conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO XII LAS NOTAS Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA

Santa y Católica

Los argumentos más fuertes contra la Iglesia Católica son las vidas de los católicos malos y de los católicos laxos. Si preguntáramos a un católico tibio, «¿Da lo mismo una iglesia que otra?», seguramente nos contestaría indignado, «¡Claro que no! Sólo hay una Iglesia verdadera, la Iglesia Católica». Y poco después quedaría como un mentiroso ante sus amigos acatólicos al contar los mismos chistes inmorales, al emborracharse en las mismas reuniones, al intercambiar con ellos murmuraciones maliciosas, al comprar los mismos anticonceptivos e incluso quizá siendo un poco más desaprensivo que ellos en sus prácticas de negocios o en su actuación política.

Sabemos que estos hombres y mujeres son minoría, aunque el hecho de que exista uno solo ya sería excesivo. Sabemos también que no puede sorprendernos que en la Iglesia de Cristo haya miembros indignos. El mismo Jesús comparó su Iglesia a la red que recoge tanto malos peces como buenos (Mt 13,47-50); al campo en que la cizaña crece entre el trigo (Mt 13,24-30); a la fiesta de bodas en que uno de los invitados no lleva vestido nupcial (Mt 22,11-14).

Habrá siempre pecadores. Hasta el final del camino serán la cruz que Jesucristo debe llevar en el hombro de su Cuerpo Místico. Y, sin embargo, Jesús señaló la santidad como una de las notas distintivas de su Iglesia. «Por sus frutos los conoceréis», dijo, «¿Por ventura se recogen racimos de los espinos o higos de los abrojos? Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos» (Mt 7,16-17).

Al contestar la pregunta, «¿Por qué es santa la Iglesia Católica?», el Catecismo dice: «La Iglesia Católica es santa porque fue fundada por Jesucristo, que es santo; porque enseña, según la voluntad de Cristo, doctrina santa y provee los medios para llevar una vida santa, produciendo así miembros de toda edad que son santos».

Todas y cada una de estas palabras son verdad, pero no es in punto fácil de convencer para nuestro conocido no católico, especialmente si anoche estuvo con otro católico corriéndose una juerga, y además sabe que ese amigo suyo pertenece a la Cofradía de la Virgen de los Dolores de la Parroquia de San Panfucio. Sabemos que Jesucristo fundó la Iglesia y que las otras comunidades que se autodenominan «iglesias» fueron fundadas por hombres. Pero el luterano, probablemente, abucheará nuestra afirmación de que Martín Lutero fundó una nueva iglesia y dirá que no hizo más que purificar la antigua iglesia de sus errores y abusos. El anglicano, sin duda, dirá algo parecido: Enrique VIII y Cranmer no comenzaron una nueva iglesia; sencillamente, se separaron de la «rama romana» y establecieron la «rama inglesa» de la Iglesia cristiana original. Los presbiterianos dirán lo mismo de John Knox, y los metodistas de John Wesley, y así sucesivamente en toda la larga lista de las sectas protestantes. Todas ellas claman sin excepción a Jesucristo como su fundador.

Ocurrirá lo mismo cuando, como prueba del origen divino de la Iglesia, afirmemos que enseña una doctrina santa. «Mi iglesia también enseña una doctrina santa», argüirá nuestro amigo acatólico. «Lo acepto sin reservas», podemos replicar. «Pienso, por supuesto, que tu iglesia está a favor del bien y la virtud. Pero también creo que no hay iglesia que promueva la caridad cristiana y el ascetismo tan plenamente como la Iglesia Católica».

Con toda seguridad, nuestro amigo seguirá imperturbado y pondrá a un lado la cuestión de «santidad de doctrina» como tema opinable.

