representante oficial de la Iglesia, como un obispo o superior religioso, quien lo acepta en nombre de la Iglesia. Los votos públicos más conocidos son los que obligan a una persona a la plena observancia de los Consejos Evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, dentro de una comunidad religiosa. De quien hace estos tres votos públicamente se dice que «entra en religión», que ha abrazado el estado religioso. Y así, una mujer se hace monja o hermana, y un hombre fraile, monje o hermano. Si un religioso recibe, además, el sacramento del Orden, será un religioso sacerdote.

Un punto que, a veces, ni los mismos católicos tenemos claro es la distinción entre un hermano y un sacerdote. Hay jóvenes estupendos que sienten el generoso impulso de dedicar su vida al servicio de Dios y de las almas en el estado religioso y que, no obstante, tienen la convicción de no tener vocación al sacerdocio. Estos jóvenes pueden hacer dos cosas. La primera, entrar en alguna de las órdenes o congregaciones religiosas compuestas de hermanos y sacerdotes, como los franciscanos, pasionistas, jesuitas. Harán su novi ciado religioso y los tres votos, pero no estudiarán teología ni recibirán el sacramento del Orden. Dedicarán su vida a la ayuda solícita de los sacerdotes, quizá como secretarios, cocineros o bibliotecarios. Serán lo que se llama hermanos auxiliares.

Todas las órdenes religiosas que conozco tienen apremiante necesidad de estos hermanos; cada uno de ellos libera a un sacerdote para que pueda dedicarse completamente a la labor que sólo un sacerdote puede realizar. También un joven que sienta la llamada a la vida religiosa, pero no al sacerdocio, podrá solicitar la admisión en algunas congregaciones compuestas enteramente de hermanos, como la de las Escuelas Cristianas, los javerianos, etc. Estas congregaciones de religiosos se consagran a llevar escuelas, hospitales, asilos y otras instituciones dedicadas a obras de misericordia. Sus miembros hacen el noviciado religioso, profesan los tres votos de pobreza, castidad y obediencia; pero no van a un seminario teológico ni reciben el sacramento del Orden.

Son hermanos, no sacerdotes, y su número jamás será excesivo porque jamás habrá exceso de brazos en las labores a que se consagran.

Otra distinción que confunde a la gente en ocasiones es la que existe entre los sacerdotes religiosos y los seculares. No hay que decir que, por supuesto, esta distinción no quiere decir que unos son religiosos y los otros irreligiosos. Significa que los sacerdotes religiosos, además de sentir una llamada a la vida religiosa, han sentido la vocación al sacerdocio. Entraron en una orden religiosa como los benedictinos, dominicos o redentoristas; hicieron el noviciado religioso y pronunciaron los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Luego de haberse hecho religiosos, estudiaron teología y recibieron el sacramento del Orden. Se les llama religiosos sacerdotes porque abrazaron el estado religioso y viven como miembros de una orden de religiosos.

Hay jóvenes que se sienten llamados por Dios al sacerdocio, pero no a una vida en religión, como miembros de una orden de religiosos. Un joven así manifiesta sus deseos al obispo de la diócesis, y, si posee las condiciones necesarias, el obispo lo enví a al seminario diocesano, primero al menor, donde cursará la enseñanza media, y, luego, al mayor, en que estudiará teología. A su tiempo, si persevera y es idóneo, recibirá su ordenación, se hará sacerdote, y será un sacerdote secular (secular deriva de la palabra latina «saeculum», que significa «mundo»), porque no vivirá en una comunidad religiosa, sino en el mundo, entre la gente a la que sirve. También se le llama sacerdote diocesano porque pertenece a una diócesis, no a una orden de religiosos. Su «jefe» es el obispo de la diócesis, no el superior de una comunidad religiosa. Al ser ordenado promete obediencia al obispo, y, normalmente, mientras viva su activi dad se desarrollará dentro de los límites de su diócesis. Hace un solo voto, el de castidad perpetua, que toma al ordenarse de subdiácono, el primer paso importante hacia el altar.

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