conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XV LOS DOS GRANDES MANDAMIENTOS

Subrayar lo positivo

Es una pena que para mucha gente, llevar una vida cristiana no signifique más que «guardarse del pecado». De hecho, «guardarse del pecado» es sólo un lado de la moneda de la virtud. Es algo necesario, pero no suficiente. Quizá esta visión negativa de la religión, a la que se contempla como una serie de prohibiciones, explique la falta de alegría de muchas almas bien intencionadas.

Guardarse del pecado es el comienzo básico, pero el amor a Dios y al prójimo van mucho más lejos.

Para empezar, tenemos las obras de misericordia corporales. Se llaman así porque atañen al bienestar físico y temporal del prójimo. Al espigarlas de las Sagradas Escrituras, aparecen siete: (1) Visitar y cuidar a los enfermos; (2) Dar de comer al hambriento; (3) Dar de beber al sediento; (4) Dar posada al peregrino; (5) Vestir al desnudo; (6) Redimir al cautivo, y (7) Enterrar a los muertos. En su descripción del Juicio Final (Mateo 25,34-40), nuestro Señor constituye su cumplimiento como prueba de nuestro amor a El.

Cuando nos paramos a examinar la manera de cumplir las obras de misericordia corporales, vemos que son tres las vías por las que podemos dirigir nuestros esfuerzos. Primero, tenemos lo que se podría llamar «caridad organizada». En nuestras ciudades modernas es muy fácil olvi dar al pobre y desgraciado, perdido entre la multitud. Más aún, algunas necesidades son demasiado grandes para que las pueda remediar una persona sola. Y así contamos con muchos tipos de organizaciones para las más diversas atenciones sociales, a las que pueden acudir los necesitados. Tenemos hospitales, orfanatos, asilos, instituciones para niños descarriados y subnormales, por nombrar algunas. Cuando las ayudamos, bien directamente, bien por medio de colectas o campañas, cumplimos una parte de nuestras obligaciones hacia el prójimo, pero no todas.

Otro modo de practicar las obras de misericordia corporales es colaborar en movimientos para mejoras cívicas o sociales. Si nos preocupamos de mejorar la vivienda de las familias pobres; si trabajamos para paliar las injusticias que pesan sobre los emigrantes del agro; si apoyamos los justos esfuerzos de los obreros para obtener un salario adecuado y seguridad económica; si damos nuestra activa cooperación a organizaciones cuyo objetivo es hacer la vida del prójimo un poco menos onerosa, estamos practicando las obras de misericordia corporales.

Pero, evidentemente, todo esto no nos libra de la obligación de prestar ayuda directa y personal a nuestros hermanos cuando la oportunidad -mejor dicho, el privilegio- se presente.

No puedo decir al necesitado que conozco, «ya di a tal asociación de caridad; vete a verles». Tengamos presente que Cristo se presenta bajo muchos disfraces. Si somos demasiado «prudentes» en nuestra generosidad, sopesando científicamente el «mérito» de una necesidad, vendrá necesariamente la ocasión en que Cristo nos encuentre adormilados.

Jesús habló frecuentemente de los pobres, pero ni una vez mencionó «los pobres meritorios».

Damos por amor a Cristo, y el mérito o demérito del pobre no debe preocuparnos excesivamente. No podemos fomentar la holgazanería dando con imprudencia; pero debemos tener en cuenta que negar nuestra ayuda a una familia necesitada porque son una colección de inútiles, porque el padre bebe o la madre no sabe administrar (lo que equivale a castigar a los niños por los defectos de los padres), es poner en peligro la salvación de nuestra alma. La verdad es así de exigente.

Además de proporcionar alimentos, ropas o medios económicos urgentes a los necesitados, existen, evidentemente, otras maneras de practicar las obras de misericordia. En el mundo de hoy no resulta tan fácil «visitar a los presos» como lo era en tiempos del Señor. Muchos prisioneros tienen limitadas sus visitas a los parientes cercanos.