Pero ¿no podríamos al menos señalar a los santos como prueba de que la santidad de Cristo sigue operando en la Iglesia Católica? Sí, por supuesto, y ésta es una evidencia que resulta difícil de ignorar. Los miles y miles de hombres, mujeres y niños que han llevado vidas de santidad eminente, y cuyos nombres están inscritos en el santoral es algo que resulta bastante difícil de no ver, y que las otras iglesias no tienen algo parecido ni de lejos. Sin embargo, si nuestro interlocutor posee un barniz de psicología moderna, podrá tratar de derribar los santos con palabras como «histeria», «neurosis», «sublimación de instintos básicos»... Y de todas maneras, nos dirá, esos santos están sólo en los libros. Tú no puedes mostrarme un santo aquí mismo, ahora.

Bien, y ahora ¿qué podríamos decir? Sólo quedamos tú y yo. Nuestro preguntón amigo (esperemos que pregunte con sincero interés) puede clamar a Cristo como su fundador, una doctrina santa para su iglesia, puede calificar a los santos de tema discutible. Pero no nos puede ignorar a nosotros; no puede permanecer sordo y ciego al testimonio de nuestras vidas. Si cada católico que nuestro imaginario inquisidor encontrara fuera una persona de eminentes virtudes cristianas: amable, paciente, abnegado y amistoso; casto, delicado y reverente en la palabra; honrado, sincero y sencillo; generoso, sobrio, claro y limpio en la conducta, ¿qué impresión piensas que recibiría?

Si solamente los 34.000.000 de católicos de nuestro país vivieran así sus vidas, ¡qué testimonio tan abrumador de la santidad de la Iglesia de Cristo! Tenemos que recordarnos una y otra vez que somos guardianes de nuestro hermano. No podemos tolerarnos nuestras pequeñas debilidades, nuestro egoísmo, pensando que todo se arregla sacudiéndonos el polvo en una confesión. Tendremos que responder a Cristo no sólo ,por nuestros pecados, sino también de los de las almas que pueden ir al infierno por culpa nuestra.

¿Dije 34 millones? Olvídate de los 33.999.999 restantes; concentrémonos ahora mismo, tú en ti y yo en mí. Entonces la nota de santidad de la Iglesia Católica se hará evidente al menos en la pequeña área en que tú y yo vivimos y nos movemos.

«Siempre, todas las verdades, en todos los sitios». Esta frase describe en forma escueta la tercera de las cuatro notas de la Iglesia. Es el tercer lado del cuadrado que constituye la «marca» de Cristo, y que nos prueba el origen divino de la Iglesia. Es el sello de la autenticidad que sólo lleva la Iglesia Católica.

La palabra «católica» significa que abarca a todo, y proviene del griego, como antes dijimos; es igual que la palabra «universal», que viene del latín.

Cuando decimos que la Iglesia Católica (con «C» mayúscula) es católica (con «c» minúscula) o universal queremos decir, antes que nada, que ha existido todo el tiempo desde el Domingo de Pentecostés hasta nuestros días. Las páginas de cualquier libro de historia darán fe de ello, y no hace falta siquiera que sea un libro escrito por un católico.

La Iglesia Católica ha tenido una existencia ininterrumpida durante mil novecientos y pico años, y es la única Iglesia que puede decir esto en verdad.

Digan lo que quieran las otras «iglesias» sobre purificación de la primitiva Iglesia o «ramas » de la Iglesia, lo cierto es que los primeros siglos de historia cristiana no hubo más Iglesia que la Católica. Las comunidades cristianas no católicas más antiguas son las nestorianas, monofisitas y ortodoxas. La ortodoxa griega, por ejemplo, tuvo su comienzo en el siglo noveno, cuando el arzobispo de Constantinopla rehusó la comunión al emperador Bardas, que vivía públicamente en pecado. Llevado por su despecho, el emperador separó a Grecia de su unión con Roma, y así nació la confesión ortodoxa.

La confesión protestante más antigua es la luterana, que comenzó a existir en el siglo xvi, casi mil quinientos años después de Cristo. Tuvo su origen en la rebelión de Martín Lutero, un fraile católico de magnética personalidad, y debió su rápida difusión al apoyo de los príncipes alemanes, quienes resentían el poder del Papa de Roma. El intento de Lutero de remediar los abusos de la Iglesia (y, ciertamente, había abusos), terminó en un mal mucho mayor: la división de la Cristiandad. Lutero barrenó un primer agujero en el dique, y, tras él, vino la inundación. Ya hemos mencionado a Enrique VIII, John Knox y John Wesley. Pero las primeras confesiones protestantes se subdividieron y proliferaron (especialmente en los países de habla alemana e inglesa), apareciendo cientos de sectas distintas, proceso que todavía no ha terminado. Pero ninguna de ellas existía antes del año 1517, en que Lutero clavó sus famosas «95 Tesis» en la puerta de la iglesia de Wittenberg, en Alemania.

No solamente es la Iglesia Católica la única cuya historia no se interrumpe desde los tiempos de Cristo; también es la única en enseñar todas las verdades que Jesús enseñó y como El las enseñó. Los sacramentos de la Penitencia y Extremaunción, la Misa y la Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía, la supremacía espiritual de Pedro y sus sucesores, los papas, la eficacia de la gracia y la posibilidad del hombre de merecer la gracia y el cielo, algunos de estos puntos son rechazados por las variadas iglesias no católicas. De hecho, hay hoy comunidades que pretenden ser «iglesias cristianas» y llegan a dudar incluso de la divinidad de Jesucristo. Sin embargo, no hay una sola verdad revelada por Jesucristo (personalmente o por sus Apóstoles) que la Iglesia Católica no proclame y enseñe.

Además de ser universal en el tiempo (todos los días desde el de Pentecostés) y universal en doctrina (todas las verdades enseñadas por Jesucristo), la Iglesia Católica es también universal en extensión. La Iglesia Católica, consciente del mandato de su Fundador de hacer discípulos de todas las naciones, ha llevado el mensaje de salvación por todas las latitudes y longitudes de la faz de la tierra, allí donde hubiera almas que salvar. La Iglesia Católica no es una iglesia «alemana» (los luteranos) o «inglesa» (los anglicanos), o «escocesa» (los presbiterianos) u «holandesa» (la Iglesia Reformada), o «americana» (centenares de sectas distintas). La Iglesia Católica está en todos esos países, y además en todos aquellos que han permitido la entrada a sus misioneros. Pero la Iglesia Católica no es propiedad de nación o raza alguna. En cualquier tierra se halla en su casa, sin ser propiedad de nadie. Así es como Cristo la quiso. Su Iglesia es para todos los hombres; debe abarcar el mundo entero. La Iglesia Católica es la única en cumplir esta condición, la única que está en todas partes, por todo el mundo.

Católica, universal en el tiempo, verdades y territorio; ésta es la tercera nota de la auténtica

Iglesia de Cristo. Y la cuarta nota, la que completa el cuadrado, es la «apostolicidad», que significa, simplemente, que la iglesia que pretenda ser de Cristo deberá probar su legítima descendencia de los Apóstoles, cimientos sobre los que Jesús edificó su Iglesia.

Que la Iglesia Católica pasa la prueba de la «apostolicidad» es cosa muy fácil de demostrar. Tenemos la lista de los obispos de Roma, que se remonta del Papa actual en una línea continua hasta San Pedro. Y los otros obispos de la Iglesia Católica, verdaderos sucesores de los Apóstoles, son los eslabones actuales en la ininterrumpida cadena que se alarga por más de veinte siglos. Desde el día en que los Apóstoles impusieron las manos sobre Timoteo y Tito, Marcos y Policarpo, el poder episcopal se ha transmitido por el sacramento del Orden Sagrado de generación en generación, de obispo a obispo.

Y con esto cerramos el cuadrado. La «marca» de Cristo es discernible en la Iglesia Católica con toda claridad: una, santa, católica y apostólica. No somos tan ingenuos como para pretender que los conversos vendrán ahora corriendo en cuadrillas puesto que les hemos mostrado esta marca. Los prejuicios humanos no ceden a la razón tan fácilmente. Pero, al menos, tengamos la prudencia de verla nosotros con lúcida seguridad.

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