Pero sí podemos conectar con los capellanes de cárceles o penales y preguntarles cómo podríamos ser de utilidad a los presos. ¿Cigarrillos, material de lectura o de recreo?

¿Rosarios, devocionarios, escapularios? (¡qué fácilmente podríamos ser tú y yo los que estuvieran tras los barrotes!). Aún mejor que visitar a los presos es prevenir su encarcelamiento.

Todo lo que podamos hacer para mejorar nuestra vecindad -proporcionando ins talaciones para dar a la juventud un recreo sano y actividades formativas; extendiendo la mano al joven que vacila al borde de la delincuencia, etcétera- nos asemeja a Cristo.

«Visitar al enfermo.» ¡Qué afortunados son los médicos y enfermeras que dedican su vida entera a la sexta obra de misericordia corporal! (siempre que lo hagan movidos por el amor a Dios, y no por motivos «humanitarios» o económicos). Pero la enfermedad del hermano es un reto cristiano para todos sin excepción. Cristo nos acompaña cada vez que visitamos a uno de sus miembros dolientes, visitas que no curan, pero confortan y animan. El tiempo que empleemos en leer a un convaleciente, a un ciego, en aligerar el trabajo de una esposa unas horas, relevándola en el cuidado del marido o del hijo enfermo, tiene un mérito grande. Incluso una tarjeta expresando nuestro deseo de que el enfermo mejore, enviada por amor de Dios, nos ganará su sonrisa.

«Enterrar a los muertos». Ya nadie en nuestro país tiene que construir un ataúd o cavar una fosa en servicio del prójimo. Pero cuando vamos a una casa mortuoria, honramos a Cristo, cuya gracia santificó el cuerpo al que ofrecemos nuestros últimos respetos. El que acompaña un entierro puede decir con razón que está acompañando a Cristo a la tumba en la persona del prójimo.

Cuando, por amor de Cristo, nos ocupamos de aliviar los sinsabores de nuestro hermano, estamos agradando a Dios. Cuando nos empeñamos, por medio de las obras de misericordia corporales, de aligerar las necesidades del prójimo -enfermedad, pobreza, tribulación-, el cielo nos sonríe.

Pero su felicidad eterna tiene una importancia inmensamente mayor que el bienestar físico y temporal.

En consecuencia, las obras de misericordia espirituales son más acuciantes para el cristiano que las corporales.

Las obras de misericordia espirituales son siete tradicionalmente: (1) Enseñar al que no sabe; (2) Dar buen consejo al que lo necesita; (3) Corregir al que yerra; (4) Perdonar las injurias; (5) Consolar al triste; (6) Sufrir con paciencia los defectos del prójimo, y (7) Rogar a Dios por los vivos y los muertos.

«Enseñar al que no sabe.» El intelecto humano es un don de Dios, y El quiere que lo utilicemos. Toda verdad, tanto humana como sobrenatural, refleja la infinita perfección de Dios. En consecuencia, cualquiera que contribuya al desarrollo de la mente, formándola en la verdad, está haciendo una obra auténticamente cristiana, si se mueve por amor a Dios y al prójimo. Aquí los padres tienen el papel más importante, seguidos inmediatamente de los maestros, también los que enseñan asignaturas profanas, porque toda verdad es de Dios. No es difícil ver la razón que hace de la enseñanza tan noble vocación, una vocación que puede ser camino real a la santidad.

Naturalmente el conocimiento religioso es el de mayor dignidad. Los que dan clases de catecismo practican esta obra de misericordia en su forma más plena. Incluso quienes ayudan a construir y sostener escuelas católicas y centros catequísticos, tanto en nuestra patria como en centros de misión, comparten el mérito que proviene de «enseñar al que no sabe».

«Dar buen consejo al que lo necesita» apenas necesita comentario. A la mayoría de las personas les gusta dar su opinión. Estemos seguros, cuando tengamos que aconsejar, de que nuestro consejo es cien por cien sincero, desinteresado y basado en los principios de la fe. Estemos seguros de no escoger el camino fácil dando a quien nos escucha el consejo que quiere oír, sin tener en cuenta su valor; tampoco nos vayamos al extremo contrario, dando un consejo que esté basado en nuestros intereses egoístas.

«Corregir al que yerra» es un deber que recae principalmente en los padres, y sólo un poco menos en los maestros y demás educadores de la juventud. Este deber está muy claro; lo que no siempre tenemos tan claro es que el ejemplo es siempre más convincente que las amonestaciones.

Si en el hogar hay intemperancia, o una preocupación excesiva por el dinero o los éxitos mundanos; si hay murmuración maliciosa o los padres disputan delante de los hijos; si papá fanfarronea y mamá miente sin escrúpulo ante el teléfono, entonces, que Dios compadezca a estos hijos a quienes sus padres educan en el pecado.

«Corregir al que yerra» no es una obligación exclusiva de padres y maestros. La responsabilidad de conducir a los demás a la virtud es algo que nos atañe a todos, de acuerdo con nuestro mayor o menor ascendiente. Es un deber que tenemos que ejercitar con prudencia e inteligencia. A veces, al ser corregido, un pecador se obstina más en su pecado, especialmente si la corrección se hace en tono santurrón o paternalista. («No estoy borracho; déjame en paz; mozo, póngame otra copa»). Es esencial que hagamos nuestra corrección con delicadeza y con cariño, teniendo bien presentes nuestras propias faltas y debilidades.

Sin embargo, prudencia no quiere decir cobardía. Si sé que un amigo mío usa anticonceptivos, o se permite infidelidades matrimoniales, o planea casarse fuera de la Iglesia, o de otro modo pone en peligro su salvación eterna, el amor de Dios me exige que haga todo lo que esté en mi mano para disuadirle de su suicidio espiritual. Es una cobardía de la peor especie tratar de excusarse diciendo:

«Bien, sabe tan bien como yo lo que está bien y lo que está mal; ya tiene edad para saber lo que se hace. No es asunto mío decirle lo que tiene que hacer». Si lo viera apuntándose a la sien con una pistola o poniéndose un cuchillo al cuello, ciertamente consideraría asunto mío el detenerle, por mucho que protestara por mi intromisión. Y está claro que su vida espiritual debe importarme más que su vida física. Oigamos cuál será nuestra recompensa: «Hermanos míos, si alguno de vosotros se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados» (Sant. 5,19- 20).

«Perdonar las injurias» y «Sufrir con paciencia los defectos del prójimo». ¡Ah!, he aquí lo que escuece. Todo lo que tenemos de humano, todo lo que nos es natural, se subleva contra el conductor imprudente que nos cierra el paso, el amigo que traiciona, el vecino que difunde mentiras sobre nosotros, el comerciante que nos engaña. Es aquí donde tocamos el más sensible nervio del amor propio. ¡Cuesta tanto decir con Cristo en su cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»! Pero, tenemos que hacerlo si de verdad somos de Cristo. Es aquí cuando nuestro amor a Dios pasa la prueba máxima, es aquí cuando se ve si nuestro amor al prójimo es auténticamente sobrenatural.

«Consolar al triste» es algo que, para muchos, surge espontáneamente. Si somos seres humanos normales, sentimos condolencia natural por los atribulados. Pero es esencial que el consuelo que ofrecemos sea más que meras palabras y gestos sentimentales. Si podemos hacer algo para confortar al que sufre, no podemos omitir el hacerlo porque nos cause molestias o sacrificios. Nuestras palabras de consuelo serán mil veces más eficaces si van acompañadas de obras.

Finalmente, «Rogar a Dios por los vivos y los difuntos», algo que, por supuesto, todos hacemos, conscientes de lo que significa ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo y de la Comunión de los Santos. Pero aquí también puede meterse el egoísmo si nuestras oraciones se limitan a las necesidades de nuestra familia y de los amigos más íntimos. Nuestra oración, como el amor de Dios, debe abarcar al mundo.

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